Los cuestionamientos de la Casa Rosada a los treinta mil desaparecidos, las referencias al “curro de los derechos humanos” o la negación de la justicia social (la misma justicia social que fue motor central de las luchas que la última dictadura cívico militar reprimió por medio del secuestro, la tortura, la desaparición y la muerte), son muestras explícitas, como nunca antes en la historia, de la contradicción basal entre la ideología neoliberal (incluida su versión libertaria vernácula) y la defensa y promoción de los derechos humanos.

Si bien discursivamente los ideólogos neoliberales (y tantos otros de las nuevas/viejas derechas) utilizan y se refieren a los derechos humanos (cuando no los niegan) reduciéndolos a las libertades individuales fundamentales fruto de las revoluciones liberales de fines del siglo dieciocho (derechos a la propiedad y a la libertad), existe una contradicción originaria que ningún discurso puede esconder.

Si lejos del fragor de los tuits y los likes en el que se nos quiere someter, nos detenemos y - como menciona Agamben- nos demoramos; podremos permitir que allí, en la demora, puedan emerger las preguntas, en un tiempo quebrado que haga de esa fractura un lugar posible para la cita entre tiempos y generaciones. Existe una contradicción epistémica originaria e insalvable entre los proyectos neoliberales y la promoción y defensa de los Derechos Humanos.

Por un lado, los proyectos neoliberales, como ya fue detallado en otro artículo, comparten una lógica y un marco conceptual inicial del cual deriva y se sustenta toda la construcción ulterior de sentidos comunes y orientación de políticas públicas. El neoliberalismo es un proyecto político, económico, social y cultural que tiene pretensiones hegemónicas, es decir, de abarcarlo todo, generando consensos y sentidos comunes que muestren como natural e inevitable lo que tiene carácter político e histórico. 

Intenta instaurar en los países una sociedad de mercado, entendida esta como una sociedad en la que la coordinación y la articulación de los comportamientos humanos esté regida por un sistema de precios de mercado que premia y castiga a cada integrante en función a la contribución que haga a la sociedad. El criterio de eficiencia (entendido como el uso más productivo de los escasos recursos) es más importante que el de justicia. Asimismo, el criterio de justicia se reduce a que cada individuo reciba de la sociedad en función a su contribución. La desigualdad lejos de ser un problema es, por un lado, el resultado esperable de los distintos niveles de productividad, esfuerzo, laboriosidad e ingenio de los distintos integrantes de una sociedad y, por el otro, el motor e incentivo para que los menos productivos mejoren imitando el comportamiento de los que tuvieron éxito. 

Al mercantilizar todos los espacios posibles, el individualismo, la competencia, la eficiencia, la productividad y la meritocracia se presentan como valores indiscutibles que, lejos de quedarse en la esfera empresarial, inundan todos los campos. De este modo, dichos valores se transforman en criterios y parámetros que organizan la vida misma, desde qué política de salud o educación debe implementar un Estado, cómo debe entenderse el mundo de las artes, el deporte y la cultura hasta los modos en se organizan y vivencian las prácticas y los vínculos cotidianos de una familia.

Por el otro, y siguiendo a Joaquín Herrara Flores, los derechos humanos antes que derechos son procesos, es decir, el resultado siempre provisional de las luchas de los seres humanos para acceder a los bienes necesarios para la vida digna como el alimento, el cuidado, la libertad, la expresión, etc. Las sociedades desiguales en las que vivimos implican desiguales condiciones de acceso a los bienes necesarios para la vida (para grandes multitudes incluso opera la exclusión), ergo el propósito de los derechos humanos es el empoderamiento de las personas y grupos, dotándolos de los medios e instrumentos necesarios para que, plural y diferenciadamente, puedan luchar por la vida digna. 

El rol del Estado

No es menor aclarar que los Estados, como modo institucionalizado en el que las sociedades modernas tramitan parte de lo común, no son neutrales, sino que deben promover los Derechos Humanos y tienen la obligación de garantizarlos y, en consecuencia, son quienes pueden también violarlos por acción u omisión.

¿Cómo deben hacer los Estados para movilizar recursos materiales y simbólicos e implementar políticas públicas de igualdad, si el que debe asignar premios y castigos es el mercado a través del sistema de precios? ¿Cómo empoderar a quienes ven violados sus derechos si lo más eficiente que pueden hacer es adaptarse a lo que propone el mercado del cual participan desigualmente? ¿Con qué recursos el Estado cuenta si debe ser cada vez más chico? Si el mercado devuelve como éxito lo que el mercado valora como aporte de productividad dentro del sistema de precios, ¿Qué sucede con quienes no logran ofrecer algo que el mercado valore? Lo que el mercado valora, ¿es lo que la humanidad necesita para sostener la vida digna para todas y todos? ¿Quiénes pagan los costos de los ajustes del mercado? Si como pretende el neoliberalismo, la desigualdad es el reflejo de las diferencias de productividad, la vulneración de derechos que deriva de ella, ¿implicaría vulneración de derechos o debe ser venerada?

Podemos seguir con las preguntas, pero con todas ellas nos encontraremos, en algún punto de la argumentación, con una contradicción basal: concebir a la sociedad como un conjunto de individuos que buscan maximizar su utilidad y cuyos comportamientos están regidos exclusivamente por el sistema de precios de mercado es incompatible con la promoción y defensa de los Derechos Humanos.

La imposibilidad y negación de pensar lo colectivo y lo común por fuera de la suma de individualidades, que supone todo proyecto neoliberal, impone un obstáculo insalvable en el reconocimiento de los derechos humanos que siempre implican una tensión entre lo individual y lo común. La fe ciega en los mecanismos del mercado obstruye toda acción estatal que implique su regulación. La negación del conflicto (y su carácter histórico) en la sociedad, la naturalización del sistema capitalista y de las desiguales relaciones de poder, reducen toda vulneración de derechos a, en última instancia, un hecho individual.

La promoción y defensa de los Derechos Humanos tiene como condición sine qua non y punto de partida el reconocimiento y la confianza en la capacidad que todos y cada uno de los seres humanos tenemos de problematizar la realidad, de desnaturalizarla. Desde allí, sin pretensiones iluministas ni vanguardistas, es que trabajadores y trabajadoras de las culturas, intelectuales, docentes, investigadores, militantes deben trabajar codo a codo, de modo artesanal y situado, en la imprescindible reconstrucción de la memoria colectiva de lucha por los derechos humanos que el neoliberalismo y sus mitos pretenden borrar. 

El trabajo de reconstrucción de la memoria colectiva no puede realizarse en soledad, siempre es con el otro, con los que sufren, con los nadies, con aquellos que, el pensamiento único pretende olvidar. En definitiva, la tarea es recuperar los retazos de historia de lucha por los derechos que irremediablemente portan los seres humanos y que el neoliberalismo se empecina en dejarlos en el mundo individual, para, reconocida la historia común, entramarlos y subsumirlos en la memoria colectiva, constituyéndolos en fuente de la acción de transformación de la realidad injusta.

* Docente ISFD Nº41. UNLZ FCS (CEMU) [email protected]