Yo ya había leído la novela-guión-ensayo de Pasolini editado por Sudamericana (con un Terence Stamp muy joven en la tapa medio celeste), comprado en la feria de libros de Plaza Italia, quizás en el 83, cuando la película estaba todavía prohibida. Ese libro que, como tantos otros, pasó a ese limbo en el que están cada uno de esos libros que presté a alguien que no recuerdo quien es ni me lo devolvió, lo leí mucho a mis veintes.
No recuerdo cuando vi la película por primera vez, pero al volver a verla ahora me doy cuenta de que varias imágenes que quedaron muy fijadas en mi memoria son ligeramente diferentes a las del film. Se ve que yo ya me había hecho la película al leer el libro.
Aunque por cucaracha me dicen que no, yo creo haberla visto en la Hebraica en los primeros años de democracia: se me viene la palabra TEOREMA escrito en la tipografía mayúscula de la Olivetti en la que alguien ¿la persona que programaba? reseñaba las películas -a razón de cuatro por hoja- en una hoja A4 fotocopiada que se entregaba como programa. (La de El evangelio según San Mateo todavía la tengo).
Como sea, lo primero que viene a mi memoria al evocar esa película es la sensación física de lo inaudito, de lo inconcebible, de algo jamás siquiera sospechado, estallando en mi cabeza, reverberando en el pecho y reseteándome todo el cuerpo.
Sé que cada plano de la película (¿o cada página del libro?) me atravesó por todos los costados: familiar, religioso, sexual, social, económico, político... Todo esto puedo nombrarlo ahora, pero en ese momento, que mi memoria insiste en ubicar en el tren Sarmiento, volviendo a Padua luego de asistir a alguna función de la Cinemateca (¿o fue en la Lugones?) lo único que podía hacer era mirar por la ventanilla las luces invernales que se alejaban en el traqueteo del tren, con esos regueros de gotitas que todavía permanecían en los vidrios después de la lluvia de la tarde, y sentir como mi cabeza se expandía en un Big Bang (ya había visto la serie Cosmos de Carl Sagan), tal el salto expansivo y múltiple que habían pegado mis neuronas con esas imágenes.
Lo inaudito no me parecían solo los hechos -que eran inauditos hasta el escándalo-; sino también cómo Pasolini los contaba. El modo primario, directo, casi sin palabras; con esos planos brumosos e invernales de desiertos no sólo naturales sino industriales; con esos colores de libro de lectura de primer grado, o de estampa religiosa.
Con esa mezcla entre actores profesionales, gente del pueblo y hasta su propia madre (ya lo había hecho en la bellísima El Evangelio…); y con esa ¿ingenuidad? de libro de catecismo, en donde las cosas son así porque son así: de la nada llega un joven bello y misterioso que de una manera casi púdica (ay esos primeros planos a prolijas braguetas de pantalones claros) termina metiéndose en la cama de cada uno de los miembros de esa familia burguesa sin ningún discreto encanto y trastocándole la vida hasta a la mucama (excelsa Laura Betti), que me daba risa cuando cortaba el pasto medio corriendo con zapatitos de taco mientras empujaba la máquina mirándolo a él leer al sol. Y que así como llega se va, el joven misterioso. Y cada uno “tramita” ese duelo como puede. La hija Odetta, que queda catatónica. El hijo que tiene un monólogo larguísimo e inentendible para mí aún hoy, pero aunque se vuelve artista y puto igual sigue siendo un burgués metido en lo suyo y ya.
Silvana Mangano, que logra hacer imaginar todo lo que le pasa a esa señora espléndida sólo con la mirada de esos ojos (casi tan extensos como el horizonte, tan delineados están), y que con sólo dos respiraciones audibles (inspiración, espiración, inspiración, espiración) cuenta, mientras conduce el autito (¿una cheta así con ese Fitito? ¡qué simpático!) todo el conflicto de esa mujer, el momento del reconocimiento de la horrible verdad de su vida vacía y estéril.
Hasta ese palito puesto en el piso me da ternura, esa marca que le pusieron al actor que hace de prostituto (al que Silvana se levanta durante el derrotero sexual con el que pretende gestionar su crisis) para indicarle que ahí se tienen que tirar a tener sexo, y que no importa que se note.
Emilia, claro, la proletaria que merced a ese encuentro divino, ahora, de vuelta en su pueblo, obra milagros, y le cura esas feas manchas del rostro al niño, que en el plano en el que está curado me emociona de extremo a extremo con su sonrisa. Emilia, volviendo a su pueblo a sacrificarse enterrándose viva para poder brindar el agua de sus lágrimas (¿benditas?) a ese pueblo seco y casi medieval. La manitos de Laura Betti tirándose tierra encima, mientras la mamá de Pier Paolo le da con la pala. El charquito de agua al lado de los ojos. Los ojos aterrorizados por el éxtasis religioso o por la tierra que la cubría casi del todo a la actriz.
Pero era sobre todo el padre lo que más me rompía la cabeza.
En mi recuerdo, en uno de los últimos planos, el pater familia recorre una estación de tren en hora pico, mirando a la gente que camina apurada por llegar a sus trabajos, y se hace la pregunta en cuestión: ¿qué pasaría si decidiera deshacerme de todo y darles la fábrica a los operarios? Y acto seguido, se desnuda en la estación de tren, dejando tiradas sus carísimas ropas a lo largo del andén y sigue caminando hasta un desierto, y bajo un sol calcinante emite una especie de grito de Munch (cuya reproducción había visto en uno de los fascículos de la colección de pintura que compraba mi hermana), pero sonoro.
Mi relación con el tren es muy primaria, ya lo dije: viviendo en Padua, la estación terminal del Once (sobre cuyos andenes -decía Jorge Asís, a quien también había leído por esa época- el tren “vomitaba canguritos oscuros” -imagen tremenda tampoco se me fue nunca de la cabeza-) era el umbral que nos permitía llegar “al Centro”, que hasta ese momento tenía como únicos puntos de referencia el Luna Park al que de nena me habían llevado a ver Holiday on Ice, sentados todos en la tribuna sobre sendos almohadoncitos que habíamos traídos de casa; la calle Florida y la salida preadolescente a comer al Pumper Nic, la Cultural Inglesa a la que la profesora del barrio nos llevaba a rendir los exámenes finales y los locales del Once en el que nos surtíamos de mercadería para el kiosco polirrubro -palabra inexistente en ese entonces- que habíamos instalado en el garage de nuestra casa cuando mi papá (un verdadero pater familia que había peleado en la guerra civil española del lado franquista -y no solo porque Franco obligó a cada familia gallega, casi analfabetas en su mayoría, a que entregara uno de sus hijos a la guerra contra el socialismo, sino también por convicción: el pobre de derecha no es un invento argentino, claro) cuando mi papá, decía, ya no pudo seguir trabajando de albañil.
Entonces, que en un andén así, como el que yo conocía tanto, ocurriera un hecho de esa naturaleza (un empresario se despoja de sus hábitos de empresario y ¿recupera su humanidad?) me rompía la cabeza, literal. Cuando volví a ver la película vi que la escena no ocurre en el andén sino en el hall central de la estación, pero para el caso es lo mismo.
Como en un cuento de hadas, en una tragedia griega o en un relato bíblico, lo sobrenatural irrumpía en lo que llamamos la realidad, subvirtiéndola y estallándola.
Tal vez no fue en ese momento en que la vi sino después. Como sea, para mí está asociado a esa etapa iniciática de “venir al centro” a estudiar teatro y conocer gente tan diversa de mí y de lo que yo conocía del pequeño mundo suburbano en el que muchos aspectos de la dictadura (no los más horrendos, por suerte) se replicaban en la casita familiar. No profundizo en lo sexual, pero ese puño cerrado de la señorita Odetta catatónica me pegaba en el medio del pecho.
En mi casa “no se hablaba de política“, eso quiere decir, visto desde ahora, que vivían en un muy cerrado mundo familiar no necesariamente negacionista en su ignorancia (porque al poder siempre le convino esa ignorancia, claro), obligadamente dedicada a reinventarse para subsistir, como tantos otros, y sin tiempo ni herramientas para ser un poco más consciente de esa totalidad.
Porque es la conciencia de la totalidad, de lo sagrado de esa totalidad de la que formamos parte (sociedad, naturaleza, cosmos) lo que nos hace querer hablar de política, porque somos animales políticos. Una perogrullada lo que digo, ya sé, pero en ese momento, esas “fuerzas del cielo” de la película operando a favor del oprimido, a través del sexo y a escala familiar, me abrieron un espacio mental desconocido hasta entonces.
Pero claro, dios no existe. O mejor dicho, su nombre nos fue robado.
Todo eso lo intuí en ese momento, pero creo que recién pude nombrarlo hoy. Y me doy cuenta de que aunque quisiera hablar de Gena Rowlands en cualquier película pero más que nada en la escena de Torrentes de amor en la que se tira en el piso del estudio del abogado para no tener que firmar la entrega de la custodia de su hija, o del rostro horizontal de Liv Ullman ocupando toda la pantalla durante el larguísimo plano de Persona en el que la luz de la tarde languidece, o de Brigitte Mira sirviéndole café una vez más a El Hedi Ben Salem en La angustia corroe el alma, o de Nora Cullen haciendo de la Lechiguana en Nazareno Cruz y el lobo o del actor que no sé quién es que va en bicicleta por el pueblo anunciando que “Carlitos se va a Buenos Aires a trabajar de artista” en Soñar, Soñar; hoy, un día después de este 24 de Marzo distópico, necesité hablar de Teorema.
Susana Pampín (San Antonio de Padua, 1964) es actriz y docente de teatro. Cuando puede, escribe. Egresó de la ENAD (hoy Universidad Nacional de las Artes) y completó su formación con, entre otros, Augusto Fernandes, Viviana Tellas, Raquel Sokolowicz, Lucy Saborido, Mauricio Kartún, Hebe Uhart y Romina Paula. Actualmente participa en Sombras, por supuesto de Romina Paula y en La memoria Futura dirigida por Luciana Mastromauro. Algunas de sus últimas participaciones: en teatro, Tarascones, Nada de carne sobre nosotras, Arde brillante en los bosques de la noche y Actriz; en cine: Elena sabe, Argentina 1985, El pájaro azul, León, El amor no existe y la muerte tampoco, Rojo, La luz incidente, Margen de error, La Flor, Gilda, Cetáceos, Dos disparos, Los guantes mágicos y Silvia Prieto; y en las series: Envidiosa (en rodaje), Manual de Supervivencia, El jardín de bronce II y III, Variaciones Walsh, Kasselman e hijo y Bien de Familia. Es docente titular de Actuación I en la UNA desde 2006. Publicó la novela Arroyo en ed Marciana y en Paripé books (España).