La dignidad de la persona humana tiene como una de sus fuente a la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, que en 1948 instituyó la siguiente tesis normativa en su artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente”. Tiene jerarquía constitucional en Argentina desde 1994.
La dignidad comporta conferir reconocimiento a todo ser humano, y que todos y cada uno tiene igualdad para el ejercicio de su vida en libertad. Así, el Estado constitucional y democrático, respetuoso y promotor de la dignidad de cada ser humano, por el solo hecho de serlo, concederá y protegerá la inmaculada posibilidad de millones, acaso infinitos, planes de vida. La dignidad humana jamás podría ligarse o vincularse al mercado o a los negocios privados; es inherente a la humanidad de la persona, no a las probabilidades negociales. Toda existencia con vida del ser humano debe ser protegida, con inclusión de la etapa de su madurez creciente. En el sistema constitucional de la Argentina, desde el 2022, goza de jerarquía constitucional la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores; ya desde 1957 el artículo 14 bis de su Constitución determina que el Estado se compromete a establecer y otorgar “jubilaciones y pensiones móviles”.
En 1956, Ludwig von Mises, con profunda irracionalidad y contra todo el pensamiento de la Ilustración que sostiene y desarrolla nuestras ideas constitucionales, sostuvo que constituye un error suponer que la naturaleza ha concedido a cada individuo una serie de derechos inalienables. Más adelante supuso que el nivel de vida del hombre medio occidental no se consiguió a base de ilusorias disquisiciones en torno a cierta etérea e inconcreta dignidad justicia; se alcanzó, por el contrario, gracias al actuar de “explotadores” e “individualistas sin entrañas”. La naturaleza inhumana y consabida crueldad de la manifestación citada sólo puede constituir una fuente de autoridad para una sociedad negacionista de la libertad, la igualdad y la solidaridad. Sólo esas ideas brutales y contrarias a la dignidad y a la justicia social pueden ser asumidas para arrasar la entidad de los haberes de los jubilados y pensionados.
En la Argentina, por caso, el presidente puede dictar “decretos por razones de necesidad y urgencia (DNU)”. Ya he advertido en varias ocasiones que se trata de un “hecho maldito constitucionalizado por la reforma de 1994”, porque eleva a la enésima los vastísimos poderes presidenciales. Téngase en cuenta, sin embargo, que el presidente no debería dictar un DNU cuando se le antojase; si así fuera, violaría constantemente la Constitución. La Corte Suprema de Justicia ha sostenido, por mayoría, que el texto de la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto. Ergo, casi nunca podrían dictarse un DNU, pese a que la realidad lo desmienta.
Las prestaciones para cubrir las contingencias asociadas a la vejez, con las respectivas jubilaciones y pensiones, constituye uno de los principales e irrenunciables compromisos que debe cubrir el Estado. En el presupuesto se deben contemplar las partidas para cubrir ineludiblemente esta erogación del Estado que, en la actualidad, alcanza y cubre a más de 7.000.000 de personas en la Argentina. En escándalo de la división de poderes, el presidente, junto a su jefe de gabinete y sus ministros, por medio de dos DNU “con rango legal” (n° 70 del 20/12/2023 y n° 274 del 22/3/2024, respectivamente), ha recortado drásticamente los haberes jubilatorios. Se trata de una demolición de la equidad, la solidaridad, la prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo y de calidad de vida e igualdad de oportunidades asegurados por la Constitución federal de la República (arts. 14 bis y 75, incs. 2 y 8). Así, la existencia para todos los jubilados y pensionados se convierte, injustamente, en indigna por actos del poder ejecutivo.
Ninguna necesidad extraordinaria crea ni justifica al Derecho de la Constitución, la suma regla del orden. No hay necesidad suprema que pueda elevarse o equiparar a la Ley fundamental. Nada posee ni debe poseer mayor jerarquía que ella como Ley Altísima. Sin impronta litúrgica: siempre sería preferible no escuchar la misa a celebrarla en los lugares donde no debe celebrársela. La Escritura fundamental es la única, exclusiva, excluyente e inviolable “ley suprema” para todas las autorizaciones jurídicas en el Estado constitucional. Toda habilitación que los poderes constituidos intenten en transgresión manifiesta de la normatividad de la Constitución democrática será insanablemente nula, como sucede arbitraria e injustamente con la dignidad humana y la separación de funciones, pilares de los pilares.