-Hola, ¿Stan Getz?

-No, pero lo encoltrane en el parquer.

-Dizzy gillespie que le hable.

Retruécano de un jazz man.

Escribir sobre música es para Rafael un estorbo, un litigio constante entre sus saberes -que no son pocos- y su sensación de impostura: a la música no se la puede narrar. Hay que oírla. Así con esta verdad de Perogrullo, verdades redundantes, tautologías retóricas, es que debe lidiar cada vez que se sienta en la compu a describir un concierto. “Escribir un concierto”, se dice con rabia. Como si se pudieran anotar los detalles, la sincronía, la masa tonal, las sensaciones. Por eso es que ha dejado de ir a cubrir recitales.

“Y otra cosa”, piensa: “¿Qué significa cubrir? ¿Protegerlos de algo? ¿Una lluvia de malas ideas, de desatino, de disonancias? ¿Qué hay que descubrir para luego cubrir? Encima como castigado lo envían a cubrir rock o trap o como se llame a esa porquería frenética”, maldice. Ya es grande y está cansado: manda a una chica estudiante de Formación Musical, una alumna avanzada para que le reseñe los recitales que odia hasta la desesperación. Debe entregar la nota antes de las 18. 

El sol cae a baldazos en el mínimo perímetro de su departamentito. Regalo indirecto que le dejara su madre muerta. Tenía Rafael un talento extraordinario y si su timidez y recato no hubiesen representado una infranqueable barrera hoy sería una estrella de la música. Pero tal frivolidad era conjurada con una prudente reclusión en el mundo de los libros, no en la exposición de pavos reales. Aún persisten sobre el piano las fotos pintadas de sus abuelos junto a un buda, un elefantito con el billete enrollado. El ambiente es deprimente pero él no se da cuenta. Usa unas camisas a cuadros de los ‘60, pancita, barba mal recortada, un banderín del PST, una foto de Greta Garbo, una de Baremboim y otra de sí mismo corrigiendo unas partituras. No puede faltar el gato, uno blanquinegro que no para de maullar porque exige, pide algo que el crítico ignora, y hace años que el minino maúlla y maúlla sin encontrar respuesta alguna. Lo cierto es que su amo, Rafael, está en período de abstinencia por rehabilitación y la depresión que lo persigue hace que a las cuatro de la tarde solo pretenda dormir, o parar ese carro a caballos corriendo por su mollera o esa picazón entre los dedos. Pone música: “Wagner, el fascista”, dice para sí. 

En el diario conservador donde escribe le suelen criticar, burlándose de su bien intencionado afán de sostener una idea que simpatice con Cristina. Ella le ha dado los votos matrimoniales y una dosis de orgullo en su condición gay. Hay momentos que apela al sentido del humor negro y se ve sinceramente descarnado ante el espejo y su sombra: sin familia, sin hijos, ni compañero, con un gato caprichoso, emborrachado de música clásica y películas de Netflix. Las canciones repetitivas sobre el amor en el rock lo desalientan. “Jingles del que ha leído y mal algunos libros”, dice para sí. Las transiciones enfermantes de Charly también. Lo intrincado del laberinto poético y sonoro de Spinetta un poco menos, y no puede más que tomar años luz de distancia del rock. No lo quiere, no lo entiende, no quiere saber nada de él o ellas. Está alejado del chacarerismo y las zambas, las quejas de la baguala y los bordoneos tristones del tango. Solo admite en su coro abúlico a Piazzolla de quien ha notado los preciosos robos a la música clásica, pero lo admira y respeta. 

Es una mañana exultante de sol otoñal pero él cierra el ventanal mientras la Flauta Nazi Mágica le disuelve la pena profunda de saber o no saber, de vivir en un mundo equivocado donde impera la grosería, el papel de diario berreta, los consejos idiotas, la soledad y los años que le faltan para el retiro. El gato le recrimina algo y él ya no lo estima como cuando era cachorro y no le molestaban sus ronquidos actuales. “Sos un malcriado”, y lo saca al balcón del patio interno para que salga, para que viva, no como él, que se encuentra hastiado de este sábado a la tarde donde no extraña a nada ni a nadie pero comprende que así es la vida, la del músico que no fue, la del esteta prodigioso, la del sensible y catastrófico hombre solo con su gato, su revolución de mal humor y sus pasados amoríos de joven. 

Dos años, debe esperar más de setecientos días para jubilarse y no escribir más sobre música, esa nube de olvido y traición que le quieren imponer por un sueldito mísero. Si pudiera escribir lo haría, si pudiera matarse también. Ni una cosa ni la otra lo seducen. El escribir es una impostura que no reconoce como humana y matarse es ser desconsiderado con la elegancia o las despedidas. Ya en pleno malhumor decide servirse un café y pensar en las playas de Grecia que algún día conocerá, algún joven italiano buen mozo y querendón, cuando de pronto desde el balcón de enfrente lo sorprende una voz conocida y una musiquita retintinante. “Lali…”, piensa como una tragedia. Pero es un crítico modesto, de pura sangre, valiente y leal. Como sabe que Milei la ha bastardeado y él está con el pensamiento de la damita defensora de la diversidad sexual y la libertad verdadera, se deja llevar por la canción e increíblemente su humor va tornándose más liviano. Opta por decidir que la acepta. “Soy un verdadero peronista leal. Si me viera Evita me daría un abrazo”, piensa.

“No es música” -se dice para consolar su desatino, pero la prefiere a la bestialidad reseca de los que entregan al país. Entonces, como un rayo, ya tiene el título y el corpus de su nota futura, aquella que no salía de su cabezota empeñada en las sutilezas. “Los Presidentes son tontos, sordos y maleducados”, admite y se sienta a la compu complacido. “Renunciar a la mala música de un mal gobierno” es el copete. Y el subtítulo: “Un presidente desafinado con el pueblo.” El gato le acaricia la pierna en señal de aceptación.

 

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