El 31 de marzo de 2024 marca los 60 años de la Revolución Democrática o “Redentora” que liquidó al gobierno del presidente Joao Goulart y eliminó el riesgo de que Brasil se tornase un país comunista.
El 31 de marzo de 2024 marca los 60 años del golpe cívico-militar que tumbó a Goulart e instauró una dictadura que además de entregar el país a intereses privados y famélicos, cubrió de sombras el horizonte a lo largo de 21 años con mareas de censura, tortura, desapariciones y asesinatos que permanecen impunes.
La primera lectura impera, de forma no tan discreta, entre los militares en activo. Pero aun así, nada de celebraciones o estruendos en los cuarteles. Ya entre los retirados será día de ruidosas fiestas por todo Brasil, con loas al pasado glorioso y furia por el presente cada vez más nefasto. Impera, además, en las camadas más reaccionarias del país.
La segunda lectura, entre las parcelas mínimamente lúcidas de los brasileños. Para la ultraderecha, concentrada alrededor del desequilibrado Jair Bolsonaro y su pandilla familiar, será una jornada para recordar que siguen listos para liquidar al comunismo instalado sobre nuestras pobres almas.
Son lecturas que parten de un equívoco. Lo que ocurrió aquel martes 31 de marzo fue la iniciativa desastroza del general Olimpio Mourao Filho, de anticiparse a lo que sus colegas estaban tramando. Él comandaba una tropa en Juiz de Fora, pequeña ciudad del sur de Minas Gerais, a unos 185 kilómetros de Río de Janeiro. Era conocido principalmente por su costumbre de hacer la siesta ostentando un fulgurante pijama de color rojo vivo. Su intención era ocupar con su tropa raquítica la ciudad de Río donde estaba Goulart, detenerlo y adueñarse del poder con sus pares.
Al día siguiente, primero de abril, Goulart seguía en Rio e intentó darle vuelta al escenario. Buscó a generales con tropas de verdad y no el batallón del golpista, tratando de contar con su lealtad. Fue en vano: el golpe ya estaba en marcha. Voló entonces de Río a Brasília donde tampoco logró nada. Y finalmente hacia Porto Alegre, capital de Rio Grande do Sul, su provincia natal, donde se dio cuenta de la inmensa disparidad de fuerzas.
Desistió. Se refugió en Uruguay y nunca más pudo volver. Murió joven y exiliado en diciembre de 1976, a los 57 años. Brasil se sumergió en una dictadura cruel. Menos sanguinaria, por cierto, que las de Uruguay, Chile y principalmente Argentina. Pero la más duradera: 21 años de violencia, usurpación y sombra.
Recién hubo elecciones presidenciales en 1989, luego de 28 años. El ganador, Fernando Collor de Mello, no tenía ninguna trayectoria política significativa y se reveló un corrupto de irresponsabilidad sin límites. La herencia maldita de esos 21 años de dictadura puede ser revelada bajo mil abordajes, todos correctos. Una, sin embargo, siempre me pareció la más tremenda, la más abyecta y perversa: la manera como la memoria brasileña fue literalmente fulminada.
Mi generación y las dos que vinieron después --nací en 1948-- guardaron buena carga de recuerdos y registros. Las que vinieron después fueron creadas bajo las fuerzas del olvido y la negación. Brasil se hizo un país amnésico. Perversamente amnésico.
Otra hazaña de la dictadura fue liquidar la educación, tanto la pública como la privada, en todos los niveles. Entre esas dos hazañas, el régimen y sus cómplices civiles dejaron un país de ignorancia olímpica y --vale reiterar-- de una amnesia sin límites.
Hoy, 31 de marzo, se registran 60 años del final de la democracia, un período que duraría largos, infinitos 21 años. Sí, sí: en los cuarteles, militares activos celebrarán discretamente la fecha. Los ya retirados, con inmensa euforia. Y Bolsonaro, los hijos y su pandilla, con la esperanza de poder retornar a aquellos años de gloria.
Para sorpresa generalizada, el gobierno de Lula no hará ninguna mención a la fecha. Se comenta que fue un acuerdo con los militares: ellos no se manifiestan, nosotros tampoco. Además de profunda decepción en la mayoría de los brasileños, la actitud de Lula sirvió para esparcir mareas de irritación entre sus seguidores.
Ambos lados – los que celebran y los que denuncian la fecha – están equivocados. En aquel 31 de marzo lo que hubo fue una tontería. Mourao Filho nunca pasó de ser un esperpento. La verdad es que las tropas asumieron el poder el 1 de abril de 1964 llevando la Revolución Libertadora (o Redentora) al poder. Y casi-casi hubo coherencia en la fecha: si en el mundo hispánico el 28 de diciembre es el día de los Santos Inocentes, nosotros somos más directos: el primero de abril es el Día de la Mentira. Así que no pasó nada en el 31 de marzo, ni Libertadora, ni Redentora, y mucho menos Revolución.
Lo que pasó al día siguiente, 1 de abril fue, eso sí, una incoherente realidad: ninguna mentira, pero sí un golpe de Estado. Miserable, abyecto, perverso. Y de verdad.