Me gustaría saber quién es Abel, porque de momento lo único que puedo hacer es perderme por el salón detrás del grupo. Soy la última de la banda de las que no le tienen miedo a nada. La jefa avanza entre la gente y si hace falta pega algún codazo. Creo que hace un buen rato que circulamos por todo este salón como un coche patrulla, a veces la que tengo adelante se vuelve para constatar que sigo aquí. Sí, sigo aquí. La jefa de la banda acaba de pisar o empujar -o las dos cosas- a uno que se agarra el codo como si le hiciera mucho daño. Creo que le ha gritado algo, pero a ella y al grupo entero nos importa un pito.

Seguimos adelante y no reconozco a nadie. Supongo que Abel está por ahí en el medio, debe de ser el rey de la pista. O a lo mejor se esconde en un rincón con alguna chica que, recuerdo ahora, me ha dicho la amiga en el baño, puede ser mi hermana. Si mi hermana está bailando con Abel, esto puede ponerse complicado. No tengo idea de por qué pero Abel me cae muy mal.

La jefa de la banda sigue mirando hacia todas partes, atenta, de pronto se detiene y se cruza de brazos. Todas se acomodan a su alrededor. Le pregunto a la que tenía adelante qué estamos haciendo. Me grita en el oído: vamos a hacerlos rebotar. Ah, claro... pero no sé lo que quiere decirme. Intento que me lo explique pero ella, como las otras, está en la misma posición de brazos cruzados y mirando la pista. Hago lo mismo, porque parece que somos un equipo de rugby y nuestra táctica, nuestra jugada, será esto de hacer rebotar.

También la táctica consiste en que el equipo de brazos cruzados mira de reojo a un grupo de chicos que tenemos no muy lejos y se comentan cosas con risitas que no entiendo. Pero también me río. Hasta que uno de ellos se acerca a la jefa y le pregunta si quiere bailar. Ella, sin descruzarse de brazos, niega con un seco no. El chico se vuelve con su grupo. Pero entonces viene otro -que antes le ha dicho algo a sus amigos- y se le acerca a la de al lado de la jefa de la banda. Le pregunta si quiere bailar y ella responde de la misma manera: lo mira primero de arriba a abajo, frunce la nariz y dice no. El chico se va y otro de su grupo -todos tienen pantalones de esos de tiro bajo y cinturones, y camisas, parecen bastante limpios y ordenados, hay uno todavía más elegante, casi como de colegio de curas-, otro de ellos le dice algo a los amigos y viene a sacar a bailar la que tengo al lado. Lo mismo. Ella lo mira, se cruza de brazos y luego emite un no tajante.

Esto se prolonga largo rato. Ya han pasado como cinco de esos chicos a sacar a bailar a las de la banda, y todas han respondido no. Parece que el asunto es este, hay que dejar que se acerquen y -como escucharé luego, yo hice rebotar a tres, la otra a cuatro-, y mandarlos de vuelta adonde estaban. No tengo mucho más que decir porque ninguno de los de ese grupo se ha dirigido a mi persona. Pero sigo de brazos cruzados y en posición de hacer rebotar, de modo que ya se sabe que si no bailo es porque no quiero. Además puedo poner cara de eso, de no te acerques, ni se te ocurra, yo aquí no vine a bailar. Pero entonces, me pregunto, para qué vine, y no tengo la menor idea.

En mi casa, ahora mismo en la tele, seguro está mi madre con mis tías mirando Grandes Valores del Tango. Las tías después de cenar sacan unas copitas y las llenan de Ponche Capitán de Castilla. Son las copitas de los sábados que acompañan alguna masa dulce, algún postre. Me imagino a la tía Elena ahora mirando a Rosanna Falasca, -le encanta a mí tía-, y la otra tía y mi madre posiblemente elogiarán más a Guillermito Fernández, que a mi juicio es un impertinente, un insoportable. Creo que es por ese peinado y ese aire de bonachón por lo que estoy aquí. Para no tener que verlo. Si yo estuviera ahí con ellas -en lugar de hacer de vigilante de nada, porque nadie se fija en mi persona y no paran de venir los de aquel grupo y otros más a que las de la banda los hagan rebotar- si yo estuviera en casa ahora miraría con cara aburrida el televisor y tendría los brazos sobre la mesa, con la cabeza apoyada de lado, para escuchar las conversaciones de mi madre y mis tías. Mi madre diría en algún momento que es hora de dormir, mi tía Elena le pediría que me deje un poco más. Un sábado en mi casa que ahora me parece perfecto, pero que forma parte de una tierra lejana a la que no puedo regresar.

Creo que voy a esconderme, voy a alejarme de esta banda caminando hacia atrás, perdiéndome como si nada, como si hubiese visto a alguien que me llama desde un rincón. Tampoco ellas se acuerdan ya de mi persona de modo que empiezo a moverme, pero entonces veo, del otro lado de la pista, en un momento en que se despeja para unas canciones lentas -ya estamos en las lentas dice una, que plomo; es un intervalo le dice otra, después vienen otras sueltas- al grupo del hijo del carnicero.

El de flequillo acaba de detectarme. No puedo abandonar la banda así que me acerco a la que tengo al lado y le pregunto cuántos lleva haciendo rebotar. Yo, le digo, ya a cuatro, y con ese que está ahí -le señalo al apestoso de flequillo- serán cinco, y si vienen los otros muchos más.

Apestoso de flequillo se hace el que no me ve, pero cada vez los tenemos -a él y a su equipo- más cerca. Perfecto, que vengan y nos saquen a bailar. Que vean lo que les va a ocurrir aquí, somos gente dura, la banda que va a acabar con Abel (que, por otra parte, sigo sin saber quién es y dónde está, sólo he visto un par de amigas de mi hermana que ahora bailan lentas).

Cierro los ojos, así no veo al grupo del hijo del carnicero que viene rondando la pista, como haciendo un circuito aburrido mientas las parejas bailan agarrados. Esos dos están chapando, me dice mi compañera de la banda señalando a unos que, la verdad, están pegados con Plasticola.

A mi izquierda escucho el hola pibita del petardo. Yo tengo nombre, podría contestarle, pero no digo nada. Ahora los tengo detrás y se ríen. Creo que es flequillo apestoso el que dice bum bum, cuidado y todos se ríen esperando que yo me de vuelta y haga lo que no pensaba que iba a hacer: darle una patada al que tengo más cerca. El gesto no pasa desapercibido, mi compañera de la banda se lo cuenta las otras, que ahora me miran boquiabiertas. Y también al grupo del hijo del carnicero que acaba de decirme pendejita me las vas a pagar -creo que fue un golpe duro en la rodilla-, así que ya sé lo que me espera en el barrio los próximos días. Ya no podré salir tranquila por la calle, ya sé qué voy a hacer; me voy a refugiar en casa de mi tía Elena. O me voy a pasar los días hablando por teléfono con mi amiga Margarita.

Las lentas terminan y ahora hay luces nuevas y suena una canción que no puedo creer. Las amigas de la banda se ríen y exclaman que este disc jockey es un tarado, con esa música idiota y para niños -y anticuada- que ahora se le ocurre poner.

Pero yo en cambio me emociono y no puedo evitarlo, me muevo feliz, todavía de brazos cruzados, porque es una de mis favoritas. Mi tía me regaló el disco y me la hizo cantar encima de la mesa del patio no sé cuántas veces. Se llama “Zapatos Rotos” y es preciosa: Tengo mis zapatos rotos/y es de tanto caminar/lejos ya quedó mi pueblo/voy camino a la ciudad.

Me gusta esta canción, escucho de repente, y es uno del grupo de rebotados. Es el de saco azul, que parecía de colegio de curas. Me extiende la mano. Me llamo Alcides, me dice, mirándome un poco de lado, porque el pelo de raya al costado casi le tapa un ojo. Me pregunta si quiero bailar con él.