¿Qué es el tiempo? Una pregunta que persigue al cine; éste la asume o la elude. En Eureka, su director, Lisandro Alonso, hace decir a uno de sus protagonistas que el tiempo no existe, que es un invento de los seres humanos. Lo dice un indígena, no casualmente. Su cosmovisión nada tiene que ver con la lógica que le circunda. Entonces, si el tiempo no existe, la manera de habitar el mundo es necesariamente otra.
De acuerdo con la afirmación, la pregunta por el cine es pertinente. El tiempo, en el cine, puede ser real, puede ser fraguado; en este vaivén, se produce una comprensión diferencial del medio y, por ende, de su entorno. En el cine de Lisandro Alonso, el tiempo pasa a ser una yuxtaposición de capas, que en el relato no necesariamente funcionan como momentos anteriores o posteriores, son maleables. Aquello que marca un comienzo, bien puede ser un punto de llegada. Estos hechos, tampoco sucederán de maneras previsibles: podrán quedar huérfanos de explicaciones, sin lógica causal que los sostenga; antes bien, mejor pensar en efectos réplica, en rebotes espejados que trazan un recorrido por fuera de las habituales peripecias argumentales de otras películas, en cuyo devenir, el tiempo queda subsumido.
Entre Jauja (2014) y Eureka se entreteje una misma comprensión o sensibilidad. Es curioso. El tiempo transcurrido entre aquélla y ésta es de casi una década. Sin embargo, al ver Eureka, la sensación de que lo visto aquí tiene correlato con lo visto allá, persiste. A la manera de un díptico, tan premeditado como involuntario, más allá (o a propósito) de que entre sus responsables figuren también el guionista Fabián Casas o el actor Viggo Mortensen. La distancia temporal entre las dos películas oficia de manera consecuente con el guion que cada una estila. Para el caso de Eureka, a partir del cruce temporal entre distintos episodios: la búsqueda de un padre de su hija, en pleno Far West; la tarea policial de una mujer en una reserva indígena en Dakota del Sur; los sueños compartidos de una tribu en el interior del Amazonas.
Son varias historias, difíciles de encasillar; en todo caso, cada una posee ramificaciones que la desgranan hacia otras posibilidades. De esta manera, la relación entre madre policía e hija se divide en instancias pasibles, a su vez, de ramificar hacia otras posibilidades. De igual modo con el chico que escapa de su grupo en el Amazonas, para trabajar buscando oro. O el capítulo del Far West, tal vez real, tal vez producto de un rodaje todavía no realizado. Así como cada episodio tiene facetas ambivalentes, contienen también elementos que los conectan con todos los demás. De esta manera, no hay explicación causal suficiente hacia el interior de cada uno de ellos, sino situaciones contingentes, más o menos resueltas, que al quedar abiertas habilitan a prestar atención a otras consideraciones. El vínculo entre estos tres grandes episodios, oficiará desde otros lugares; fundamentalmente, a través de la hija de la mujer policía, quien transmigrará en ave para conectar en su volar con la tribu que habita el Amazonas, aun cuando el tiempo histórico pase a ser otro, y el viaje la lleve a los años ’70.
Al salir de esta necesidad lógico-causal, lo que queda es otra cosa, es una ilación de sensaciones, palabras, reiteraciones, que trazan relaciones invisibles entre las situaciones y sus protagonistas. Si el segmento del Far West implica la posibilidad de una película dentro de la película, nada impide pensar otro tanto acerca de cualquiera de las demás instancias (los indígenas que cuentan sus sueños, lo asevera); algunas de ellas, más o menos cerca de los códigos del cine de género. Alonso se vale de ellos para provocar una diáspora contenida, cuya potencia poética despierta asociaciones sensibles, no por ello menos fácticas.
En este sentido, el western y su poética de la conquista, esa simbólica sobre la que Estados Unidos se erigió, es abordado desde una puesta en escena de personajes de carácter ruin; traicioneros, borrachos y asesinos, que chapotean el lodo que es su pueblo. El diseño sonoro es el de un caos: ruidos, disparos, risotadas. Todo un contraste con el sonido gélido, el del paisaje helado de Dakota del Sur, en donde la protagonista –indígena y policía- lleva adelante su faena cotidiana, entre muertos de hambre, drogadictos, peleas de familia. Gran ironía: una “sheriff” indígena (la misma contradicción que para el cine norteamericano significan los policías negros) que, entre otras cosas, asiste los reclamos por seguridad del casino. Un mismo contraste, de relaciones fuertes, asoma entre la relación con la naturaleza por parte de los indígenas y el uso que de ella se hace por parte de los buscadores de oro. La latita de gaseosa, con su óxido en el agua clara, es el detalle que detona. Así como la relación inmanente que entre buscar oro y conquistar el Far West se entreteje.
A la manera de un ojo que todo lo ve, que todo lo vive, un ave sobrevuela la historia, a partir de la transmigración que practica la adolescente indígena. Varias cuestiones la llevan a ello: la relación con el abuelo sabio, la necesidad de remontar vuelo, pero también –dice ella– saber que los mayores se han ido. Esta afirmación –así como la de que el tiempo no existe– es una de las varias claves que esconde Eureka. El cine puede hacer vivir el tiempo de maneras muy diferentes a las acostumbradas. Confundir comienzo con desenlace, romper lógicas causales, hacer coexistir momentos disímiles de modos simultáneos, y abrir la percepción a otras posibilidades, tan ciertas como soñadas. La música final para los créditos, de Domingo Cura, refuerza el carácter mítico de la propuesta.
Para Lisandro Alonso, el cine tiene la fuerza de los mitos.
Eureka 8
Portugal, México, Francia, Argentina, Alemania, 2023.
Dirección: Lisandro Alonso.
Guion: Lisandro Alonso, Fabián Casas, Martín Caamaño.
Fotografía: Mauro Herce, Timo Salminen.
Montaje: Gonzalo del Val.
Intérpretes: Viilbjork Malling, Chiara Mastroianni, Viggo Mortensen, Sadie LaPointe, Márcio Mariante.
Duración: 147 minutos.
Distribuidora: Lat-e.