Siendo muy joven, Marx fue apodado “el Moro” por su tez oscura y el pelo negro que, según relatan las crónicas, cubría su cuerpo de pies a cabeza. Su larga y desgreñada barba, junto a su tupida cabellera, eran rasgos distintivos de su fisonomía. Gracias a la correspondencia y las notas personales que se conservan, sabemos que Marx no solo estaba orgulloso de su aspecto, sino que era perfectamente consciente del poder que ejercía sobre sus interlocutores y sobre el público al que se dirigía ocasionalmente en las reuniones políticas donde era orador. Aunque muy a menudo también fue objeto de burla entre las filas de sus detractores, tanto por parte de anarquistas y socialistas utópicos como de realistas y demócratas temerosos de una revolución social. Incluso mucho tiempo después de la muerte de Marx, en el contexto de la Guerra Fría, todavía se evocaba la abundancia de pelo hirsuto para estigmatizar al fundador del socialismo científico.

Cuando ya nadie parece acordarse de Marx y mucho menos de su barba, el presidente Javier Milei lo recordó públicamente para situarlo en el centro de un conflicto de plena actualidad. La escena se repite y no hace más que confirmar su obsesión con la cultura de izquierda, vale decir, con la historia, la simbología y el vocabulario de tradiciones teóricas y experiencias que hoy sobreviven en los márgenes de la política. La anécdota, me parece, no carece de interés. La alusión a Marx tuvo lugar la semana pasada en el Foro Económico Internacional de las Américas ante un auditorio colmado. En un momento de su discurso, Milei afirmó que la educación pública argentina es responsable de hacer “muchísimo daño lavando el cerebro de la gente y llevando a la lectura de autores que verdaderamente han sido nefastos para la historia de la humanidad”. A continuación, lamentó que autores como Ludwig von Mises o Murray Rothbard sean desconocidos en la Facultad de Ciencias Económica de la Universidad de Buenos Aires, mientras que “al barbudo alemán, a ese empobrecedor de Marx, a ese sí lo conocen”.

Milei se equivoca doblemente. En primer lugar, al afirmar que los economistas mencionados, ambos referentes de la escuela austríaca, son pasados por alto en la Universidad de Buenos Aires. Las autoridades de la carrera de Economía salieron a desmentirlo inmediatamente, reivindicando tanto los contenidos curriculares de la carrera como la libertad de pensamiento, y especificando las materias que incluyen bibliografía de los economistas supuestamente ignorados. En segundo lugar, se equivoca al calificar a Marx de “empobrecedor”, al menos si se tiene en cuenta que nunca ejerció un cargo donde tuviera que administrar bienes y servicios públicos o privados. Aún menos se lo puede responsabilizar por las políticas económicas que los Estados socialistas llevaron a cabo en nombre de su teoría. Durante la mayor parte de su vida, Marx se dedicó a escribir la obra por la que hoy lo conocemos. Su vocación era el conocimiento antes que la política. Es en calidad de pensador que lo leemos y lo enseñamos en la Universidad, no como militante o activista, que desde luego también lo era. Sus contribuciones en el campo de la economía y la filosofía, la sociología, la antropología y la historia, figuran entre las más importantes del pensamiento moderno. Es por esta razón, más que cualquier otra, que su obra continúa siendo imprescindible en los programas universitarios del campo de las ciencias sociales y las humanidades.

Los dichos de Milei responden menos a la ignorancia que al momento crítico que atraviesan las universidades públicas y los organismos de ciencia y técnica en Argentina. Agraviar a la Universidad de Buenos Aires en esta coyuntura es una forma particularmente cruel de desprestigiar una institución estatal que es modelo en el país y en el mundo. Y, al mismo tiempo, es una forma de legitimar un ajuste presupuestario que amenaza con detener la vida universitaria en su conjunto. La gravedad de la situación no puede ser sobredimensionada. La Universidad de Buenos Aires corre el riesgo de cerrar sus puertas por no contar con el financiamiento mínimo para mantenerla en funcionamiento. Se trata de la misma casa de estudios que, según un ranking influyente y mundialmente reconocido, figura entre las 100 mejores universidades del mundo, siendo la única de todas ellas que reúne gratuidad, masividad y excelencia académica.

La notable biografía de Marx que escribió Francis Wheen nos informa que poco antes de morir, aquel emprendió un largo viaje que lo llevó al norte de África. Ya enfermo y debilitado, Marx se presentó en una barbería de Argel y pidió que lo afeitaran. En una carta a Engels fechada el 28 de abril de 1882, escribió: “Me he deshecho de la barba de profeta, corona de mi gloria”. Pero antes de afeitarse se hizo fotografiar por última vez. Acaso deseaba ser recordado como el barbudo que todavía hoy seguimos invocando, para bien o para mal, cada vez que las sociedades parecen a punto de estallar.

 

* Investigador del CONICET y docente de la Universidad de Buenos Aires.