Federico García Lorca fue fusilado una noche sin luna. Tal como advierte su biógrafo Ian Gibson, paradójicamente el poeta granadino contemporáneo que más le cantó al satélite natural terrestre ni siquiera tuvo el consuelo de contemplarlo aquel funesto día de agosto de 1936 en que fuera asesinado (y rematado con un ominoso tiro de gracia en las nalgas por maricón) por la guardia civil de las tropas franquistas. Poco tiempo después, Rafael Rodríguez Rapún, guapísimo jugador de fútbol del Atlético de Madrid, actor ocasional, secretario personal y amante de García Lorca se alistó en el Frente del Norte y se dispuso a morir por el bando republicano probablemente desconsolado por la pérdida de su amigo-amor. Quizás sin disparar una bala, finalmente la muerte alcanzó a Rapún a los veinticinco años en el Hospital Militar de Santander el 18 de agosto de 1937, exactamente un año después en la misma fecha del crimen de Federico.
Era en abril de 1982, cuando el desembarco de un grupo de militares argentinos y el izamiento de la bandera nacional en las islas Georgias del sur provocaron una especie de delirio patriótico en la sociedad que la llevaron, cual coro diabólico, a clamar a favor de la guerra. Después los muchachos pagaron los celos de los dioses y la locura de los hombres. En efecto, en los primeros meses de 1982, la sociedad argentina vivió en un breve lapso, una serie de acontecimientos nefastos, trágicos y contradictorios que parecen salidos de una mente alucinante, de una tragedia griega o de una novela de la más aparatosa ciencia-ficción.
El 31 de marzo, la CGT organizó la primera manifestación masiva de resistencia contra la dictadura y el 9 de abril, una multitud más masiva aún pobló la Plaza de Mayo para festejar la ocupación argentina en las Islas Malvinas y de paso aclamar al dictador que había repudiado pocos días antes…
Durante mayo, mientras el presidente borracho y sus secuaces de la prensa -alguno de los cuales es agasajado por el gobierno argentino actual- convencían a la población de que Argentina le estaba ganando a una de las principales potenciales navales del mundo, centenares de conscriptos poco más que adolescentes y no entrenados adecuadamente para un conflicto beligerante eran torturados por propios y ajenos (los testimonios de los “chicos de la guerra” en el libro homónimo de Daniel Kon dieron cuenta de las torturas infligidas a los soldados por los altos mandos argentinos que replicaron en las islas métodos del Estado terrorista) y sacrificados en los altares de la dictadura. En esos días ya mucha gente parecía más preocupada por los infortunios fubolísticos de la Selección Argentina en el Mundial de España que de los padecimientos argentinos en islas remotas.
Finalmente, en junio, cuando las fake news triunfalistas no pudieron sostenerse por más tiempo y dieron lugar a la triste realidad de la derrota, otra multitud indignada se plantó frente a la Casa Rosada para gritar: «Galtieri, borracho /mataste a los muchachos». (Nobleza obliga: no menos alocada e irracional fue la sociedad británica que pasó en pocos días de repudiar fervientemente las políticas neoliberales y excluyentes de Margaret Thatcher -una de las líderes más admiradas por el presidente actual- a proclamarla como una nueva estadista, una especie de reencarnación de la Reina Victoria y a entronizarla en el poder durante toda la década del ochenta tras la victoria bélica).
La “gran historia” de la guerra de Malvinas fue contada muchas veces (aunque ahora probablemente sea reformulada por un gobierno que desprecia científicos sociales con el mismo ímpetu que despliega pretensiones historiográficas revisionistas). Pero, en escasas ocasiones, se relataron o popularizaron ciertas historias locales. «Cuando regresé de la guerra, yo creía que me recibiría todo el barrio con honores y encontré la calle a oscuras, un farol prendido, los perros que ladraban y solo me esperaba mi mamá en la vereda», relata Edgardo Esteban, excombatiente y hasta hace poco director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur. Asimismo, un vecino de la pequeña localidad de Dudignac (en el partido 9 de julio de la provincia de Buenos Aires) encontró al joven Benítez haciendo dedo en la ruta 5 y le preguntó: «¿De dónde venís, Miguel?». «Vengo de la guerra», le contestó el muchacho al cual habían enviado al pueblo simplemente con lo puesto. De esas historias tristes y delirantes que dan cuenta de la magnitud de deshumanización a la que se llega cuando el Estado se retira de sus obligaciones de cuidado está plena el país y merecen, están a la espera de y deben ser contadas.
También faltan textos tanto académicos como literarios que expliciten la relación entre la guerra de Malvinas y las identidades diversas a la hetenormatividad. Libros como los de Kon (“Los chicos de la guerra", 1982) o de Edgardo Esteban y Gustavo Romero Borri (“Malvinas, diarios de la guerra: Iluminados por el fuego”, 1993) se han aproximado al tema al brindar testimonios que dan cuenta de que, en territorio malvinense los prejuicios machistas contra los gays iban de la mano de relaciones sexuales entre soldados como ocurre en los ejércitos de todas las guerras.
“Seguro que los oficiales de las Malvinas se los pasaron a todos los gurkas”; “Un compañero mío me habló de los gurkas, llevaban una perla en la oreja izquierda o en la derecha y la ubicación representaba al homosexual pasivo o activo” (Pablo Macharowsky, clase 63); “Cuando yo estuve en Córdoba, antes de ir a las Malvinas, y nos daban franco porque no había qué darnos de comer, aparecían los ‘tíos’ o ‘soplanucas’, como les llaman a esos tipos que te dan casa y todos los placeres a cambio de una relación sexual. Yo digo que hay que tener mucho estómago, pero antes ciertas situaciones te olvidas del estómago”. (Marcos García, clase 62).
Asimismo, suele olvidarse que dos de las pocas voces lúcidas que en su momento se alzaron contra la guerra fueron la de dos íconos de las diversidades sexuales: el artista y cantante de rock Federico Moura y el poeta y sociólogo Néstor Perlongher. Como postura frente al Festival de la rock organizado para recaudar fondos para la guerra el líder de Virus compuso la canción “El banquete”. En ella expresaba: “Han sacrificado jóvenes terneros/ Para preparar una cena oficial/ Se ha autorizado un montón de dinero/ Pero prometen un menú magistral… Los cocineros son muy conocidos /Sus nuevas recetas nos van a ofrecer /El guiso parece algo recocido/ Alguien me comenta que es de antes de ayer/".
A su vez, en artículos que hoy sorprenden por su implacable lucidez, Perlongher escribía: “En medio de tanta insensatez, la salida más elegante es el humor: si Borges recomendó ceder las islas a Bolivia y dotarla así de una salida al mar, podría también proclamarse todo el poder a Lady Di o El Vaticano a las Malvinas para que la ridiculez del poder que un coro de suicidas legitima, quede al descubierto. Como propuso alguien con sensatez, antes que defender la ocupación de las Malvinas, habría que postular la desocupación de la Argentina por parte del autodenominado Ejército Argentino… El solo hecho de que guapos adolescentes, en la flor de la edad, sean sacrificados (o aún sometidos a las torturas de la disciplina militar) en nombre de unos islotes insalubres, es una razón de sobra para denunciar este triste sainete, que obra mediante el casamiento de estos muchachos con la muerte”,
Sin embargo, la mayor carencia en materia de documentos para los estudios de género y lo que constituye uno de las principales vacancias en la historia local de la cultura LGTBIQ, lo que aún no se ha relatado para la posteridad son las historias de amor de las diversidades sexuales truncadas o fomentadas por la guerra de Malvinas. Algunas tragedias pueden resultar similares a aquella que aconteciera casi medio siglo antes entre Federico García Lorca y Rafael Rodríguez Rapún en el contexto de la guerra civil española.
No hay tampoco narraciones de los muchachos que despidieron a sus amores (muchos de los cuales ni siquiera sabía que iban a la guerra) en los andenes de las estaciones de tren, las de los que desearon o lloraron en silencio a los "chicos de la guerra", las mujeres y varones gays o bi que terminaron con los corazones destrozados, la de quiénes mandaron cartas con esperanza expresando amores diversos o chocolates que nunca llegaron a sus destinatarios, la de las mujeres que acompañaron los traumas de la guerra de las enfermeras, la de los soldados que sobrevivieron o dieron su vida por sus amados, las de los combatientes amantes que murieron juntos, los matrimonios igualitarios de los veteranos y veteranas ...
Tampoco hay registro de las humillaciones y los insultos que, como García Lorca, debieron padecer maricas, gays, lesbianas y otras identidades alternativas a la heteronorma como la ex combatiente mujer trans Tahiana Marrone en uno de los escenarios cumbres de exacerbación los machismos. De manera análoga a la poesía de Perlongher y Moura en su tiempo, recuperar estas historias, dar voz a estas vivencias, quizás oficie de potente rebeldía y valiente resistencia en una nueva era oscura donde el poder ejecutivo se desdobla para conmemorar Malvinas en sendos actos vetustos del presidente y la vice que se sirven de esa tragedia colectiva para reivindicar genocidas y para justificar "novedosas" recetas económicas que preanuncian sabor a guiso recocido.
Solo la literatura -uno de los medios más certeros en Argentina para dar cuenta de la realidad política, para poner el horror en palabras o para atreverse a nombrar los amores que no osan decir su nombre-, intentó en algunas ocasiones explorar las relaciones entre la guerra de Malvinas y las identidades sexuales disidentes.
Así, en “Las islas” (2012), Carlos Gamerro toma, entre otros materiales para su ficción, las publicidades de la época que, con humor eminentemente queer o de loca caracterizaban a la Thatcher como una bruja, una hada maligna o una vampira sedienta de sangre. En "Los pichiciegos" (1982), Enrique Fogwill registra relaciones sexuales entre combatientes de diferentes bandos. A su vez, en la nouvelle “Juegos de playa” (2008), Betina González se anima a describir un amorío entre un soldado y un joven gay.
Pero quizás, la cumbre del homoerotismo ficcional ambientado en Malvinas lo alcanzó impensablemente Jorge Luis Borges en “Juan López y John Ward” (1982), la historia de los dos muchachos argentino e inglés que pudieron ser amigos pero que, víctimas del odio de sus padres (la Patria) o quizás de sensaciones y deseos encontrados y prohibidos terminaron siendo alternativamente Abel y Caín. Y que, como Romeo y Julieta, en esas islas demasiado famosas sin querer materializaron el deseo ancestral de los amantes de todas las épocas: ser enterrados juntos y descansar eternamente uno al lado del otro.