La ligereza, la lisura, la forma simple de un teléfono están calculadas para sugerir a la mirada y al tacto una perfección platónica, una asepsia inmune a la mugre, a lo áspero, a lo pegajoso. Una forma tan pura como un prisma de alabastro, translúcido y sin peso. El cobalto va por dentro: tres gramos en un “smartphone”, 30 en una “tablet”. Y junto a él, la esclavitud, el sufrimiento, la miseria de la gente del Congo que araña y cava la tierra y abre túneles en ella buscando las manchas azules reveladoras del mineral.
La mayor parte del cobalto que se produce en el mundo viene de este país, y está presente en las baterías del celular, del libro electrónico, del patinete, de la bicicleta y del coche eléctrico. Los gigantes mundiales de la tecnología afirman en sus páginas web sus proclamas angelicales de bondad corporativa, la sostenibilidad de su minería, el respeto a los derechos humanos, la ausencia de trabajo infantil. Todo es mentira. Lo denunció Chancel Mbemba, el jugador congoleño de la selección nacional y del Olympique de Marsella: “El cobalto está desangrando a mi gente y a mí país”. Lo que antes fue el caucho y el cobre -y el aceite de palma que enriqueció a los fabricantes del jabón Palmolive- ahora es el cobalto. Sobre el sufrimiento de toda esa gente y la destrucción de su mundo se sostiene el progreso tecnológico y el bienestar del nuestro.
De tanto mirarnos en el celular hemos abandonado ontológicamente al otro. La vida también va de eso, de hablar, de preguntarse sobre ese “nosotros” cada vez más restringido, más intolerante. “Me escupen, me insultan en los estadios. Me llaman mono. Me envían mensajes racista por el teléfono, por ese mismo teléfono que no funciona sin el cobalto de mi país”, expresaba a un medio Mbemba.
El fanatismo racista, como sabemos, puede cebarse sin misericordia hasta con las realidades más modestas. Al jugador de la Selección Argentina Marcos Acuña también lo llamaron mono en Getafe, España. Y “puto sudaca argentino”. Algo que generó sorpresa. ¿Dónde acaba nuestra preocupación por el otro, cuando ese otro no pertenece a la tribu? ¿Nos sentimos interpelados de la misma manera cuando lo llaman “mono” a Mbemba que cuando se lo dicen a Marcos Acuña?
El odio sobre identidades ajenas también está de moda en nuestro país. Solo falta que Milei se quite la corbata y se la anude a la cabeza para encabezar la conga de la intolerancia, de los discursos racistas, xenófobos, sexistas, homófobos que desembocan gratamente en gran parte de la sociedad. Esta nueva modernidad sin alma, sin venas, que ya no consuela, ni cobija, solo raspa y duele. Transitamos tiempos en que lo miramos todo con la indiferencia tumoral de lo naturalizado. Bajo esa trampa de vivir para producir, consumir, para estar al día, para ser visible, para no desaparecer.
Hoy el celular es tu conciencia. Lo sabe todo de ti. No se conoce en la historia de la humanidad un amo con semejante poder de dominación. En el Congo lo saben, y lo sufren. El cobalto y el “puto sudaca argentino” son “bienes” exportables del Sur Global. Esa parte del mundo que le pide a la vida tan solo un poco más de vida. Ese elogio a la esperanza, aún sabiendo que no somos lo que somos, somos lo que nos dejan ser.
(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón Mundial Tokio 1979