Inmortal el instante, dejará escrito/ en que yo engendré el eterno retorno./ Por ese instante yo soporto el retorno. F. Nietzsche

Revisando la biblioteca de una prima de mi madre que había muerto hacia unos años, encontré entre las páginas de un viejo libro de Melville, The Confidence man, This masquerade, una nota fechada el día 28 de abril. Estaba escrita en un castellano sencillo desprovisto de metáforas y reiteraciones. Leí lo siguiente: Mi nombre es Niels Nelsson, llegue a esta ciudad en un barco de mi patria El Sversson y gracias a la escasa vigilancia de los puertos y el descuido de mis compañeros logré instalarme en Rosario. Me ayudaron el castellano que aprendí de mi madre y el dinero que me había aportado algunos trabajos que había realizado para una banda de mi barrio Rinkeby en Estocolmo. Soy un hombre ambicioso, lo supe cuando me encomendaron la tarea de recoger el pago de un tráfico que no entregué y por lo que decidí cambiar de aires. Primero fue en el barrio de Rosengard en Malmo, pero rápidamente me percaté de que no tardarían en descubrirme y decidí embarcarme… Mis padres padecieron la venganza de la banda, a mis padres los asesinaron y a mi hermana Lizbeth y mi hermano menor, Lars, jamás los encontraron. Después de un periplo que no vale la pena detallar bajé en un puerto del río Paraná y decidí quedarme por un tiempo.

 

 

 

Rosario era una ciudad importante y muy prolífica, daba asistencia a mucha gente que provenía no solo del interior del país, sino de Europa aunque también proliferaba el rufianismo que había creado un barrio, impulsado por los políticos del momento. Pichincha, era un barrio cercano al puerto y la estación de trenes, donde proliferaban los burdeles con mujeres que venían engañadas de los lugares más pobres del mundo. No tardé en entrar en ese círculo ya que no tuve muchas posibilidades, carecía de estudios, incluso de profesión. El dinero se me agotaba y comencé a deambular uniforme y circularmente, girando sobre mí mismo, sin finalidad específica y en una suerte de errancia que podía conducirme a algún extravío. Por suerte, una noche en una trifulca que se armó en la esquina de Lagos y Wheelright decidí intervenir en defensa de un hombre mayor, Miguel Rosembrock, que estaba asediado por dos matones y un tal Mendoza, jefe de una banda que lideraba las casas de juego y algunas conexiones del sur. La noche era muy oscura y una lluvia tenue regaba las veredas y el empedrado de las calles. Rosembrock y Mendoza estaba jugando a las cartas, Rosembrock había apostado con una mujer que trabajaba en uno de sus burdeles. No sé cómo empezó la discusión sólo sé que Mendoza extrajo un revólver y yo alcancé a pegarle un manotazo que desvió el disparo. Eso me valió el agradecimiento de Rosembrok, no diré que gané totalmente su confianza pero me permitió formar parte de su gente y de sentir que tenía un lugar de pertinencia. Como premio me regaló a la mujer que trabajaba en el burdel y me acomodó en una de las casas que regenteaba. Esa noche, después de gozar de la mujer que no dijo una palabra, me sentí un hombre completo. 

Al principio no presté demasiada atención a los hábitos que constituían al grupo, pero poco a poco me fui familiarizando con él y al cabo de algunos días me fueron encomendadas algunas tareas más específicas. Quizá por mi juventud no había previsto lo que implicaba ser de la banda de Rosembrock, no hablo del traslado de las mujeres que llenaban los conteiner del puerto ni siquiera de la droga que ya comenzaba a circular con bastante asiduidad, sino de los encargos fatales que estaban impulsados por los gobernantes de turno. 

También hay algo que me costó entender y ahora comentar. La muchacha que me regaló Rosembrock y de la que nunca escuché una palabra, se cortó las venas una semana más tarde. El hecho no comportaba ninguna gravedad, era solo un mujer más, pero para mí fue gravitante porque si bien no albergaba ningún sentimiento por ella, sentí el peso de una muerte incomprensible más allá de cualquier muerte previsible y algo me alteró como si de repente despertara de una pesadilla. Unas noches más tarde, el barrio se convulsionó porque un brasilero le descerrajó dos tiros a un rufián, Venancio Pascual Salinas, del cual nunca supe porque lo apodaban el paisano Díaz. 

La leyenda cedía gravemente a la realidad… el mentado héroe del barrio pasaba a ser un nombre más y hasta el mero despojo de un fantasma, ya que hasta el fin de su vida quedó postrado. Por supuesto, esa noche y las siguientes, el barrio se convulsionó con la noticia y acaso descendió de la creencia ingenua de que siempre hay un hombre necesario. En el interín, alarmado, el secretario de Rosembrock me dio unas llaves y me mandó buscar a una casa de la calle Suipacha unos pasaportes y documentos que habían pertenecido a algunos asesinados o desaparecidos. “Apurate me dijo, la policía allanará para justificarse y no queremos pasar un mal rato”. 

En el escritorio de la casa, donde me lo habían indicado, encontré el cofre de cuero que debía llevarme. No resistí la tentación de abrirlo con la esperanza de sustraer algo que fuera valioso, pero sólo había unos cuantos pasaportes de mujeres polacas, judías, francesas, algunas rusas e italianas. 

Estaba a punto de cerrarlo cuando uno de los pasaportes me llamó la atención porque era de procedencia sueca, lo abrí y vi la foto inconfundible y el nombre de mi hermana Lizbeth. Mi perplejidad y el horror rellenaron el vacío de mi ser con una angustia creciente que me desbordaba. Caminé como ebrio por las postrimerías del barrio que lindaban con el río, bajo el efecto de una ironía arrojada sobre mí que me pareció infinita. Caminé como un autómata insomne que obedecía a un impulso mecánico pero con la conciencia de ignorar si cada vez más, me alejaba o me acercaba a mí mismo. 

En el puerto, la actividad de cargar grano no decaía por la noche y las tenues luces que iluminaban la tarea me parecieron velas mortuorias que indicaban el camino del infierno. La luna llena parecía un ojo vigilante que se ocultaba de tanto en tanto tras una nube pasajera, como si se avergonzara de tanto desatino humano y necesitara tomar un respiro. Desparramé sobre la vereda, como si indicaran un rumbo a seguir, los pasaportes y me acerqué a uno de los barcos con la esperanza de que me permitieran pagar mi pasaje con trabajo.