En estos últimos tres meses buena parte de la sociedad argentina se fue dando cuenta de una modalidad particular de ejercer el poder que no se observaba desde hacía décadas. Medidas claramente antipopulares, que no reconocen la mínima dosis de empatía, acompañadas de variadas expresiones que podrían caracterizarse como cercanas a un goce sádico, con un regodeo ante el dolor y la imposibilidad de lograr una vida digna de gente muy humilde. Situaciones de extrema pobreza, con enormes complicaciones para parar la olla, o de falta de atención a enfermedades graves empiezan a ser moneda corriente si cualquiera observa con detenimiento o mira/escucha/lee ciertos medios de comunicación que no buscan ocultarlas en forma deliberada, sin que a los gobernantes se les mueva un pelo.

En una entrevista televisiva realizada hace unos días, el escritor y docente universitario Martín Kohan sintetizó alguna de estas cuestiones utilizando la noción de crueldad. En este mismo diario, varios columnistas publicaron posteriormente interesantes artículos profundizando en la temática.

Uno de los más importante psicoanalistas argentinos, quien no solo trabajó en el ámbito clínico tradicional sino que extendió su quehacer al campo institucional, fue quien más le dió categoría política y psicológica a la tan humana noción de crueldad. Es Fernando Ulloa, que nos dejó hace poco más de quince años, después de una extensa trayectoria como analista y maestro de muchos profesionales de la salud mental. No está mal revisitar sus aportes para pensar lo que nos está pasando como habitantes de esta sociedad.

Ulloa señalaba que los sujetos habitamos la “numerosidad social”, que nuestro lazo social se despliega ineludiblemente entre otros. O sea, nos co-instituimos. Accedemos al campo simbólico -la palabra y los aprendizajes emocionales- y en ese tránsito vamos discerniendo y elaborando a duras penas lo que nos afecta y lo que no. Por eso, lo que sentimos no es solo intrapsíquico, sino que se juega en la dimensión psicosocial, en lo compartido en grupos pequeños y en lo que vamos construyendo y vivenciando como universo de sentidos en forma más amplia, en lo cultural.

Inevitablemente, esos sentidos luego podrán expresarse de manera electoral o en formatos de consenso tácito o explícito a determinadas acciones de gobierno. Entiendo que a esto apuntaba Kohan, cuando decía que indudablemente nos hemos vuelto más crueles. O al menos, más indiferentes, como decía otra grande, Silvia Bleichmar, quien además señalaba que la indiferencia era una forma más de la crueldad. Aunque puede que sea más leve, este posicionamiento es sin dudas el más extendido: cualquier ser humano puede caer en la indolencia, ya que de algún modo “elegimos” lo que nos afecta o lo que no, y el que más daño produce en la intersubjetividad.

Ulloa cuenta en su libro “La Novela Clínica Psicoanalítica” cómo casi sin pensarlo aludió en un programa radial durante los años del menemismo a la “cultura de la mortificación” para expresar un matiz del sufrimiento que sintonizó con las sensaciones de miles de compatriotas. Eran épocas muy parecidas a las actuales, corroboradas desde la identificación del actual presidente con el riojano como por la implementación de diversas políticas similares tanto en lo simbólico como en lo económico. Lo mortecino, lo apagado, un aletargamiento en la capacidad de pensar, un descenso del contentamiento, incluso de la libido, parecían condensarse en esa expresión. También señaló que había un “humor del carajo”, dando cuenta de reacciones de irascibilidad y enojo. Esas mismas sensaciones que parecieran haber guiado las manos de muchos compatriotas en el cuarto oscuro hace muy pocos meses, y que al mismo tiempo actualmente permiten sostener iniciativas que causan dolor a miles de compatriotas. La pregunta acerca de si estamos cayendo nuevamente en una cultura de la mortificación y cuáles serían sus formas actuales se vuelve muy pertinente.

Yendo a la coyuntura política, las movilizaciones populares del 8M y del 24M pueden estar diciéndonos que la cosa no es tan generalizada. Que algo potente todavía circula en el subsuelo sublevado de la patria. Pero aunque seamos muchos miles manifestándonos, no podemos decir que encarnemos la mayoría social. Y además, no se puede desconocer que muchos de nosotros también hemos caído durante estas tremendas semanas veraniegas en momentos de estupor, en crisis de llantos y en estados de tristeza, a los cuales muchas veces no podemos encontrarles respuesta. Hasta que reparamos que se trata del impacto de la situación política, y que no es indispensable ser un militante para que ello nos ocurra. Nuestros enflaquecidos bolsillos me eximen de mayores argumentaciones mientras que desde el poder cotidianamente se avanza en la destitución del emplazamiento del semejante como condición necesaria para el lazo social.

A partir de la trayectoria en los organismos de derechos humanos al inicio de la democracia, con los cuales colaboró acompañando a las víctimas, el maestro Ulloa elaboró la noción de “encerrona trágica”. Una dura metáfora surgida de la muy real mesa de torturas en los campos de concentración de la dictadura, donde una persona dependía de su torturador para seguir con vida, siendo este quien paradójicamente debía cuidarlo o protegerlo siendo personal militar o de seguridad. La persona no disponía de un tercero de apelación a quien recurrir para cortar esa situación de connotación infernal. ¿Estaremos entrando en una encerrona trágica a partir de las inéditas demostraciones de vera crueldad del presidente y sus acólitos? ¿A quién deberemos apelar cuando quien debería velar por el bien común, se expresa con una violencia inusitada y arrasadora de la otredad?

Estamos afectados, diría el maestro, tanto en el sentido de contagio de alguna enfermedad como en el de que estamos conmocionados en nuestra propia capacidad de sentir. Porque el presidente actúa desde un paradigma no esperado por nosotros. No ha llegado al cargo para traer bienestar ni para lograr la felicidad del pueblo sino para poder probar sus teorías económicas ultracapitalistas de mercado sin Estado. Motosierra y licuadora, vera crueldad, que al decir de Ulloa siempre se hace presente en un dispositivo sociocultural, y que no debe confundirse con la agresión. Textualmente decía: “el cruel despliega tres acciones: la exclusión de lo que considera distinto, el odio y, cuando puede, la eliminación lisa y llana no sólo del saber contradictorio, sino de quien lo sostiene. Este “saber eliminador” pretende conocer toda la verdad acerca de la verdad, a esto es lo que se llama saber canalla, negación de todo saber curioso atento a lo distinto, a lo extraño”.

A la crueldad, Ulloa le opone la institución de la ternura. Se vale de lo más primario y primordial de que disponemos para intentar contrarrestar lo que causa sufrimiento. Original forma de nombrar el cuidado, por lo general materno, como una auténtica y potente herramienta política. Por último, postula en su libro póstumo “Salud ele-mental (y toda la mar detrás)” a la salud mental como una producción cultural, necesariamente colectiva para lograr espacios de inteligencia compartida. Y aunque no sea muy taxativo al respecto, me gusta pensar que el maestro nacido en la muy bonaerense ciudad de Pigüé nos convocaba a la militancia social como la más importante herramienta de construcción política.

Es muy saludable releer a Fernando Ulloa en estos tiempos. Darnos cuenta como partía de los saberes populares y los potenciaba convirtiéndolos en “herramientas personales, domésticas y vocacionales”. Rescataba lo artesanal y lo situado, tanto en el uno a uno, como en los grupos y en las comunidades.

Porque es en el plano de lo vincular donde encontraremos en un primer momento las formas más adecuadas para la resistencia y la insistencia, como bien señala Jorge Alemán. Y luego habrá que construir la herramienta política, incluso en el plano de lo electoral, pero sabiendo que sin la ternura mediante puede que solo cambiemos el collar del perro, lo que devendrá en una nueva frustración, y que siempre nos lleva un poco más atrás del punto de partida.

Nos quedará nada menos que el desafío de desplegar la suficiente sabiduría para poder hacerlo de la mejor manera. Porque esa herramienta política será la instancia del tercero que rompa la encerrona trágica en la que nos encontramos como pueblo.