Don Antonio, el verdulero solterón con alma de tío, el mismo que solía llevarnos en su camión por barrios lejanos a jugar desafíos sin revanchas, en una oportunidad nos dijo que no estaba bueno generalizar, nos aseguró, en base a lo vivido, que los milicos no eran todos iguales y se arriesgó a poner las manos en el fuego por nuestro vecino, don Amílcar, veterano que, según nuestro chofer, se trataba de un patriota jubilado anticipadamente por la revolución fusiladora. 

Para quienes sentíamos fobia por el traje verde oliva sin división alguna, era evidente nuestro trato distante y desconfiado con el personaje en cuestión, un caso extraño para tiempos en donde no era costumbre salir a correr por las calles de la ciudad vestido con singular atuendo, rompevientos color azul, pantalón corto, medias y zapatillas blancas, una vincha ancha de toalla color celeste y envuelto en aceite verde. Imposible que pasara desapercibido para jóvenes enfermos de soberbia, socios fundadores del club de la burla. ¿Quién era este jovato, el coronel Cañones? ¿Para qué usaba vincha si era pelado, se creía Guillermo Vilas, acaso? 

Nuestra tibia relación, limitada únicamente al buen día y las buenas tardes, empeoró visiblemente el día que trotó en falso, como corriendo sobre una cinta invisible frente a una barra fanatizada por el ocio no creativo, con la intención de explicarnos lo perjudicial del sedentarismo para el cuerpo humano, nos aconsejó, sin que ninguno de nosotros se lo pidiera, que debíamos luchar contra la pereza, aseguró que la vida era movimiento, todo lo contrario, a nuestra inmovilidad manifiesta. 

A modo de ejemplo nos regaló el relato del roedor acorralado, historia que narra el comportamiento de una laucha a punto de ser cazada, primero se paraliza por el miedo, intenta mimetizarse con el entorno con el fin de no quedar expuesta al matador, luego, indistintamente de haber sido descubierta o no, emprende veloz carrera, en el primer caso para salvar su vida, en el segundo, para eliminar el stress cargado por la tensión del momento extremo. 

Concluyó su monólogo advirtiendo que la especie humana abusa en demasía de su cerebro, creemos que la presión que sufre un cuerpo expuesto a distintas situaciones límites, podemos manejarla únicamente desde la mente. 

El silencio ocasionado por el atleta luego de su partida, se encargó de cortarlo como siempre, Culín Belmonte utilizando el bisturí de su filosa ironía, “se fue al carajo el viejo, nos llamó ratas.” A medida que el paso del tiempo fue acortando la temible sombra del servicio militar obligatorio, poco a poco fuimos recabando información al respecto, nada mejor que indagar al ex militar para conocer detalles de lo negado. 

El corredor vespertino se había ganado nuestra confianza el día que declaró ser opositor al sistema de reclutamiento obligatorio, comentó que estaba a favor de fuerzas armadas profesionales, formadas con soldados de vocación, dueños de aptitudes deseadas, no obligadas. A pesar que el jubilado no era santo de nuestra devoción, las circunstancias lo habían convertido en el único referente cierto, para saber cómo es el infierno, nada mejor que preguntarle a un diablo. Dejando de lado al “lungo “Oscar, amante de los caballos, quien anhelaba ser granadero, el resto del equipo sólo deseaba la libreta firmada, todos los muchachos éramos devotos del número bajo. 

El día del esperado sorteo por la Lotería Nacional, el militar abandonó su entrenamiento para intentar calmar nuestra ansiedad, nos habló como un maestro, nos dijo que en la vida, muchas veces, el hombre tenía que pasar por momentos difíciles, en donde al no poder vencer la obligación que lo atormenta, ni tampoco poder huir de ella, terminaba dañando su salud, en consecuencia, consciente de que estábamos pasando por horas cruciales, estaba dispuesto a hacernos correr con cualquier excusa para eliminar tensiones. Al principio nos resistimos al juego que propuso por considerarlo infantil, pero nos convenció su insistencia. En el mismo momento que nos tapaba los ojos con un pañuelo rojo debíamos pronunciar en voz alta nuestro sueño más profundo, el deseo callado en las entrañas, nuestra meta secreta convertida en alarido, un grito genuino dispuestos a perseguirlo enceguecidos hasta alcanzarlo. 

Uno a uno fuimos pasando por el rol de gallito ciego. Mario, antes de correr detrás del pasivo altamente activo, gritó un nombre en llamas, “¡Susana!”, Jorge pidió en voz alta su deseo de volar, “¡pilotear un avión comercial!”, Gabriel no sorprendió a nadie cuando con voz aflautada dijo, “¡plata…mucha plata!”. Cuando llegó mí turno, me salió una frase jamás pensada hasta ese momento, grité con voz ronca “¡conocerme a mí mismo!”. En completa oscuridad corrí con mis brazos extendidos hacia adelante cuáles dos antenas intentando alcanzar la frecuencia de la voz cambiante del viejo que no dejaba de susurrar, “Vamos, fuerza, yo soy tu declaración, soy tu deseo, soy tu sueño, tómame de una vez, no tengas miedo, soy tu voz hecha carne…” Me caí dos veces en el intento, pero lejos de abandonar, crecieron mis ansias por abrazarlo. La vez que más cerca estuve fue cuando pude olfatear su fuerte olor a Átomo desinflamante, un segundo antes de escuchar el sonido de sus zapatillas iniciando una veloz carrera. 

En ese instante sentí que se había terminado el juego, me saqué la venda de los ojos y mi sorpresa se unió al estupor de los otros participantes que tampoco entendieron por qué don Amílcar había escapado sin despedirse. 

Tres días después golpeó la puerta de mi casa. Habló como continuando una vieja conversación que nunca habíamos iniciado, me confesó que él también vivía preso del mismo deseo y en consecuencia se sentía obligado a advertirme que si bien nunca iba a conseguir mi anhelo de alcanzar dicha utopía interior, el goce lo encontraría en el camino, cuando realmente comprendiera que lo único verdadero es aquello que perdura, la pasión renovada indefinidamente como motor necesario para poder seguir jugando hasta el último día de vida. 

Luego de un silencio prolongado, me miró a los ojos y me dijo con voz entrecortada, “la vista del hombre es muy débil, pibe, sólo alcanza a ver las apariencias, siempre es mejor escuchar las voces que vienen del corazón, para lograrlo es preciso que el rencor nunca te suba la venda hasta convertirla en vincha. El amor siempre fue ciego. A pesar de quedar sordo por el maldito bombardeo, todavía sigo enamorado de la palabra del pueblo argentino”. 

Antes de despedirse se quitó de la cabeza el recuerdo de su antiguo ejército, su característica cinta de toalla y me la dejó de recuerdo. Sólo atiné a decirle gracias mientras leía sobre los colores de la bandera argentina, en la parte interior de su legado, vincha que aún hoy conservo, una frase firmada por José de San Martín, “serás lo que debas ser, y si no, no serás nada.”

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