Doce días después del triunfo en segunda vuelta de Javier Milei, el canal de noticias TN entrevistó a un politólogo cordobés a quien presentó como el encargado de conducir la “batalla cultural” de la ultraderecha. Se trataba de Agustín Laje, conocido publicista paleo-libertario, quien se apresuró entonces a ofrecer una serie de aclaraciones de carácter ilustrativo.
En primer lugar, explicó que la llamada batalla cultural -título del más ambicioso de sus libros-, era uno de los principales rasgos distintivos de lo que llamó la “nueva” (y no “ultra”) derecha. Ahí donde la “vieja” derecha (ese macrismo sin el cual La Libertad Avanza no habría vencido en el balotaje) se preocupaba casi exclusivamente por la economía, la “nueva derecha” se toma muy en serio el área de intervención política al que denomina “cultura”.
Esta “nueva derecha”, explicó, no surge con Milei, sino que ya existía, y tiene además un desarrollo importante en otros países. Por “nueva derecha” habría que entender la convergencia política de lo que llamó el liberalismo de tipo libertariano, y el conservadurismo nacionalista: componentes ideológicos ambos presentes en LLA (expresados en la fórmula Milei-Villarruel), pero también en el trumpismo y en otras fuerzas como la que en Chile apoya a Katz.
En segundo lugar, y con respecto a la revalorización de la cultura, explicó que se trata de una conclusión a la que llegó tras observar de cerca las estrategias del amplio mundo de las izquierdas. Como explica en varios de sus textos, la “nueva derecha” se sitúa en una situación de enemistada fascinación con autores como Antonio Gramsci, Herbert Marcuse, Michel Foucault, Perry Anderson y Ernesto Laclau. Laje no cesa de hablar de ellos. Percibe en sus textos una maniobra teórica y política triunfal, destinada a sacar a la izquierda de su derrota en el ámbito de la lucha de clases. La imagen con la que se identifica es la del comunista Gramsci encerrado en la prisión fascista elaborando una nueva concepción de la hegemonía; el revolucionario detenido, forzado a pensar un nuevo punto de partida, un desplazamiento. El intelectual de partido cuya fuerza ha sido derrotada, pero que encuentra nuevos escenarios en los que reanudar la disputa. La lucha cultural, suele decir Laje, es la elucubración del fracasado.
El movimiento del Laje lector -presente en sus libros, más que en sus streaming- se completa así: si Gramsci teoriza el desplazamiento al plano de la cultura, Marcuse introduce en él una politización de la sexualidad (la cuestión del deseo y de la disputa por su represión productivista o bien por su liberación), y Foucault será el inoculador de las tácticas microfísicas. Leer al historiador Perry Anderson le sirve para entender el pasaje de los marxistas de la “estructura” hacia las “superestructuras” y Laclau se le presenta como aquel pensador que concibió la política como unificación de todos esos movimientos en un populismo de izquierda. Así leída, esta biblioteca da cuenta de lo que la ultraderecha llama el “marxismo cultural”.
Volviendo a las precisiones de la entrevista con TN, Laje cuenta allí que la noción de “batalla cultural” ha sido tomada de modo directo de la experiencia de los intelectuales kirchneristas de Carta Abierta y de lo que más en general considera un adoctrinamiento sistemático realizado desde el Estado. (Aquí el filósofo clave sería Louis Althusser y el canal de TV Paka-Paka, el Ministerio de las Mujeres, los programas de educación sexual en escuelas y la política de derechos humanos algo así como los Aparatos Ideológicos del Estado).
Pero hay un punto central que impide una inversión exacta, según la cual el gobierno de Milei podría ser, respecto de los gobiernos kirchneristas, espejo de signo opuesto: la batalla cultural de la ultraderecha no debe hacerse desde el Estado, sino de abajo hacia arriba. Esta voluntad de construcción ascendente, necesariamente a largo plazo, se vio envuelta, no obstante, en el vértigo de un veloz acceso al control del aparato del estado, que muy rápidamente convirtió a los publicistas ultra reaccionarios en palabra oficial.
Escuchadas sus palabras a la luz de esta nueva realidad institucional resulta inevitable y quizás también útil preguntar por el tipo de relación que la ultraderecha plantea en su visión estratégica de la economía y cultura. En mi opinión, en los pensadores revolucionarios del siglo XX esa separación jamás fue hecha al modo de un corte tajante. Gramsci, por caso, no abandona la lucha de clases ni la lucha económica cuando elabora el papel del intelectual colectivo como organizador de la cultura. Al contrario, sitúa a la cultura en todo caso como instancia constitutiva de una estrategia política revolucionaria que parte. La idea de Laje de un pasaje de la lucha material (economía) a otra lucha más bien espiritualizada (cultura) se basa en un dualismo teológico de tipo cuerpo/alma inexistente en los autores que cita. La imagen del comunista confinado, cuya inmovilidad física sería la metáfora de un movimiento obrero ya derrotado, y de cuya mente emanaría una venganza cultural sobre los vencedores, se parece más al retrato nietzscheano del resentimiento del sacerdote judío que a la sutil filosofía de las fuerzas que surge en la gran confluencia Nietzsche-Marx.
Creo que la noción de “marxismo cultural” surge del modo en que la ultraderecha se lee a sí misma cuando cree que lee a la izquierda. ¿Qué ve la ultraderecha cuando mira a la izquierda? Un desplazamiento del enfrentamiento en el orden físico al simbólico, del cual surgiría la abstracta capacidad de gobernar por medios discursivos. Así leen lo que han padecido como una serie de victorias populares ocurridas en la lucha democrática durante los años 1983/2023: como una imposición desde arriba de una serie de doctrinas de género y de derechos humanos, laborales y sociales. (¿No es esta percepción que se hace este gobierno de la trama cultural argentina, a la que se propone destruir por relaciones no solo económicas, sino también y sobre todo de enemiga?).
Al leer de ese modo a las izquierdas, la ultraderecha proyecta un orden propio, que surge de sus propias premisas. Y apuntan a borrar el hecho de que esas luchas que aborrecen, de trabajadores desocupados, de los organismos de derechos humanos y de los feminismos son -precisamente- ejemplos mundiales de batallas realmente dadas desde abajo. Al distorsionarlas, presentándolas como meros instrumentos de administración de la realidad y como lógica cultural de un capitalismo improductivo, desvinculándolas de su histórica conexión con la lucha de clases, la ultraderecha organiza una comprensión alucinada de la prácticas culturales. Cuestión ésta que nos conduce a una segunda pregunta correlativa de la anterior: ¿Por qué alguien como Laje puede identificare con la figura de un Gramsci encarcelado, y con unas fuerzas derrotadas? La diferencia entre una vieja derecha (económica) y una nueva derecha que ve la importancia de disputar la cultura -entendida como el conjunto de las prácticas extra-económicas que intervienen en la acumulación de capital- no es sino un espejo invertido de la diferencia entre la llamada vieja izquierda -el marxismo leninismo- y la new left. Ahora bien: ¿cuál es la derrota que la derecha argentina ha vivido y que Laje toma como su propio punto de partida? La vieja derecha se representaba a sí misma como victoriosa en la lucha de clases de los años ‘70 (Terrorismo de Estado), pero derrotada luego en el campo narrativo de la cultura (los juicios de Alfonsin a las juntas, la decisiva influencia social de la Madres de Plaza de Mayo, el rechazo al neoliberalismo que caracterizó a los piqueteros del 2001, el fin de la política de impunidad del gobierno kirchnerista y el rechazo del patriarcado que acompañó la lucha contra la clandestinización del aborto). Lo que la “nueva” derecha le reprocha a la “vieja” es que cada vez que logró controlar de modo directo la economía, volvió a desentenderse de esa “lucha cultural” que le hubiera permitido triunfar de modo definitivo sobre su enemigo.
Si la “nueva” derecha se define a sí misma por la importancia que da al combate contra el “marxismo cultural” en el marco de su batalla cultural, le toca a las izquierdas revisar su propia comprensión de la relación entre economía y cultura, para evitar la caricatura de sí misma que supone un progresismo vacío e incapaz de politizar la economía, como crítica de la propiedad privada concentrada y no como su regulación adaptativa. El mundo de las izquierdas no es nada sin la voluntad para hacer de la cultura un espacio privilegiado de comprensión de su propia historia, forjada por luchas cuya eficacia operó siempre como un movimiento de abajo hacia arriba, y como un espacio nunca separado respecto de la economía y de la política, sino unida a ellas críticamente por la vía de un lenguaje que apuntó a transformar materialmente un modo de acumulación que sólo se sostiene haciéndole la guerra a la población.