Paul Gauguin despidiéndose de la civilización y buscándose en islas de ultramar. Rimbaud, traficando armas y perdiéndose en Harar. Saint Exupéry volando la gran noche patagónica como en una misión mística. Camus, anclado en París, extrañando Argelia a perpetuidad. Duras volviendo en sus últimos años a escribir sobre su iniciación en Indochina. Paul Nizan (1905-1940) pertenece a esta especie de franceses renegados que, al hastiarse de la civilización, bajo el efecto del horror domiciliario (como llamaba Baudelaire a este mal,) deciden tomar distancia y probar suerte en la barbarie. Ni más ni menos: la tensión centro-periferia, y ante esta tensión, una toma de partido: el margen. En esa otredad, una fantasía: ser otro.
Muchas veces, el habitante del centro confortable anhela ese ser del otro, una añoranza típica del empachado que idealiza un paraíso perdido. Es el caso de Nizan. Hijo de un ferroviario pendiente de los ascensos, cuyo sueño era ser un pequeñoburgués, Nizan renegaba del sueño paterno del empleado sumiso y trepador: al revés de su padre, fue un comunista rabioso, cuenta Sartre en el prólogo de “Aden Arabia” (1931). Sartre evoca la amistad con Nizan: compañeros de estudios, compinches de iniciación, camaradas conquistando chicas. Aunque a Nizan no le importaba revolcarse en un flirt: su idea del amor era también la de la pureza. En ese entonces, reflexiona Sartre, “pensábamos que el mundo era nuevo porque nosotros éramos nuevos”. Después, hastiado de París y de lo que un destino de profesor escalafonario le presentaba como futuro, Nizan huye. “Adén Arabia” es la crónica de esa huida. Es importante señalarlo: Nizan no es ni un viajero ni un turista. Menos, un expedicionario. Su libro no es, en consecuencia, un inventario de paisajes. Nizan es un fugitivo aterrado que escapa hacia adelante. Y también un visionario que anticipa los incendios del París de nuestros días. Porque la literatura suele vaticinar fuegos que más tarde sorprenden a los gobiernos.
“Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Con esta declaración crispada arranca Nizan su crónica. Esta frase, ya mítica, y que más de un autor joven ha empleado como epígrafe o consigna, es apenas una más entre la sucesión infinita de disparos brillantes de la prosa de Nizan. “Aden Arabia” está más cerca del panfleto, de la diatriba, que de la crónica que se propone ser. No obstante, en sus desaforados momentos descriptivos, Nizan fija, sin piedad, una geografía concreta: la situación colonial. Su estilo es urgente, conciso, poético y furioso: el diario de un desesperado, eso. De cada mínimo hecho arranca una conclusión desoladora y es, en este aspecto, donde se arrima más al ensayo antes que a la narración. Una paradoja: todo aquello que podrían ser reparos en su escritura nerviosa de diario, consigue el milagro de ser leído a toda velocidad, la misma velocidad con que se avecinaba la guerra, la masacre, el exterminio.
Si bien Nizan fue un periodista prolífico, como novelista publicó “Antoine Bloyé”, “La conspiración” y “Los perros guardianes”. Supo escribir: “El problema del escritor se plantea en el interior de un humanismo que tiene en cuenta las condiciones concretas de la vida humana y no las condiciones abstractas del pensamiento”. Después de escribir crítica literaria pasó al análisis político. Afiliado al PC, renunció a este compromiso cuando Stalin y Hitler pactaron. Al igual que su antiguo condiscípulo Sartre, fue incorporado al ejército. Sartre no llegó ni al frente ni a disparar un solo tiro. Nizan murió un corto tiempo antes. De una bala perdida, se ha dicho.
Decidido a resignificarlo todo, Nizan cuestiona también la noción de género literario. Como lo haría Camus en “El verano/ Bodas”, Nizan entrevera lo narrativo con lo ensayístico, lo confesional con la crónica. En este punto, apuntando hacia el centro desde la periferia, “Aden Arabia” tiene un aire como de inconclusión, como que entre capítulos hay un hiato de suspenso, algo que iba a decirse pero una contingencia, un paso en falso, un accidente, lo interrumpieron, pero en esos puntos suspensivos invisibles, lo no dicho se escucha con claridad. A la vez, da la impresión de que el libro ya está comenzado cuando uno le entra. Algo así como empezar una novela salteando los primeros capítulos. Y, con asombro, comprobar que igual se entiende lo que el autor nos cuenta. Lo mismo pasa con su final, más abierto que cerrado. Pero ahí está Sartre, el condiscípulo que ha sobrevivido, para completar lo que puede exigir, más que precisiones, una vuelta de tuerca. Un ajuste de cuentas, si se lo prefiere: más que con el amigo muerto, consigo mismo.
Sartre escribe consciente de los riesgos de este réquiem: la culpa, el reproche, la autocrítica. En ocasiones, resbala en la demagogia: el viejo sabio que alienta la inmolación de los jóvenes porque, lo sabe, los héroes, para serlo, deben morir jóvenes. Atributo de belleza, se dirá. Pero Sartre no es ni joven ni bello: ahora tiene “la edad de la razón”. Se avergüenza, pareciera, de haber sobrevivido, y con tácita envidia, le duele que el otro fuera, en los hechos, en la aventura de vivir, más allá que él. Ninguna novedad: a Sartre esto le ocurrió con su ex amigo, el argelino Camus. También le pasó con el martiniqués Franz Fanon, a quien le prologó “Los condenados de la tierra”. Vean sus opiniones sobre el Che Guevara: un Sartre fascinado por la acción. Pero, que conste, señalar que Sartre sobreviviera a estos héroes trágicos, no le quita pathos a su propia existencia. “Los comunistas no creen en el infierno”, dice Sartre. “Creen en la nada”.
Aquello que Nizan denuncia en sus compatriotas (ya sean académicos, funcionarios, obreros) cuando grita: “Todos los hombres se aburren”, podría aplicarse a Sartre, que medita: “Los gritos escritos no salvan”. La aventura siempre la viven los otros. Y él, Sartre, como uno de sus compatriotas aburridos, comenta. “Eramos indiscernibles”, anota. No tanto, cabe observar. Porque el otro, Nizan, en este caso, es el que protagoniza la aventura, ese viaje que no es excentricidad sino acusación. Pero la narración de las peripecias, que suelen ser no sólo “interiores”, para alcanzar contundencia, necesita de la escritura complementaria y totalizadora, ese prólogo del hombre quieto que convertirá “Aden Arabia” en una novela casi escrita a dúo. Sartre cuenta así el regreso de Adén de su amigo:
“Cuando volvió, al año siguiente, era de noche, nadie lo esperaba, yo estaba solo en mi habitación: la inconducta de una joven provinciana me había sumido, desde la víspera, en una melancólica indignación. Entró sin golpear; estaba pálido, sin aliento, siniestro. Me dijo: ‘No pareces estar alegre’. Yo le respondí: ‘Tú tampoco’. Después nos fuimos a beber juntos y a cuestionar el mundo, felices de nuestra recuperada armonía. Pero no era más que un malentendido: mi indignación no era más que una pompa de jabón, la suya era verdadera: el horror de reencontrar su jaula y de volver desconcertado le quemaba la garganta; buscaba un socorro que nadie podía darle; sus palabras de odio eran oro puro; las mías, moneda falsa”.