En un trabajo destinado a ser presentado en un congreso, la psicoanalista Graciela Brodsky habla del principio de imprevisibilidad. Cuando en un análisis nada sucede como estaba previsto es porque las cosas andan bien. El saber ordenado bajo la forma de la previsión solo da lugar a la sorpresa cuando falla, de ahí la afinidad de la sorpresa con la verdad. Me gusta evocar estas versiones psicoanalíticas en mis inventos –ya se ve que no lo son tanto– sobre la entrevista. No me atrevo a relacionar lo imprevisible de una entrevista con la irrupción del inconsciente, pero puedo mantener la noción de imprevisibilidad. Aunque, casi treinta años después, me sorprende haber creído escuchar de la boca de Jorge Porcel una alusión a aquello de lo que nadie hablaba entonces, el terrorismo, y nada menos que en clave de sátira. Simplemente, dejé escapar esa palabra en un lugar insospechado.
De una entrevista todo puede servir al mismo tiempo que nada puede ser usado. Un entrevistador interesante es José Tcherkaski. Para él, una entrevista tiene que ser lo contrario a un match de box. La define como el arte de estar ausente para hacerse presente. Cuando cuenta sus procedimientos describe su posición como la de un muerto, un mudo, una sombra. A veces se reconoce en la actitud de un psicoanalista, solo que elude toda interpretación. Otras, se piensa a sí mismo como alguien que habla desde el lugar del público, a veces ese público simula ser Minguito, obligando al otro a ser muy pedagógico pero, al mismo tiempo, ilusionándolo con que tiene un incondicional control de la situación. Interroga con una curiosidad legítima sobre cosas que desconoce, por eso sus preguntas suenan verdaderas. Al hacerlas, nunca va más allá del pedido de una precisión de los detalles, de una asociación disparadora. El sentido de lo popular que lo hizo triunfar como autor de canciones como “Mi viejo” o “Juan Boliche” le permite saber cuál es la ocasión para meter la pregunta espinosa –nunca deliberada sino producto de una lógica interior al diálogo mismo– o “comprar” al difícil que se retacea. Así logró que Copi, impaciente por lo mucho que Tcherkaski decía ignorar de teatro, se puso a representar doce personajes para él solo. Luego le besó la mano.
NO HAY ENTREVISTA QUE FALLE
Se puede basar una entrevista sobre todo lo que sucedió en off, la hostilidad del entrevistado, su resistencia acérrima a responder y hasta sobre la imposibilidad de acceder a la entrevista misma. Mi primera nota a Liliana Felipe consistió en la publicación de los e-mails agresivos con que ella me negaba la entrevista y mis rastreras respuestas. La entrevista con Maitena fue un intercambio ansioso de confesiones autodenigratorias en las que cada una cada vez duplicaba su apuesta. Por supuesto que, con su consentimiento, publiqué solo las suyas.
Para mí lo mejor de una de mis entrevistas a Eva Giberti fue el diálogo telefónico previo donde me contó el entierro de Tita Merello y las desventajas de patrocinar una cremación sin llevar una bolsa para la urna.
Las célebres entrevistas de James Lipton son una suerte de perversión de la entrevista. Un sujeto solemne, de voz cultivada como la que Tom Wolfe adjudicaba al periodista beige, le refriega a otro sujeto, cuya actividad es la actuación, todo lo que sabe de él. Se trata de un entrevistador que no quiere saber puesto que ya sabe, enfrentado a un actor que actúa de no actuar y es capaz de representar hasta sus propios quiebres. Por otra parte, el saber de James Lipton, que es fundamentalmente un hombre con un equipo de producción cuya única labor es inspeccionar archivos de revistas especializadas, lo único que sabe es lo que han interpretado los medios sobre aquello que los actores han construido como su yo verdadero, generalmente un atado de corrección política, ideales colonizados –los actores de comedia brillante quieren hacer tragedia; los de cine, teatro; los que hacen Neil Simon, Tennessee Williams y los norteamericanos ser británicos– y autobiografías obtenidas en los sillones de terapia conductista.
Para mí la mejor entrevista es aquella donde el entrevistado dice algo que no sabía que sabía y es el primero en sorprenderse. El segundo sería el entrevistador. Porque la mejor pregunta es la que no se sabe de dónde nos llega y, recién por lo que provoca, descubrimos que era la pregunta adecuada hecha en el momento adecuado. Recuerdo mi entrevista a María Inés Mato, nadadora de aguas abiertas, performing artist y teórica del agua, una entrevistada que no permite ninguna complicidad pero su discurso inteligente, complejo y atravesado por certezas casi místicas funciona como un texto no escrito. En ese caso elegí someterme a su poder. Si bien estoy segura de que mis preguntas, al ir más allá de las clásicas utilizadas para entrevistar deportistas, le generaron cierto despliegue favorable, era difícil mover siquiera un milímetro de su pieza oratoria a semejante nena. Había una pregunta que yo quería hacerle pero que era imposible de incorporar sin generar un repliegue o sin tener la impresión de estar recurriendo al decálogo de la prensa amarilla: debido a un accidente, María Inés Mato tiene una pierna amputada hasta la mitad de la pantorrilla. Pero no era un elemento como para omitir. Cuanto más planeé la pregunta, más parecía insultante. Solo cuando la olvidé apareció fuera de mi voluntad y tomó esta forma: “¿Cómo se llama tu prótesis?”. “Fellini”, contestó ella con total naturalidad y luego me contó la historia.
Un fracaso seguro, a menos que tanto entrevistador como entrevistado sean unos consumados actores, es intentar repetir durante una entrevista las mismas preguntas que en otra ocasión tuvieron respuestas jugosas. Una prueba más de que lo ideal para hacer una entrevista es no saber nada del entrevistado y mucho menos haberlo entrevistado antes con éxito. Mi reportaje público a María Inés Mato fue una versión retórica, abstracta y sin el clima de la gráfica, donde yo apenas había realizado una tarea de montaje, combinada con una interpretación crítica de sus acciones.
Las proverbiales acusaciones a los periodistas de tergiversar las declaraciones de los entrevistados suelen ser respondidas con la afirmación de que se ha utilizado textualmente el registro grabado y casi sin recurrir al montaje. Sin embargo, no todo el mundo sabe que elegir un párrafo, subtitularlo y publicarlo en un determinado contexto, que una afirmación cruda vertida al pasar y transformada en un título con letra catástrofe ponen seriamente en duda el hecho de que verdad sea igual a desgrabación. Lo suele saber la víctima, es decir, el entrevistado. Sin embargo, en periodismo gráfico, la entrevista es el género –si se considera serio al periodista– que más se asocia a la verdad de los dichos. Una entrevista que le hice a Josefina Ludmer causó una cierta polémica. Lo sorprendente es que gente perteneciente al mundo académico y en la especialidad de Letras pasó por alto totalmente que la entrevista era un texto, lo que suponía determ nadas operaciones de su autora, ya desde la situación de grabar. En ese tipo de entrevista como en la mayoría, y robándole a Truman Capote, soy yo la primera en expresar todo tipo de opiniones que llegan hasta la infamia, para azuzar al otro hasta sacarlo al ruedo y si el otro, en este caso Ludmer, está dispuesto a salir solo, lo persuado para que dé detalles, aclare, cargue las tintas. Incluso lo insto a repetir, para generar diversas variaciones sobre un mismo tema cuyo montaje correrá por mi cuenta.
Muchas veces finjo, al escribir la entrevista, que el entrevistado me ha contestado ridiculizando mi pregunta, desestimado mi opinión o tratado con desprecio. Para mí es la mínima regla de cortesía de quien terminará hablando (escribiendo) último. Y detesto las entrevistas donde el periodista no tacha las exclamaciones-soborno del entrevistado del tipo “es la primera vez que me hacen esa pregunta” o “esa es una observación muy interesante”.
Como conozco muy poco de arte y decoración, de arquitectura y mobiliario, suelo hacer que el entrevistado me describa la historia, la marca y el valor de todos los objetos que lo rodean. Si puedo, hago un análisis del baño y de la cocina. Hay ocasiones en que logré inspeccionar el tacho de basura. Cualquier cosa descartada o en uso dice mucho de una persona. La casita para pájaros de Eva Giberti no decía nada hasta que ella se puso a hablar de un gorrión en términos psiquiátricos para describir cómo siempre estaba a punto de estrellarse contra la ventana. Lo llamó borderline.
HISTORIA POLÍTICA DE LA ENTREVISTA
Las primeras entrevistas en estas tierras seguramente las realizaron autoridades sacerdotales en el espacio de la confesión, del tipo: “¿Has pecado con mujer?”. “¿Has besado a una mujer?”. “¿Era la madre que te parió?”. “¿Cometiste pecado con mujer usando ambas partes?”. “¿Cometiste pecado con tu hermana?”. “¿Has cometido pecado con mujer mientras estaba acostada como animal en cuatro patas, o la pusiste así deseando cometer pecado en ella?”. “¿Cuántas veces?”. “¿Muchas?”. La indagación para descubrir al autor de un delito ya está presente en el Edipo de Sófocles. Edipo es un héroe trágico, es el que interroga testigos amén de amenazar con distribuir penitencias, sin saber hasta qué punto él quedará involucrado en estas. Durante el siglo XIX, antropólogos, psicólogos, psicopedagogos y maestros hicieron del examen una entrevista destinada tanto a determinar si alguien era hermafrodita como candidato a la prisión. En la entrevista hay una memoria social que vincula la verdad al pecado y al crimen. Ese estilo ha atravesado generaciones para marcar el estilo tanto de Jorge Lanata como de Mauro Viale. Personalmente prefiero el modelo socrático que consiste, a lo sumo, en someter con dulzura a una persona a la prueba de su propia coherencia, persuadiéndola a hacerse cargo de sus palabras en sus probables efectos, recordándoselo. El silencio psicoanalítico me parece un buen instrumento. Una vez hice una entrevista donde no llegué a hacer ninguna pregunta. Jorge Asís me vio, me invitó a sentarme y empezó a hablar. Yo no llevaba grabador ni libreta de apuntes porque entonces –era muy joven– practicaba el método Capote. La entrevista lo enfureció, pero no pudo afirmar que había sido tergiversado.
Vida de vivos parafrasea el título de un gran libro olvidado (Vida de muertos de Ignacio B. Anzoátegui), aunque en él no ejercito el arte de la injuria cultivado por su modelo. Me gustaría que fuera leído como un retrato estereofónico de la ciudad a lo largo de más de tres décadas. Como un coro donde el estilo de un entrevistador demasiado visible intenta, sin embargo, no llevar de contrabando el género a la ficción. Como una autobiografía a través de la mirada de los otros: entre la joven que se dirige a Pepe Bianco con temor y reverencia y la mujer madura que se hace la graciosa ante Maitena o Marta Minujín, el tiempo ha hecho sus transformaciones pero, sobre todo, ha construido un personaje entrevistador que soy y no soy yo.
Ahora, el barco de sal está sobre mi escritorio. No sé si el mito que lo rodeó durante tantos años tiene algo de verdad. Lo cierto es que hoy adoptó la forma de un talismán, algo que por fin tiene un sentido, contingente pero, de ningún modo, el de ser un adorno. La huella casera e ingeniosa que delata y el sueño de libertad que parece encerrar, amén de su ausencia de sustento –no podría llevar de pasajero ni siquiera un corcho– en su condición de lacónico esquema, lo hacen atravesable por elementos infinitos. Es un aleph, una babel cristalizada, el número último...