Cuando vengo a visitar a la abuela traigo en la cartera las agujas y una madeja de lana roja, porque cuando comienza a divagar no pongo agua para el té, tampoco preparo tostadas. Saco la madeja de lana y la engancho entre sus brazos abiertos. Después, me alejo unos pasos, (los pasos justos para que la lana resista sin romperse) y ovillo.

Es algo que siempre hacíamos juntas. "Tiene que ser despacio y con seguridad, porque la velocidad con que se ovilla es lo que hace que disfrutes no solo la textura, la tibieza, la esponjosidad de la lana, es lo que hace que disfrutes el momento", decía la abuela y yo la escuchaba con los brazos estirados y parada arriba de la silla para estar a su altura.

Ahora, comienzo a ovillar.

La abuela habla y se enreda en oraciones largas y sin sentido. Entonces, yo me apuro un poco, tenso la lana casi al límite antes de que se corte y así logro que dé un paso adelante.

A veces no funciona y entonces, antes de que la abuela entre en un laberinto del que me da miedo que no pueda salir, mis manos comienzan a moverse tan rápido y tan ansiosas como las manos de Teseo, mientras la lana se hamaca ligera entre nosotras, arrastrándose segura en el aire y trayendo a la abuela hacia mí.

-¡Galleta! -dice y tensa los brazos.

Me acerco y paso el ovillo entre la lana hasta desarmar el nudo.

"Los enredos en la lana son como los de la tanza de un pescador. Se desarman despacio. Antes de que se forme una galleta", decía la abuela.

Mientras desarmo le miro el pelo. El rodete en el pelo.

-Te queda bien -digo.

-¿Cómo a ella? -dice.

Ella es Eva. Evita. Últimamente, siempre que vengo a visitarla, la nombra. Nunca vi en su casa un cuadro colgado, mucho menos una figura o un libro en un estante, pero la nombra.

Me alejo unos pasos y vuelvo a ovillar.

-¿Qué vas a tejer? -dice.

-Una bufanda. Voy a tejer una bufanda -digo.

-¿Para mí? -dice y veo el brillo en sus ojos, y veo la sonrisa ancha, y antes que pueda decirle sí, la abuela me pide que la teja gruesa. Bien gruesa, dice. Para resistir todos los vientos, dice.

-Va a resistir -digo.

-¿Sabés algo? -dice. Lo dice y mira la foto del abuelo que está sobre la mesa ratona junto la ventana. Es lo único que hay del abuelo, pero está ubicado de tal manera que se ve desde cualquier lugar de la casa haciendo que él esté siempre presente.

-¿Sabés algo? -dice.

¿Cómo decirle que no sé nada del abuelo porque nunca me contó?

Y como si adivinara lo que pienso la abuela me mira fijo y dice: -Del nene, te pregunto. ¿Sabés algo del nene?

El nene es el tío. El tío Alberto, el hermano menor del abuelo.

-¿Sabés algo? -dice y sus ojos ahora tienen el brillo de las luces de un auto cuando se aleja.

Ovillo rápido. Bien rápido pero no se mueve, entonces le pregunto si se acuerda el nombre de las revistas que me compraba cuando yo era chica.

Me mira, frunce el ceño y tensa los brazos.

-¡Galleta! -dice.

Me acerco y mientras la desarmo le hablo de Billiken, de Anteojito, de Patoruzú.

-¿Te acordás? -digo.

Pero no.

La abuela insiste con el tío Alberto. Ese hombre que murió hace años y al que yo recuerdo alto, con el pelo blanco y los bigotes negros, sentado todos los domingos al medio día en la punta de la mesa y elogiando los fideos de la abuela.

-Un buen hombre el tío Alberto -dice y después empieza a hablar de trenes, de progreso, y por un instante habla igual de segura y convencida que aquellas tardes en las que, al terminar de ovillar, recitaba un verso. Un verso que aprendí de memoria. Decía así:

"Con la flor de no me olvides

no olvidando esperaré.

No me olvides, no me olvides,

no me olvides,

es la flor del que se fue".

-Dispuesto. Siempre dispuesto el tío Alberto -dice y antes que diga: «galleta», me acerco.

-Y buen mozo -dice.

Desenredo. La abuela habla de la mujer que el tío Alberto conoció en Rafaela y yo desenredo.

-Una mujer alta y elegante -dice.

Termino y retrocedo hasta convertir la lana en un hilo tenso casi a punto de romperse.

Pero no.

Sé que no.

Sé que es fuerte y que va a resistir.

-Nunca me gustó para él -dice y sonríe.

Yo no.

-Algo de razón tuve. No le dio hijos -dice.

Veo que sus brazos van quedando desnudos de lana y no quiero seguir escuchándola, quiero que se calle y que nos quedemos así: ella allá, yo acá y un hilo de lana uniéndonos, un hilo de lana capaz de resistir todo; pero el ovillo ya es enorme en mi mano, y cuando doy una vuelta más veo la última hebra caer al suelo y más despacio que nunca la arrastro hacia mí.

Ella baja los brazos.

-¿Terminamos? -dice.

Muevo la cabeza y espero que cante el versito aquel, pero no. No canta. Agarra la foto del abuelo, se sienta y mira por la ventana.

-¿Es primavera? -dice.

-Sí -digo. Clavo las agujas en el ovillo y lo guardo en el bolso.

-Fue el tío Alberto -dice-. Entró corriendo a la casa y dijo que saque todo, que esconda todo, que queme todo.

Abrazo el bolso y la punta de las agujas que atraviesan el ovillo se me clavan en el estómago.

-Yo estaba tejiendo, con la radio sintonizada en la novela y esperando al abuelo -dice y cuenta como el tío Alberto entró a los gritos diciendo que se estaban llevando a todos; y mientras lo decía descolgaba cuadros, juntaba libros y revolvía los cajones de la cómoda buscando fotos de Evita, de Perón, cartas de compañeros, planillas del Ateneo Ferroportuario.

-El tío Alberto cavó un pozo atrás del gallinero, tiramos todo lo que había adentro y lo prendimos fuego -dice.

Suelto el bolso y me acerco. Quiero abrazarla fuerte, pero es tan dulce la forma en que se deslizan sus dedos por el vidrio del portarretrato que no quiero interrumpirla. Y me quedo ahí, junto a ella, viendo sus dedos que buscan una tibieza imposible de encontrar. Apoyo una mano sobre su hombro y la abuela detiene la caricia, pone el portarretrato sobre sus rodillas y lo desarma.

Deja el vidrio en el piso y agarra la foto del abuelo.

La mira.

La mira y sonríe.

 

Después, la deja junto al vidrio y puedo ver que hay otra foto. Una foto de Evita que está mirando adelante. Tiene el pelo suelto, la sonrisa enorme y es la imagen eterna de los que resisten todos los vientos.