Cada vez que se apagan las luces y el público se acomoda en las butacas antes de la función, el dramaturgo y director Franco Verdoia vuelve a su teatrito de infancia montado en el pueblo natal. Su padre tenía una fábrica y había un depósito de trastos donde él armaba una platea con tarros y un escenario con sábanas viejas. Invitaba a los chicos del barrio, les cobraba una entrada con un billete de mentirita, acomodaba a los espectadores y desaparecía entre los cortinados para manejar los títeres. Hoy ese ritual se repite antes de Matar a un elefante en la íntima sala Luisa Vehil del Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815). “Siento que estoy otra vez en esa galería donde mi viejo acumulaba trastos viejos y yo armaba mi teatrito. Hay una relación muy íntima con la infancia”, confiesa Verdoia en diálogo con Página/12.
La primera imagen que apareció fue la de un hombre que andaba por ahí con un corazón artificial. El escenario es –una vez más– ese pueblo rural. “El pueblo es algo de lo que no me puedo escapar. Siempre termino ahí: en la cuadra donde nací, con los amigos del colegio. Por lo visto todavía hay tela para cortar”, dice. Después apareció lo de la fiesta de 15 porque estaba experimentando la paternidad después de haber adoptado junto a su compañero Sergio dos niñas preadolescentes. “Se venía la fiesta de mi hija más grande, empecé a hacer síntesis y me encontré otra vez en una casa que podría ser la que está al lado de la de mi obra anterior”.
La última película de Verdoia se llama La chancha, la obra anterior se titula Late el corazón de un perro (puede verse en Callejón los miércoles a las 20.30) y ahora llega Matar a un elefante. En todas están presentes los animales y la atmósfera pueblerina. “No fue adrede. Sucedió de manera orgánica y de repente me encontré escarbando en ese terreno. Late el corazón de un perro es prima hermana de Matar a un elefante, podría funcionar como un díptico porque hay temas que retornan, utilizo el mismo imaginario, varios nombres se repiten y hay cuestiones de orden simbólico que retomo”, explica el dramaturgo sobre la obra que empezó a desarrollarse gracias a una beca del Espacio TBK bajo la tutoría de Carolina Sturla. “Es una dramaturga notable. Su mirada fue muy generosa y amplificó el mundo que traía. La obra pudo madurar de manera diferente que cuando se trabaja en soledad”, destaca el autor.
–El elenco está conformado por actores cordobeses. ¿Qué importancia tenía para vos la oralidad?
–Siempre tuve claro que quería reunir un elenco de actores cordobeses nativos porque para mí, siendo cordobés, la oralidad era transversal al material. Es la música con la que crecí. Nací en Las Varillas, entonces hay algo de la idiosincrasia de la cultura popular cordobesa que resuena mucho con quién soy a pesar de que hace 30 años vivo en Capital Federal. Soy un bicho extraño y tengo una relación muy íntima con mi lugar de origen, mis vínculos más estrechos están ahí. Soy quien retorna. La pregunta que movió el material fue: ¿qué va a pasar cuando ya no me quede nada ahí? ¿Y si no te podés ir y tenés que quedarte para siempre? Al personaje de Amadeo le pasa eso.
Amadeo (Sebastián Suñé) es un artista mundialmente exitoso que emigró del pueblo y olvidó a sus amigos: Julián (Gerardo Serre), La Pocha (Berenice Gandullo) y Gallardo (Gabriel Carasso). No asistió a la fiesta de 15 de Emilia (Julieta Lastra), su ahijada, pero regresa para vender la casa de sus padres. Ya sin el lustre de la fama –una obra fue muy mal recibida y él declarado persona no grata–, lo que planificó como una visita relámpago se transforma en un callejón sin salida. La trágica muerte de un elefante sobrevuela la reunión y emerge la pregunta del amigo: ¿dónde estabas cuando desapareciste? Uno de los ejes de la pieza es, dice Verdoia, “la amistad entrañable, esa en la que puede pasar cualquier cosa y va a seguir siendo incondicional”.
–En este grotesco cordobés hay drama pero el humor también es importante, ¿no?
–Para mí toda obra de arte tiene que estar atravesada por el humor. Tengo una madre muy graciosa y creo que mi humor viene de esa mujer que sabe reírse de sí misma y de su propia tragedia. Cuando una historia está atravesada por el humor produce otra conmoción, llega de otra forma. Carcajada y llanto son una buena combinación, pero es una sintonía difícil porque es como afinar un instrumento.
–También aparecen algunos elementos fantásticos. ¿Qué rol cumplen?
–Cuando imaginé lo del tipo con el corazón artificial pensé que era algo imposible, pero empecé a encontrar información sobre gente que vivía en esa situación. Creo que ya está todo inventado. A veces nos gustaría arrogarnos ese poder creador, pero lo que uno hace es recoger lo que está ahí, procesarlo, unir cosas que antes no estaban unidas y encontrar un sentido nuevo. La obra tiene pinceladas surrealistas y algo de cachivache porque el cordobés vuelve todo más chabacano y grotesco. Eso me gusta.
–El personaje de Emilia está inspirado en tus hijas y siempre hablás de la importancia de adoptar niñes grandes, ¿cierto?
–Sí, cuando empecé a escribir la obra ellas eran preadolescentes. Estábamos en pandemia y hacía poco habíamos conformado esta familia con dos niñas de 9 y 11 años sin tener idea de lo que es articular una familia por adopción, dejándonos llevar por un deseo muy grande. La paternidad me atravesó en todo sentido, me desarmó por completo sin saber quién era y qué podía hacer con esto. Pensaba que como me dedico al arte iba a ser un padre genial, súper creativo, pero no ocurrió nada de eso. Me encontré con muchas dificultades, lidiando con una situación absolutamente desconocida en la que se supone que debe circular el amor. La adopción está romantizada como ese gesto heroico que uno hace para salvarle la vida a alguien, pero es un aprendizaje cotidiano entre mi compañero Sergio, mis hijas y yo. Aprendemos con ellas todos los días: nos equivocamos, acertamos y ahí vamos.
En relación a la posibilidad de formar parte de la programación del Cervantes y el valor de lo público en un momento en el que las propias autoridades gubernamentales lo ponen en cuestión, Verdoia declara: “Desde que vine a vivir a Buenos Aires soñaba con hacer algo acá en algún momento de mi profesión, lo deseaba fuertemente porque el TNC es un monumento histórico. Estamos pasando un momento muy difícil, se estigmatizó mucho a los actores culturales y se generó una caza de brujas, pero hay que poner el cuerpo como hace Amadeo en la obra y seguir edificando desde nuestro humilde oficio que es contar historias. Cuando uno entra al TNC, respira una factoría teatral. Eso hay que ponerlo en valor porque habla de nosotros como país, construye identidad, conmueve y genera otras emociones. A mí las experiencias artísticas me permitieron ser mejor persona y resolver conflictos internos muy difíciles”.
* Matar a un elefante puede verse de jueves a domingos a las 17.30 en la sala Luisa Vehil del TNC. Las entradas están disponibles en Alternativa Teatral y en boletería.