En retrospectiva, podríamos decir que en el principio era la hoja. Otras narrativas dirán que en el principio era el verbo. Otras crearán paisajes muy diversos, y eso es maravilloso. Entre tantos mundos, me conmueven especialmente las historias que nos acercan a esos seres que son invisibles a los ojos turbios de quienes no logran andar por la Tierra con la alegría que deberíamos imprimirle a cada gesto, a cada respiración. Los antiguos decían que, cuando poníamos un palo en el suelo para hacer nuestros ritos, ese palo marcaba el centro del mundo. Es mágico que el centro del mundo pueda estar en tantos lugares a la vez, pero ¿de qué mundo estamos hablando? Porque cuando decimos mundo pensamos sólo en este, un mundo en incesante disputa instaurada por una gestión que hizo metástasis: el mundo del capitalismo, al que algunos ya llaman capitaloceno.
El desafío que propongo aquí es imaginar cartografías, capas de mundos, donde las narrativas sean tan plurales que no necesitemos entrar en conflicto al evocar diferentes historias de fundación. Es una maravilla que todavía existan esas memorias en las tradiciones de cientos de pueblos, ya sea en las Américas, en África, en Asia... Esas narrativas son presentes que se nos ofrecen continuamente, y son tan hermosas que dan sentido a las experiencias singulares de cada pueblo en los diferentes contextos de experiencia de vida en el planeta. Desde hace un tiempo, aunque mi pensamiento siempre parte del lugar donde estoy, a orillas de este río, cuando disparo mi visión sobre otros lugares de la Tierra, las cartografías soñadas que veo incluyen la imagen fantástica del astronauta que, al contemplar nuestro planeta desde el cielo, exclamó: “¡La Tierra es azul!”. Nuestro planeta es maravilloso y en muchas tradiciones de pueblos amerindios –desde Tierra del Fuego hasta Alaska– es abrazado por una poética permeada de sentido maternal.
Nuestros parientes Guaraní de la Mata Atlántica, de ese borde de mar al que ellos llaman “nhé ere”, o lugar que produce vida, piensan la región como un paisaje y, al mismo tiempo, como una fuente incesante de vida. Cuando esos queridos parientes compartieron por primera vez conmigo su narrativa de creación del mundo, aprendí que los dos gemelos primordiales tuvieron que curvar la Serra do Mar para hacer un contrafuerte e impedir que el Agua Grande, el mar, avanzara sobre el continente. Me pareció linda esa historia que explica la topografía: la formación de las montañas, de los valles, de los cuerpos de agua del lugar que se habita. El hecho es que los Guaraní, al igual que los Caiçara de la región, están comprimidos en sitios pequeños, reducidos a islas, y desde allí resisten con bravura la especulación inmobiliaria, la ocupación de sus territorios y la violencia que devasta ese lugar que sus espíritus ven, y sus palabras traducen, a través de una cartografía afectiva.
Los parientes Tikmu’un, también conocidos como Maxakali, que están aquí en el Valle del Mucuri, vecinos del río Doce, hablan hermosamente de esa tierra de la que fueron excluidos. A diferencia de otros pueblos nativos de la zona, para quienes el gobierno instituyó alguna que otra reserva, los Maxacali pasaron los siglos xvii, xviii y xix sin tener dónde descansar la cabeza. Ahora decidieron ocupar un antiguo territorio de sus narrativas, y ese pueblo es capaz de reconstituir toda la fauna y la flora de ese lugar donde casi no existen más animales ni plantas. En medio de ese desierto de pasto en el que se transformó la región durante el siglo xx, ellos logran ver la selva e invocan el nombre de todos los insectos, los reptiles, los pájaros, los animales ponzoñosos, las plantas y los hongos que allí existían y señalan el lugar que ocupa cada uno en el paisaje. Cualquier estudioso quedaría admirado ante ese inventario y ante la manera en que ellos restituyen a esa tierra la presencia de seres ya extintos: los Maxakali están allí representando todo ese gradiente de vida. En medio de una mentalidad de hacendados, ellos ven un territorio poblado de espíritus y hablan con el mundo invisible. Un pueblo como ese, aun expoliado de todo y sin tener siquiera un pedazo de suelo para pisar, logra recrear un lugar a ser habitado.
Cuando pienso en el movimiento del Watu, percibo su potencia: un cuerpo de agua de superficie que, al sufrir una agresión, tuvo la capacidad de sumergirse en la tierra, en busca de los mantos freáticos más profundos, y rehacer su trayectoria. Así, el Watu nos enseña a evitar un daño mayor. En este capitaloceno que experimentamos ahora, no quedará ningún lugar en la Tierra que no sea como el cuerpo de ese río asolado por el fango. El fango alcanzará todos los rincones del planeta, así como los polímeros y los microplásticos alcanzan el vientre de cada pez en el océano. ¿Por qué esos animales deben cargar esas sustancias en su estructura tan liviana, tan bella? Un especialista en el tema me dijo que el microplástico viaja por nuestros cuerpos y que ya se lo puede encontrar en los bebés que nacen. Eso me pareció escandaloso, pero nosotros no podemos rendirnos a una narrativa de fin de mundo que nos aterra y ensombrece, porque esa narrativa sólo sirve para hacernos desistir de nuestros sueños, y dentro de nuestros sueños están las memorias de la Tierra y de nuestros ancestros.
Vivimos en un mundo que nos obliga a sumergirnos profundamente en la tierra para poder recrear mundos posibles. Porque en las narrativas de mundo donde sólo actúa lo humano, esa centralidad silencia todas las otras presencias. Quieren silenciar incluso a los encantados, reducir a una mera mímica eso que sería “espiritar” –suprimir la experiencia del cuerpo en comunión con la hoja, con el liquen y con el agua, con el viento y con el fuego, con todo lo que activa nuestra potencia trascendente y suplanta la mediocridad a la que se ha reducido lo humano. Para mí, eso es una ofensa. Los humanos están aceptando la humillante condición de consumir la Tierra. Los orixás, al igual que los ancestros indígenas y de otras tradiciones, instituyeron mundos donde la gente pudiera experimentar la vida, cantar y bailar, pero parece que la voluntad del capital es empobrecer la existencia. El capitalismo quiere un mundo triste y monótono donde todos funcionemos como robots, y nosotros no podemos aceptar eso.
Este es un fragmento del capítulo “Cartografías para después del fin”, que forma parte del libro Futuro ancestral, del filósofo originario Ailton Krenak, que acaba de publicar la editorial Taurus.