El socialismo es la peor de las enfermedades, dijo el presidente Milei en una entrevista realizada el 6 de abril ante un grupo de empresarios. Es como un cáncer, pero del alma. Una enfermedad con consecuencias históricas nefastas, medibles en el asesinato de 100 millones de personas (dato numérico que surge de una mezcla de estimaciones en torno de asesinatos en masa, campos de trabajo y hambrunas). Por supuesto, no ofreció precisiones históricas. Sólo dejó claro que el horror del siglo XX fue una enfermedad de izquierda. De ahí la siguiente afirmación: “los peores dictadores han sido siempre de ellos”. Se trata de otra frase de difícil asimilación, que implica un ejercicio desagradable de comparación y que desde ya se torna ostensiblemente inválida en Argentina y en América Latina.
Pero a continuación, y para entrar de lleno en el diagnóstico que nos interesa, el Presidente narró una anécdota hasta ahora prácticamente desconocida que nos instala en el asunto. Marx -fallecido en 1883- no habría llegado a publicar más que el primer volumen de El Capital puesto que habría visto refutada su teoría del valor (cosa que el viejo Engels, a cargo de la publicación de los tomos dos y tres, no habría advertido). Así la cosas, tras la refutación surgieron dos tipos de actitudes. Por un lado, la del mismo Marx, que habría admitido, aun si de modo implícito, su derrota. Pero por otro, la de los demás socialistas, que habrían persistido en el error por motivos de tipo “cancerosos”. Incapaces de confrontarse con la verdad –“empíricamente demostrada”- del valor (verdad que indica que el valor no surge de una relación capital-trabajo, sino de los valores subjetivos de cada consumidor libre), la enfermedad no hizo sino expandirse bajo la forma de un movimiento resistente a toda forma de “derrota por la evidencia”.
Pero al Presidente, no bastándole con este cuadro de situación, se le dio por sumergirse a fondo en la batalla ideológica. Queriendo alcanzar una comprensión exacta y definitiva de la patología socialista, se adentró en los pliegues últimos de las razones por las que el socialista se abraza a la tan refutada teoría del valor-trabajo (aquella que explica que el capitalismo es una relación social de explotación). Y lo que encontró fue realmente escabroso. Resultó ser que la razón por la que los socialistas no pueden terminar de confesar su persistente error no es su falta de comprensión teórica, sino su clara conciencia de que una admisión tal los llevaría a reconocer los motivos despreciables de su equivocado aferramiento. Es decir, la razón no sería de orden racional, sino pasional. Lo que actúa en el socialista no es la idea sino “la envidia, el odio y el resentimiento”, afectos indignos provocados en ellos por el éxito rutilante del capitalista. Así tomados por las “pasiones tristes” los izquierdistas se ven impulsados a someter a los capitalistas a un trato desigual ante la ley e incluso al asesinato (¿qué otra cosa habría sido a fin y al cabo la revolución?).
Esta horrible enfermedad del alma -también conocida como “marxismo”- es característica de todos aquellos que son “eternamente derrotados aun cuando triunfen”. Puesto que, en tanto movimiento que no busca la verdad en su revelación sino la revancha incesante debido a su naturaleza contrahecha, no intenta analizar la evidencia sino exclusivamente encubrir su propia inferioridad de ser. De modo que el presidente ha logrado finalmente sacar a luz el secreto de la obcecada ideología socialista: la esencia aborrecible y carente de espiritualidad que empuja a tantos seres humanos a avergonzarse de sí mismos y a ocultar lo que apenas intuyen de sí mimos: el ser “basuras envidiosas”.
Es, por cierto, absolutamente comprensible que unas basuras de semejante calaña se escondan en una moral supuestamente superior, y que hagan todo lo necesario para no resultar desenmascaradas. Y bien: esta es la triste y veraz explicación que Milei otorga de la larga vida del socialismo. De modo que, una vez diagnosticado el mal, solo cabe extraer consecuencias y actuar de acuerdo a ellas (y de ningún modo distraerse con objeciones menores como, por ejemplo, el hecho de que estas basuras humanas de repugnante naturaleza sean, a pesar de todo, capaces de intuir su propia inferioridad y quizás hasta de arrepentirse de ella, lo que indicaría que se trata al fin y al cabo de sujetos potencialmente “recuperables”, que admiten los valores universalmente verdaderos y hasta podrían adaptarse a ellos).
¿Y cuáles son esas consecuencias para la acción? En primer lugar, una reforma en la comprensión del vocabulario político: se trata de comprender con toda claridad que las palabras izquierda y derecha no nombran un diferendo político (y menos aún un antagonismo social), sino una diversidad de existencias, entre las cuales podemos identificar a unas criaturas resentidas y envidiosas (izquierda) y a otras cuyo rasgo distintivo sería aquello que los lleva a ser exitosos y libres (derecha). En segundo lugar, habría que terminar de establecer que fuera del lenguaje de las “basuras resentidas”, la figura del capitalista no nombra de ningún modo un término dominante al interior de una relación social históricamente especifica, sino sola y exclusivamente una forma de salud biológica, moral y estética bien terminada: un tipo biopolíticamente logrado. Siendo, en cambio, el socialista un sujeto indudablemente degradado que cree tener motivos para cuestionar esa relación de dominación de clases (que no existe en realidad salvo en su mente purulenta que no cesa de segregar la ficción de la explotación social), una figura fallida, gangrenosa y pervertida, cuya enfermedad horrible se ha expandido en todas las dimensiones del ser en las que el capitalista triunfa.
Y, en tercer lugar, habría que revisar -y en eso está el gobierno ahora mismo- sobre qué valores (si sobre los enfermos socialistas o los sanos capitalistas) se funda el suelo en torno al que se erigen nuestras instituciones políticas, puesto que si lo estuvieran sobre el tejido defectuoso, débil y pestilente del socialismo, ningún orden vigoroso podría sostenerse y toda las reformas -no importa lo agresivas que parezcan- podrían justificarse en beneficio de las “ideas de la libertad” y las “personas de bien”).
Siguiendo con esta clarificadora historia de las ideas políticas, la pregunta que uno podría hacerse a cierta altura de la exposición, al modo de auto test de salud mental y política, bien podría ser la siguiente: ¿qué conmueve más su alma, estimado lector: los ecos fascistas de este modo de categorizar la vida y de justificar, de paso, la lógica cada vez más violenta del capital, o la estremecedora incapacidad de los diversos izquierdismos para rechazar con eficacia histórica las humillantes relaciones de explotación que, vía este tipo de narraciones, se nos imponen? Puede que la pregunta resulte tramposa, ya que sus términos no son necesariamente excluyentes. Pero es en dirección del juego de víctimas y victimario hacia donde corresponde llevar este artículo sino hacia una imagen insana que hace justicia como ninguna otra con el exacto diagnóstico presidencial. Y es que quizás el comunismo haya sido algo más que una enfermedad del pasado, solo un modelo de sociedad o, incluso, una teoría social. Quizás el comunismo no haya sido nunca otra cosa que la enfermedad más propia y esencial del capitalismo mismo, un espectro agobiante y persistente que no puede ser refutado con libros de ideología liberal, ni exorcizado en base a masacres de igual ideología. Quizás el comunismo sea algo así como una realidad virtual que solo pueda ser oscuramente alentada y malamente realizada en sucesivas actualizaciones contra-históricas. Un error tan persistente como el capitalismo mismo. Pues si el capitalismo se presenta como la naturaleza auténtica del humano moralmente sano, quizás sea hora de asumir que el socialismo (o el comunismo) bien podría ser su pesadilla más propia y el temor a él mejor adherido: aquel que arrastra al libertariano a agotarse en una aventura quijotesca. Es interesante imaginarlo así: al ultraderechista cual héroe desfalleciente obsesionado por el esfuerzo de una tarea irrealizable y al igualitarismo como esparcimiento radical, único mal auténticamente convincente y realmente extensible más allá de medida alguna. El comunismo sería, sí, una enfermedad incurable, pero también el último vocero del eterno retorno. Esto sí que sería un golpe desafortunado para quienes creen asegurado el futuro.