Desde Barcelona
UNO El muro que se piensa que encierra es, en más de una ocasión, el muro que defiende. Y en eso anda pensando Rodríguez cuando cada vez tiene más ganas de levantar muro que lo rodee y lo separe de todo lo que lo rodea y acorrala y le exige que se dé por vencido. Y lo cierto es que, hasta hace poco, lo insoportable era más bien local: lo de las corruptelas y amnistías y lo del adelanto de las elecciones en Catalunya (con Puigdemont redux) y eso de exigirse dimisiones de Derecha a Izquierda y de Siniestra a Diestra y lo de los chanchullos en la Real Federación de Fútbol o en Radio Televisión Española. El mismo ruido de fondo al frente de lo de (mala) costumbre. Pero en los últimos días --luego de que Oppenheimer arrasase en los Oscar-- las tertulias de tv empezaron con eso de inminente posibilidad de Tercera Guerra Mundial (con resurgir de terrorismo islámico como explosión invitada). Y así las cosas que dice la Ministra de Defensa y las cosas que dicen Putin/Zelensky y Macron y Trump; y los temblores en la OTAN; y eso de la MAD (eso de Mutual Assured Destruction y donde/cuando todos seremos radiactivos en quince minutos); y no el alto el fuego sino el fuego cada vez más alto en Medio Oriente (¿ira de Irán?) y la posible marejada en el Báltico y el calor aumentando en el Sahel; y los "paralelismos hitlerianos"; y la construcción de refugios y clases a los niños sobre lo que se viene y vuelta a servicios militares en la Unión Europea; y "en el próximo bloque hablaremos con un general retirado experto en estrategia para que nos diga qué tenemos que hacer". Y ese general diciendo que "nos hemos vuelto demasiados cómodos y pacifistas y confundimos el deseo de no tener enemigos con la realidad de tenerlos y no querer verlos". Y todos a comprar armas enfermantes a la velocidad con la que alguna vez se compraron mascarillas sanitarias. Y entonces Rodríguez (acordándose de película en la que Stanley Kubrick enseñaba a amar a la bomba atómica mientras, al final, florecía inverso Bang Big de hongos atómicos y Vera Lynn cantaba "We'll meet again...") se dice que lo que tiene que hacer es irse lejos para que no lo encuentren tan emparedado.
DOS Y Rodríguez se va lejos metiéndose dentro de un libro. Y es uno de esos libros que, además de haber sido escrito lejos, transcurre más lejos aún en el espacio y en el tiempo: en su propio espacio y tiempo. Y lo cuenta Haruki Murakami en la nota final a su recién erigida La ciudad y sus muros inciertos. Allí, cronología casi arqueológica evocando relato/nouvelle primerizo de 1980 con el que nunca quedó del todo conforme y al que alguna vez se prometió volver. Después, dos novelas de iniciación (Escucha la canción del viento y Pinball 1973) y otras dos ya terminalmente murakamianas y en las que se ponía en marcha su característica estrategia de narración-en-dos-planos: La caza del carnero salvaje y El fin del mundo y un despiadado país de maravillas (donde ya reformuló elementos de aquella insatisfactoria historia fundante de lo suyo). Pero --aunque ya establecido como narrador y reconocido por un número creciente de fans-- en ese cuento frustrado y frustrante, Murakami sentía algo tan pendiente como importante. Por fin, en 2020, Murakami creyó haber encontrado la clave para hacer comulgar su pasado con su presente. Y --coronavirus de por medio-- fue confinado como todos; pero también se confinó a solas y consigo mismo para poner fin a lo inconcluso y fallido desde hacía casi medio siglo. Y, sí, supone Rodríguez: los personajes de Murakami suelen aislarse en sí mismos; así que hizo falta que Murakami se aislase para poder encontrar a su héroe perdido y aislado durante tantos años.
Así, por fin, para Rodríguez, en La ciudad y sus muros inciertos la paradójica certeza de Murakami arreglándose para fundir lo mejor de su vertiente más-pero-no-del-todo realista y siempre muy melancólica (Tokio Blues/Norwegian Wood, esa cumbre que es Al sur de la frontera, al oeste del Sol así como muchos de sus relatos) con las alucinaciones desatadas y en ocasiones excesivas (pero aquí perfectamente balanceadas) que en ocasiones lastraron un tanto a títulos como Kafka en la playa y 1Q84 y La muerte del comendador.
Aquí (al igual que en Cuento de hadas de Stephen King, casualmente o no otra novela-catarsis iluminada durante la pandemia) el mecanismo es tan antiguo como clásico, tan frecuentado como efectivo: el viaje de ida y vuelta (el cruce de fronteras, dimensiones, barreras y muros es motivo tan recurrente en lo de Murakami como los animales parlantes) impulsado por el todopoderoso y mágico combustible del amor a una chica muy murakamiana (es decir: muy rara a la vez que irresistible y casi monologando en trance acerca de su otro yo y su otra vida en una ciudad lejana y fantástica que pareciera limitar con Oz o Narnia o Pepperland o Twin Peaks). Y, por supuesto: murakamianamente esa chica desaparece y, por lo tanto, resulta imposible de olvidar.
A saber y a reconocer entonces: chico/hombre melancólico hasta la euforia, encandiladora presencia de sombras casi marca Jung, mujeres oraculares en cafetería, fantasmal sabio anciano, alusiones a beatlescos submarinos amarillos cortesía de joven mágico que actúa casi como portero entre Fukushima y aquella otra región más allá de todo mapa con la ya más de una vez visitada biblioteca como portal y frontera y santuario donde elevar paredes de libros y, de nuevo, leer sueños antiguos. La ciudad y sus muros inciertos --como hermana siamesa pero separada de El fin del mundo y un despiadado país de maravillas-- dota de un nuevo sentido a buena parte de todo lo que Murakami escribió después. Y --acaso consecuencia y beneficio de su doble edad: ser la última hasta la fecha pero, además, ser casi la primera-- es también una de las más automáticas pero, también, mejor balanceadas novelas de Murakami. Aquí, las costuras entre lo mágico y lo lógico son casi invisibles pero, a la vez, muy precisas y más allá de todo desgarro que no sea el del enamorado que vaga (dantescamente y a lo largo del tiempo) en busca de recuperar la sonrisa divina de aquella quien le sonrió en su cada vez más lejana pero no por eso menos vívida y revisitable juventud que, finalmente, equivale a una final recuperación de "la fe en otra parte" y que empieza y acaba siendo el camino de regreso a casa.
Y dato pertinente a la vez que consolador: en Japón La ciudad y sus muros inciertos ha vendido más ejemplares que el manual de instrucciones para la última actualización del epidémico y virulento Pokémon.
No todo ni todos están perdidos: hay otros mundos, pero están en este y en esta novela.
TRES Y cuando está tan feliz y tranquilo ahí, en esa ciudad amurada, a Rodríguez le llega noticia de cepa mortal de estreptococo Made in Japan y, ay, y otra nueva posibilidad de sayonara. No con un bang sino con un gemido. Y Rodríguez gime pero no solloza (hay sequía) y sigue leyendo feliz de ser lector y cada vez menos infeliz por no ser escritor. Y es que en el tiempo en que se demora en escribir un libro se pueden leer tantos libros más... Así --piensa Rodríguez-- mejor ser lector a la defensiva y no escritor al ataque; porque escribir es como una lanza que puede o no dar en el blanco, mientras que leer siempre será un eficaz escudo contra todo y todos. Y siempre protegerá, al otro lado de muros que no encierran sino que liberan.