De alguna manera todo empezó por el desprecio al televisor con su cancha verde y su pelota blanca, los entrenamientos de Mauricio los lunes, miércoles y viernes, los botines, los vidrios rotos por los pelotazos, los almohadones rojinegros. Agarré la ovación, fui al Fixture, bajé hasta los equipos de la D y elegí ser del Club Atlético Yupanqui. Desde ese día de mayo del 2004 yo, Sofía Di Fulvio, era de Yupanqui.

Se lo conté a mi papá y se rió, con esa risa propia de los padres cuando su hija de diez años le cuenta su último descubrimiento, una risa particular, no de desprecio, no de desgano, más bien una risa desafiante, de las que introducen a la hija en otra forma de entender a las respuestas de sus padres.

Yupanqui se convirtió en lo desconocido confiable, porque lo conocido era la cancha detrás del ferrocarril con sus padres gritándole a sus hijos de siete, ocho, nueve años, corré hijo de puta, pedazo de pelotudo agarra la pelota, si no metes un gol sos un cuadripléjico, al árbitro hay que hacerlo cagar, mas vale que hoy ganen porque no te compro los botines. Yo los escuchaba desde la tribuna y no entendía por qué eso era lo normal. Quizá en la cancha de Yupanqui eso no pasaría, quizá Villa Lugano no esté plagado de palomas, quizá allá no me de miedo el fútbol.

La D dejó de existir y Yupanqui ascendió a la C y por ello, su primer partido en tierras rosarinas era contra Central Córdoba el miércoles 27 de marzo de 2024. Casi 24 años después de haberme hecho hincha.

El día estaba particularmente húmedo, la mitad de la semana me encontró caminando desde San Juan y Dorrego hasta Cochabamba y Ayacucho para buscar a Pucho e ir a Viamonte y Juan Manuel de Rosas.

No había tribuna visitante y tenía que verlo desde el lado del charrúa. No quería ser una oponente infiltrada pero tampoco tenía ganas de hablar con los dirigentes de Yupanqui y contarles toda la historia. Que mi elección fue al azar pero que la sostuve en el tiempo, que fue por una decisión espiritual, una comulgación mágica para traspapelar a la violencia y creer que el fútbol podría ser otra cosa.

La boletería quedaba a cincuenta metros de la entrada a la cancha, un señor lánguido y de barba blanca nos dijo que eran siete mil pesos. Cinco mil los caballeros y dos mil las damas. Pagamos y entramos.

Un hombre de cuarenta y pocos que estaba por quedarse pelado le hablaba a su hija de casi doce sobre quiénes serían los titulares y quiénes los suplentes, la hija asentía y tomaba agua, otra madre cargaba en su cintura a su bebé de ocho meses, una pareja de ancianos tomaba mates, los cebaba ella mientras masticaba unos bizcochitos Don Satur, tenía una azucarera azul y roja. El mate era de Rosario Central. La barra desplegaba sus banderas y un treintañero sacaba de su riñonera un fernandito, al que besaba antes de pasarselo a su compañero.

Compramos unas semillitas de girasol por mil pesos y subimos a la tribuna, saludé a varios conocidos. El señor que las vendía cantaba “A las semillitas, golosinas, agua mineral, gaseosas” y recorría esos cien metros llanos con un cigarrillo en la boca y otro en la oreja. La tarde moría en Tablada y la hinchada recibió al equipo con redoblantes y aplausos, “llegó la banda del matador”, miré los reflectores y recordé al Gigante de Arroyito.

En la otra cancha, la de atrás del ferrocarril, yo acompañaba a mi papá los sábados a la tarde, el pasto siempre estaba crecido, crecía como la ilusión de los padres sobre los hijos, la ilusión porque unos botines pagados en cuotas se transformaran en oro para pagar las deudas, los viajes, los restaurantes.

El partido empezó y a los treinta segundos Yupanqui apuntó el primer gol. No lo pude gritar y tampoco quise gritarlo. Me entristecí, no quería que gane Yupanqui. Treinta segundos, la mitad de un minuto, lo que dura un suspiro y lo que tarda en envanecerse una mala noticia. Apenas sonó el silbato del árbitro para dar inicio, el delantero de Villa Lugano le dio en el arco y la tristeza salió del césped para arrinconarse en cada pedazo de la tribuna. Un silencio casi eclesiástico. Mi primera contradicción de la tarde. Porque más allá de haberlos elegido, ahí estaba con mi compañero y su camiseta del charrúa, estaba ahí y no en ese margen imaginario que armé para salir del circuito que me aturdía. No quería que gane Yupanqui. Fui por ellos pero ahora simpatizaba con el perdedor. Algo del sufrimiento está encadenado al fútbol, algo inherente, casi natural.

Central Córdoba jugó mal, el primer tiempo terminó y el sol se escabulló entre los suburbios de Tablada y el paquete de semillitas ya vacío lo guardé en el bolsillo de mi jean porque no encontré un basurero. La gente tomaba mates, pocos fumaban cigarrillos y nadie tenía puesta una campera. Ya era otoño pero los resabios del verano se dejaban ver en los mosquitos, la sed de cerveza, el ansiado gol del charrúa.

El segundo tiempo fue lo suficientemente malo como para que la derrota sea inminente y Yupanqui corone tres goles en tierras rosarinas. Un hombre gordo con la camisa abierta insultaba al 8, le decía que si no quería jugar al fútbol se vaya a su casa, que no traicione al club. El 8 no podía levantar la mirada, sus ojos se concentraban en el césped, en el fracaso. Le erró a cuatro pelotas y se las sirvió al contrincante. El fútbol tiene su propia moral: si la gente te desprecia, las piernas se cansan, la reacción es siempre tardía. La hinchada te deja de aplaudir y el bufón del rey tiene más estima que el jugador, el bufón no tiene nada que perder y el jugador todo. El 8 pensó en dedicarse a otra cosa, dejarlo todo. No había nada que celebrar en Tablada.

Salimos y los mosquitos revoloteaban por los pastizales del parque Irigoyen, era miércoles y compramos doce empanadas y un porrón de litro. Estar de un lado y estar del otro, elegir un club al azar para salir del ahogo y tropezar con una tribuna familiar. Un nene de rulos que no llegaba a los diez años jugaba con una botella de Manaos que servía de pelota, la pateaba a un arco imaginario y después se trepaba aal alambrado.

El día murió porque todos los días algo muere y todo lo que muere le sirve un poco a la vida. Si de alguna manera todo empezó con el desprecio, de alguna manera todo terminó con la alegría de sentirse parte de algo. Una madre con su recién nacido al salir de la cancha me saludó y me dijo, vinimos a sufrir un rato, qué se le va a hacer.