En diferentes textos venimos sosteniendo la importancia de destacar cómo el terrorismo de Estado se organizó a través de los campos de concentración-exterminio (La Huellas de la memoria. Psicoanálisis y SaludMental en los `60 y `70, Carpintero-Vainer, 2004).
Hoy más que nunca es necesario reafirmar nuestra posición, ya que estas circunstancias nos llevan a dos cuestiones. La primera es que desmiente en forma contundente la falacia de la teoría de los dos demonios que actualmente se recicla con la idea de una supuesta memoria completa donde esta última, al denunciar las acciones violentas de las organizaciones político-militares, niegan el genocidio realizado por los militares al que el presidente Milei y su vicepresidenta Villarroel llaman "excesos". La segunda es que su objetivo fue imponer una política social y económica a través del miedo al conjunto de la sociedad. Como dice Pilar Calveiro --una sobreviviente de un campo de concentración--: “No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria de este mensaje. Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado, para grabar la aceptación de un poder disciplinario y asesino; para lograr que se rindiera a su arbitrariedad, su omnipotencia y su condición irrestricta e ilimitada. Sólo así los militares podrían imponer un proyecto político y económico, pero, sobre todo, un proyecto que pretendía desaparecer de una vez y para siempre lo disfuncional, lo desestabilizador, lo diverso”. Es decir, anular toda manifestación de rebeldía contra el orden social establecido a través del miedo instalado en nuestros cuerpos (Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina, 2004).
El estudio del sistema de secuestro, tortura y desaparición de personas en nuestro país generó una polémica en relación a la aplicabilidad del concepto de "genocidio". Tanto desde las Ciencia Sociales como del Derecho hay posiciones a favor como en contra en el uso de su empleo.
Acordamos con aquellos que sostienen la figura de “genocidio”; en especial, la propuesta de Daniel Feierstein, que propone la idea de “prácticas sociales genocidas” como una herramienta para el análisis social e histórico (El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina, 2007). Es así como el autor muestra la relación estrecha entre las “prácticas genocidas” de los militares con los nazis: en ambos hay una intencionalidad política común de reorganización de las relaciones del conjunto de la sociedad. Además, el autor compara la construcción de un otro negativo; en Argentina: el “delincuente subversivo”, en Alemania: “el judío bolchevique”. Esto hace necesario la “realización simbólica” del genocidio en tanto exterminio de ese otro como de sus políticas. Por ello el desaparecido es aquel privado de la muerte, en tanto no es posible un duelo que exige enterrar un cuerpo.
Nuestro fundamento en relación al concepto de "genocidio" se sostiene en una necesidad de orden ético, ya que permite fundar una memoria colectiva del terrorismo de Estado. Una memoria colectiva de un genocidio organizado y planificado desde el Estado a través de los campos de concentración-exterminio.
Recordemos que en la historia de la humanidad no hubo muchas represiones instituidas en forma sistemática a través de los campos de concentración-exterminio. De allí la necesidad de rescatar el concepto de Tzvetan Todorov de “memoria ejemplar”, que permite abrir el recuerdo a la analogía y la ejemplificación transformado el acontecimiento que se rememora en un ejemplo que ve el pasado en un principio de acción para el presente (Los abusos de la memoria, 1998).
De allí la importancia de seguir sosteniendo la cifra de 30.000 desaparecidos --independientemente de quien la formuló--; este, en la memoria popular, es un número mítico que da cuenta de la magnitud de la represión. Aquellos que se limitan a lo reconocido por la Conadep, que son 8.961 desaparecidos reconocidos, utilizan este número para negar el genocidio. Llamativamente es la misma actitud de los neonazis que al cuestionar la cifra de 6.000.000 millones de judíos muertos en la Shoa niegan los campos de concentración nazis.
Algunos datos para la memoria
Entre 1976 y 1982 funcionaron 340 campos de concentración-exterminio en 11 de las 23 provincias argentinas, negados por las Fuerzas Armadas, que los denominaba Lugar de Reunión de Detenidos (LRD).
Algunos campos estaban instalados en bases militares especialmente equipadas para darles cabida. Sin embargo, eran los sitios en que nada se relacionaba con el Ejército los que mostraban la impunidad con la que operaba el régimen militar. Había campos que se encontraban en viejas escuelas rurales (La escuelita de Famaillá), en hospitales (Hospital Posadas), viejos galpones de tranvías (Olimpo), oficinas del Estado (Hidráulica de Córdoba, Club Atlético, Escuela de formación Física de Tucumán), viejas estaciones de radio provinciales (La Cacha), moteles en construcción (El Motel de Tucumán).
Cinco grandes campos de concentración conformaban el centro del sistema represivo de los militares: El Vesubio y Campo de Mayo en las afueras de Buenos Aires, la ESMA y Club Atlético en la Ciudad de Buenos Aires y la Perla en Córdoba.
El Vesubio había sido creado durante el gobierno de Isabel Perón. El general Suárez Mason controlaba sus actividades. En sus paredes había esvásticas pintadas y las peores brutalidades se reservaban a los prisioneros judíos. El campo de concentración de Campo de Mayo funcionó en la base del ejército del mismo nombre; era la unidad militar más importante del país conducida por el general Omar Riveros, sucedido por los generales Reynaldo Bignone y Cristino Nicolaides. Más de 3.500 prisioneros pasaron por este campo donde muy pocos sobrevivieron. La ESMA funcionó en el casino de oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde fueron detenidas y desaparecidas más de 5000 personas y sirvió a los intereses políticos del Almirante Massera. El Club Atlético funcionó en la Ciudad de Buenos Aires y formaba parte de la Superintendencia de la Policía Federal que dependía del primer cuerpo del ejército. El viejo depósito de suministros de la policía albergó más de 2000 prisioneros. En Córdoba estaba La Perla, que pertenecía al poderoso Tercer Cuerpo de Ejército que supervisaba tres provincias y más de la mitad del territorio de la Nación, bajo el mando del General Luciano Benjamín Menéndez.
En estas instituciones totales --como el psiquiátrico, las cárceles o los cuarteles-- se encerraba a los detenidos para iniciar un proceso de destrucción de su condición humana en la lógica característica de los campos de concentración-exterminio. Es decir, se los transformaba en una cosa, un número para luego eliminarlos; cuando entraban, como método, se los torturaba durante varios días, luego se los ataba, se los mantenían con una venda y se les asignaban un número. En estas condiciones podían estar semanas o meses sin hablar con nadie. Cualquier infracción era castigada con nuevas torturas. En algún momento --dependía de la arbitrariedad del poder-- eran llevados a la enfermería, donde se les inyectaba un calmante para ser “trasladados”. Este eufemismo se utilizaba para sacarlo del campo de concentración y trasladarlos a algún lugar donde eran fusilados o se los subía a un avión desde el cual eran tirados al mar. Los cadáveres eran enterrados en fosas comunes, incinerados o quedaban perdidos en el mar.
Ahora bien. Si ponemos el eje en los campos de concentración-exterminio es porque creemos que esta fue una historia negada por la sociedad. En este sentido, llamarlos “Centros de Detención Clandestinos” resulta más fácil que llamarlos campos de concentración-exterminio ya que nos lleva a preguntarnos ¿cómo una sociedad generó semejante barbarie? Y, aún más, ¿cuáles fueron sus efectos en la subjetividad?
Sigamos con lo que escribe Pilar Calveiro: “El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en medio de la sociedad, ‘del otro lado de la pared’, sólo puede existir en medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad ‘desaparecida’, tan anudada como los secuestrados mismos. A su vez, la parálisis de la sociedad se desprende directamente de la existencia de los campos; una y otros alimentan el dispositivo concentracionario y son parte de él. No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma”.
El negacionismo de este gobierno, acorde con su política económica y social, hace necesario seguir reafirmando una memoria colectiva como un espacio de lucha.
* Psicoanalista, director de la revista y la editorial Topía.