El discurso de Milei, tan exitoso durante la campaña electoral, se va desplazando hacia una zona de pérdida de credibilidad ante la flagrante contradicción entre relato y realidad. El ajuste es tan brutal y doloroso, que el Presidente ya no dice que lo pagará la casta, mutó hacia la variación discursiva: “tiene que hacerse con el esfuerzo de todos y todas”, con excepción de los “héroes”, que para Milei, vienen a ser los grandes empresarios supermillonarios. La cruda realidad demuestra que las corporaciones y sus dueños son la verdadera casta, y que nuevamente gozan de los beneficios del DNU 70/23, que les posibilita remarcar discrecionalmente los precios de los alimentos, las prepagas, los medicamentos, etc. También resultan una vez más favorecidos por la devaluación de 118 por ciento; de la rebaja generalizada en términos reales de los salarios y de las consecuencias sociales del ajuste. No se pretende “racionalizar” al Estado, sino liquidar su patrimonio privatizándolo, y conculcar todo tipo de derechos sociales, culturales y laborales. Ahora va quedando claro quién sufrirá las consecuencias del ajuste, desnudando la estafa infligida al electorado. Con el argumento artificioso de castigar a “la casta”, se mutila a guadañazos la estructura del Estado, cortando la obra pública, reduciendo jubilaciones; estableciendo tarifas insoportables para familias y Pymes. Para seguir aceptando un deterioro social tan hiriente, habría que pensar que todavía se sostiene en una parte de la sociedad una expectativa esperanzada, o el enojo con los gobiernos anteriores.
Sin embargo, el Presidente no trepida en pontificar para los tiempos su programa de reformas estructurales, “el más grande la historia de la humanidad”. Milei siente que en sus dos años de panelista televisivo y los tres meses de gobierno ya superó a Pericles, Cicerón, Carlomagno, Napoleón, Lincoln, Fidel; ni que hablar a sus enemigos preferidos: Marx, Roosevelt y Keynes. Lo cierto es que, luego de estos delirios, dejó en claro algo mucho más real: “para nosotros el eje central de la discusión es la batalla cultural, de allí que hay que llevarla al límite. En el fondo se discuten valores morales y culturales”. Así es que entre descalificaciones a la “casta” política, al nido de ratas del parlamento y que en la escuela pública las maestras y profesores lavan el cerebro; existe una convicción originada desde el centro del poder económico y político. Se debe librar una gran disputa cultural por ganar el cerebro y el corazón de los pueblos. Esa sí es la cuestión, como diría el gran Shakespeare.
La mutilación del Estado en aras de reducir el déficit fiscal es un clásico de los gobiernos neoliberales. En esas ocasiones el discurso se presentaba con un sesgo tecnocrático. Ahora la narrativa no expresa el argumento vinculado a parámetros de eficiencia, sino a la necesidad de demolerlo. Este punto de la disputa cultural y de sentido se ha vuelto crucial para seguir desplegando el ataque a todo lo público.
La historia de los planes y shocks de ajuste demuestra que la recesión genera una inevitable caída de la recaudación, lo cual resulta un limitante insalvable. En cambio, las oligarquías y las corporaciones locales y extranjeras siempre incrementan hasta el infinito sus fortunas, que luego giran al exterior “para protegerlas”. Luego de estas reiteradas experiencias históricas, la sociedad argentina debiera rechazar la retórica de los “ñoquis”, los “vagos” o la “grasa militante”, con la que se justifican siempre las decenas de miles de despidos en el sector público. Lo que en el fondo se está jugando no es una “imprescindible modernización” del funcionamiento estatal, sino colocar al Estado en un lugar subsidiario, para que sea el mercado, con su mano invisible, la que solucione los males sociales.
Existe una diferencia sustancial en el objetivo estratégico de este gobierno en relación a sus anteriores versiones neoliberales: no se propone restringir el poder sindical, mucho menos democratizarlo. Su objetivo es liquidarlo lisa y llanamente, soslayando cualquier matiz ideológico, político o histórico, expulsando a los seres humanos, trabajadores y profesionales, imprescindibles para llevar a la práctica las políticas públicas que necesita una sociedad para desarrollarse. Se impide deliberadamente la aplicación de políticas para garantizar derechos, educar, sanar, transportar, regular precios, garantizar jubilaciones y pensiones, promover la cultura, la información, el crédito, la ciencia y la tecnología, para distribuir la riqueza y el ingreso que socialmente se genera.
Estas semanas se exhibieron angustiosas imágenes de personas siendo despedidas, con las que solo corazones helados invadidos por odios y prejuicios pueden ser indiferentes o alegrarse. En suma, para que no haya política pública, no debe haber trabajadores estatales.
Liquidar al Estado, como proponen Milei y las corporaciones que están jugadas por sostenerlo, es llevar a la Argentina hacia el caos y al conflicto social. Es el dengue invadiendo sin ninguna política sanitaria para mitigarlo, mientras aumenta el padecimiento de miles de seres humanos. El récord de contagios y muertes por la enfermedad, la falta de repelentes y espirales, plan de vacunación, guardias hospitalarias estalladas, son la evidencia material del fracaso del mercado como instancia para resolver los problemas sociales. Se derrumba una vez más el sofisma de que con el libre juego de la oferta y la demanda las sociedades se equilibran.
De sostenerse el actual derrotero político marcado por la ultraderecha, crecerá la posibilidad de tener que afrontar una situación caótica como viene ocurriendo cada vez que se retira el Estado como regulador de la pulsión incontrolable de las corporaciones empresarias por potenciar sus ganancias.
Mientras tanto, el gobierno ultraderechista le rinde pleitesía a la ideología thatcheriana, a Estados Unidos y a la generala Richadson, intentando imponer nuevamente las relaciones carnales con los EE.UU., abandonando toda perspectiva americanista y de multilateralismo. El desmadre ideológico incluye lo nacional y lo internacional.
* Juan Carlos Junio es secretario general del Partido Solidario y director del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.