Ese día se parece demasiado a los otros aunque Branko (Alejandro Guerscovich) cumpla veinticinco años. La casa, que nunca existe en la instancia de la escena más que en la enunciación, parece un territorio por el que circulan personajes destemplados, atrapados en su pequeño drama. El tema recurrente, que en la puesta de Guillermo Cacace se vuelve tan directo que hasta nos hace dudar del realismo, es la silla de ruedas de Branko, su imposibilidad de caminar en una obra donde todxs circulan, se mueven y donde la acción misma de caminar parece una invocación permanente.
Por estos días Mi hijo sólo camina un poco más lento, está cumpliendo diez años ininterrumpidos de funciones. Primero en Apacheta los sábados y domingos a la mañana y, a partir del año 2017 en diferentes salas comerciales y festivales en horarios nocturnos. El Complejo Teatral de Buenos Aires programó diez funciones de despedida en el Teatro Alvear que terminan este fin de semana. El aniversario implica un recorrido por esta experiencia escénica que surgió a partir del Festival Europa + América con curaduría de Matías Umpierrez en el año 2014.
El texto que Ivor Martinic escribió a los 27 años no puede ser leído únicamente desde la anécdota. El formato chejoviano conjuga lo banal y lo más grave en una cotidianidad de la que es conveniente desconfiar. Cacace supo ir contra los mecanismos de una representación mimética para crear un dispositivo escénico e interpretativo que se convirtiera en otra estructura dramática. Los actores y actrices no realizan las acciones que menciona el narrador, a cargo de Juan Andrés Romanazzi, el espacio no intenta acercarse a la forma escenográfica de la casa, lxs intérpretes permanecen con la ropa de ensayo, enfundadxs en equipos deportivos que les dan cierta similitud, más allá de la diferencia de edad. Lo que logró Cacace desde la dirección fue capturar algo de la esencia de la vida que surge en el armado de pequeños conflictos, en apariencia simples pero que conjugan lo más determinante de una existencia.
La decisión de incorporar la figura del narrador, ausente en el texto, tuvo que ver con la valoración de las didascalias que permiten comentarios poéticos y breves opiniones, como si el autor interviniera y siguiera pensando lo que sucede. Este procedimiento permitió una disociación entre el comportamiento de lxs intérpretes y las acciones concretas. Muchos de los movimientos, desplazamientos u objetos que menciona el narrador no están en la escena. De este modo Cacace articula un montaje entre ese hiperrealismo de la sala Apacheta, con la luz natural y la extrema cercanía de lxs espectadorxs y un comportamiento que hace de una acción que se posterga, que se deja invadir por los relatos, urgencias y disperciones de cada personaje, una composición de las situaciones que evidencia el simulacro a partir de una presencia constante de todos los intérpretes en la escena que cumplen también la función de organizar el espacio, de mirar lo que sucede como si cada parte de esa trama fuera susceptible de ser cambiada o inventada de nuevo.
El texto del autor croata ofrece una emocionalidad mesurada y nuestra percepción es la de estar asistiendo a una obra en proceso, como si todo lo que ocurre se descubriera en ese instante.
Una propuesta estética que estaba destinada a desligarse de toda lógica comercial (una obra que tenía funciones un domingo a la mañana de un autor croata desconocido con un elenco conformado por actores y actrices del teatro alternativo), se convirtió en una experiencia a la que todxs querían acercarse. Primero se sumaron funciones los sábados a la mañana y a las dos de la tarde y después las salas comerciales quisieron capitalizar un material por el que jamás se hubieran arriesgado. Este pasaje obligó a la obra a aceptar las formas de representación convencionales: un escenario a la italiana con funciones en horarios nocturnos. Cacace supo encontrar equivalentes y el equipo aprendió a resistir a la lejanía de la platea. En la versión que puede verse en el Teatro Alvear lxs intérpretes corren como si todavía estuvieran entrenando y las luces prendidas de la sala y el escenario, con todo el andamiaje escénico a la vista, recuerdan ese naturalismo que rechaza y, al mismo tiempo señala el artificio.
Lo que permanece está ligado a comprender que los procedimientos teatrales son la materia para elaborar y desarrollar una puesta en escena desconcertante donde el azar funciona como ese impulso que instala a los personajes en la incertidumbre. Lo que se sacrifica responde a las condiciones de adaptación de las piezas artísticas. Mi hijo sólo camina un poco más lento es un material que permite pensarse a sí mismo y discutir las maneras en que los artistas trazan alianzas con el público que apelan a otras composiciones del tiempo y de lo sensible y que deben ser leídas como una parte indispensable de su armado estético.
Mi hijo sólo camina un poco más lento se presenta este viernes, sábado y domingo a las 20 en el Teatro Alvear.