Se la llamó la partícula de Dios pero era su partícula: el bosón de Higgs. La última pieza, de momento, del Modelo Estándar.
Se apagó la intensa mirada de Peter Higgs. Sus melancólicos ojos de color gris ámbar, pequeños y vivaces, se cerraron para siempre tras el matorral de sus pobladas cejas. Ya no queda nadie en este mundo que pueda jactarse de haber predicho una partícula elemental. El bosón de Higgs, cuyo descubrimiento fue anunciado por el CERN el 4 de julio de 2012, puso el broche de oro a uno de los emprendimientos científicos más gloriosos de la historia.
Hace poco más de seis décadas, la arquitectura de la física de partículas, sus constituyentes y leyes, estaba siendo descubierta a gran velocidad al tiempo que persistía y crecía una pregunta fundamental: ¿cuál es el origen de la masa? La matemática, ese elegante lenguaje en el que nos susurra sus secretos la Naturaleza, aseguraba enfáticamente que las partículas puntuales, carentes de envergadura, no tenían donde albergar su masa.
Higgs concibió la posibilidad de que ésta fuera una propiedad adquirida por las partículas al habitar un medio con características muy especiales: el vacío cuántico. Propuso en detalle el mecanismo a mediados de 1964 y concluyó que, de ser cierto, el propio vacío sería capaz de engendrar una partícula nueva, radicalmente distinta a todas las conocidas, la única que no posee espín: el bosón de Higgs.
Recién en 1976 se comprendió de qué modo podrían encontrarse indicios que dejaran en evidencia a este nuevo habitante del zoológico de las partículas elementales, pero su hallazgo demandó la construcción de más de un colisionador. Como si se tratara del santo grial, su carácter elusivo no hizo más que agrandar su fama y agitar las alas del deseo de la comunidad científica. La espera se prolongó medio siglo. La astucia de un editor sugirió llamarla "la partícula de Dios", confiriéndole categoría divina a este señor tímido y bonachón nacido en Newcastle upon Tyne en 1929.
Peter Higgs fue un hombre extremadamente austero e introvertido por el que se sentía inmediata simpatía. Hijo único, con episodios de asma que en la infancia lo obligaron a pasar largas temporadas sin ir al colegio, fue, según sus propias palabras, "un niño no muy sociable". Su mamá se ocupaba de que el pequeño Peter estudiara y, por lo visto, era una excelente maestra: "Gracias a las clases de mi madre estaba bastante adelantado respecto a mis compañeros". La escuela secundaria la hizo en Bristol, en la Cotham Grammar School, a la que había asistido Paul Dirac. Curiosamente, ambos predijeron la existencia de una nueva partícula con argumentos teóricos, tan sofisticados como elegantes, y tanto el positrón como el bosón de Higgs fueron encontrados. Nadie podía imaginar en el momento de su descubrimiento, por cierto, que en el siglo XXI los positrones salvarían millones de vidas mediante su uso en el diagnóstico por imágenes.
Abrumado por la repentina fama alcanzada con el descubrimiento de su bosón, Higgs aseguró en una charla que tuvimos en Edimburgo que no respondería a la llamada de la academia sueca el día que le otorgaran el Nobel. El martes 8 de octubre de 2013, a último momento, se informó que el anuncio del premio Nobel de Física se posponía media hora. No pude evitar reírme a solas imaginando a Peter Higgs al lado del teléfono que no paraba de sonar. Pero luego me contó que su decisión fue más drástica: "Salí a almorzar a la zona del puerto de Leith. Quería ir aún más lejos, a las West Highlands, pero ese plan no funcionó".
"Cuando volvía a mi casa, por la tarde, una mujer de unos 65 años que se identificó como una antigua vecina, detuvo su coche y cruzó la calle para decirme 'Felicitaciones por las noticias', a lo que respondí '¿Qué noticias?'. Me dijo que su hija la llamó de Londres para comentarle que yo había ganado ese premio". Ese premio. Así, literalmente, se refería Peter Higgs al premio Nobel. Jamás le dio la menor importancia.
El 11 de junio de 2023 fui a visitarlo a Edimburgo y agregó un detalle que él interpretaba como muy revelador en esta historia. El sitio exacto en el que la vecina detuvo su coche y lo felicitó, a poco más de una cuadra de su casa, fue frente a la casona en la que James Clerk Maxwell, uno de los científicos más grandes de todos los tiempos, había pasado parte de su infancia y juventud mientras estudiaba en Edimburgo. La teoría de Higgs también explicaba el mecanismo por el que el electromagnetismo de Maxwell habría surgido a partir de la interacción electrodébil en los primeros instantes tras el Big Bang. La admiración por Maxwell y esta secreta conexión con él le resultaban mucho más significativos que el premio Nobel de Física.
A pesar de su timidez proverbial, Higgs fue una persona muy conectada con el mundo cultural y político de su tiempo. Un asiduo participante en las actividades del Festival de Edimburgo mientras la salud se lo permitió, llegó a rechazar invitaciones a conferencias por no perderse la atmósfera multicultural que impregna la ciudad en esos días. Se interesó por la historia de las brigadas internacionales en la Guerra Civil española y denunció junto a muchos otros físicos el criminal golpe de Estado dado por Augusto Pinochet en Chile. Ávido lector, entre otros, de McEwan y Borges, Higgs fue sobre todo un gran melómano. La principal inversión que hizo con el dinero del premio Nobel fue comprarse un equipo de música que acompañara sus últimos años de vida, en los que ya no pudo salir de casa.
Peter Higgs recibió numerosos honores y lo hizo casi siempre con desdén. En cambio, fue una persona afectiva y conectada con las pequeñas cosas. También con los personajes secundarios de su vida. Cuando recibió el premio Príncipe de Asturias nos invitó a algunos a compartir ese momento. Tras la ceremonia hubo una recepción privada con la monarquía española. Agobiado, después de unos minutos, nos dijo que quería ir a un lugar más tranquilo. La oficial de protocolo se disponía a sugerirle un exclusivo restaurante para una cena íntima y tranquila cuando Higgs le respondió “muchas gracias pero prefiero ir a La Paloma, aquí a la vuelta”. Hacia allí nos dirigimos. Sin escalas. De compartir impresiones con el príncipe Felipe en la fastuosa escenografía del antiguo Hospicio de Oviedo a un restaurante de mantel de papel, mozos bromistas, borrachos alegres en la barra, raciones compartidas y notable vermut. Así era Peter Higgs, el hombre.
* Físico teórico, IGFAE, Universidad de Santiago de Compostela.