Una célebre tapa del New Yorker dibujada por Saul Steinberg sintetiza la idea en una perspectiva de las calles neoyorkinas con sus nombres. Sigue el océano Atlántico y, a lo lejos, se ven Europa y Asia. Fácilmente se podría adivinar otra Nueva York al fondo, agazapada tras un breve Pacifico. En esta calesita cabe la vida de César Civita, el responsable de que Steinberg llegara alguna vez a Nueva York. O de muchas otras cosas.

Civita nació en Nueva York en 1905, donde nació también su hermano Víctor, mientras que el menor, Arturo, lo hizo tras el regreso de la familia a Italia. Los Civita estudiaron algunos años administración de negocios en Estados Unidos, para luego trabajar con su padre en una sociedad importadora de Milán, donde terminaron editando para sus clientes la publicación Garage moderno. Esta primera experiencia editorial llevó a Cesar a la prestigiosa Mondadori, para la que logró un acuerdo de representación con Disney que permitió publicar las revistas Topolino (Ratón Mickey) y Paperino (Pato Donald). Civita fue responsable también de títulos tales como Settebello y Grandi firme, donde colaboró con Cesare Zavattini, quien después se convertiría en una de las figuras mayores del neorrealismo, y con quien compartió la pasión por el cine que lo llevó a realizar por esos años dos películas, una de ellas junto a Mario Monicelli (también vinculado a Mondadori por lazos periodísticos y familiares). Esta última producción, I ragazzi di via Pal (1935), no suele ser muy mencionada y viene con el dato curioso de estar interpretada en su totalidad por jóvenes miembros del Gruppo Universitario Fascista de Milán; primer nota al pie que indica en César una figura más compleja de lo que se venía contando. No es la única.

Para ilustrar las portadas de Topolino, Civita decidió adaptar el ratón al gusto local, llamando a uno de los dibujantes italianos más conocidos del período, Antonio Rubino, el célebre ilustrador de Il balilla, la revista del niño de la nueva Italia, birrete y camisa oscura haciendo juego. Otro detalle interesante, mencionado cándidamente por su biógrafa Eugenia Scarzanella, es su “paréntesis africano entre 1936 y 1937, cuando junto con Víctor se traslada a Etiopía para ocuparse de la importación y la exportación de materiales varios, desde grupos electrógenos hasta repuestos para camiones”; es decir, en paralelo con la incursión bélica del Duce sobre esa nación africana.

Un pequeño detalle a considerar es que la Italia del primer fascismo, sin dejar de ser un régimen autoritario, contaba con una gran cantidad de expatriados que la percibían como un sitio menos peligroso para vivir que sus naciones de origen (uno de estos visitantes, el rumano Saul Steinberg, estudiante de arquitectura en la Universidad de Milán y colaborador de Settebello, iba a desarrollar por entonces una amistad con Civita que resultaría providencial). Pero este espejismo se acabó tras la promulgación de las leyes raciales, en julio de 1938, con las que Italia se puso a tono con las últimas modas alemanas. Los Civita, familia judía, debían abandonar el país, y César organizó la partida general. Con los derechos de Disney, cedidos por Mondadori a este propósito, logró pagar la salida de Europa: vendió a editores ingleses los viejos Cinelibri italianos, pequeños “flipbooks” que les permitieron vivir hasta conseguir la visa para Estados Unidos. Salió el último de todos, en el mismo barco que también se llevaba a Thomas Mann.

César Civita

TODO EN LÍNEA

Desde la casa de sus padres en New Rochelle, César trató de reconstruir su carrera. Ofreció a Chaplin comprarle los derechos de El gran dictador para pasarla en Brasil, tanteó el mercado editorial; todo en vano. El sur del continente, en cambio, parecía más promisorio. Su amistad con Kay Kamen, responsable de la explotación comercial de los personajes de Disney, le permitió viajar como representante de la empresa. En 1941, Civita se trasladó a Buenos Aires con su familia. Su acuerdo con Disney lo convertía casi en un empleado. Pero había otros que estaban peor y Civita no los había olvidado.

Saul Steinberg había quedado atrapado en la telaraña de la Italia de las leyes raciales. A pesar de haber concluido sus estudios de arquitectura, la nueva legislación le impedía cualquier trabajo y sus colaboraciones debían ser anónimas. Pero seguía en contacto con César y, con él como agente, sus dibujos se publicaron por primera vez en publicaciones americanas. Cuando Civita fracasó en su intento de conseguirle un visado estadounidense, probó con mejor fortuna en República Dominicana y Steinberg recibió un boleto de Lisboa a Santo Domingo. Fue detenido por las autoridades portuguesas y devuelto a Milán, desde donde fue enviado al campo de internamiento de Tortoreto. Tras unos meses, fue liberado y esta vez pudo viajar. Desde República Dominicana, enviaba regularmente paquetes de dibujos a Civita, en NY, quien, junto a familiares del artista, inició el lento proceso de conseguir un visado norteamericano para su representado. Para cuando Steinberg fue admitido en los Estados Unidos, Civita ya estaba en la Argentina.

En Buenos Aires, César retomó el contacto con otros emigrados italianos, también judíos, con los que planificaron la creación de una editorial propia. Civita deseaba independizarse de Disney para tratarlo en los términos de Mondadori. Habían involucrado en la empresa a un joven estudiante de física hijo de rusos, que había convenido enseñar español a los recién llegados. Se llamaba Boris Spivacow. Se trató entonces de conseguir el capital necesario. César logró hacer salir de Italia parte de sus ahorros escondidos en la túnica de un fraile romano; consiguió préstamos y empeñó diamantes. Spivacow sugirió nombres para la nueva editorial; se eligió Editorial Abril. Como logo se adoptó un arbolito, símbolo del conocimiento.

En paralelo, Civita estudió el mercado local. Era imposible competir con personajes consagrados como Patoruzú, mientras que el comic norteamericano estaba pobremente representados por las ediciones piratas de la Editorial Tor. Por otro lado, la nueva editorial necesitaba un proyecto fácil de realizar y compatible con la representación de los productos Disney. La guerra mundial implicaba escasez de papel, y Civita advirtió la ventaja que obtendrían productos de pequeñas dimensiones: ese fue el origen de los Pequeños Grandes Libros. En paralelo con sus proyectos más comerciales, César no dejó de ensayar otros más personales, como la edición local de Todo en línea, el primer libro de Saul Steinberg, quien ya tenía un público argentino que lo conocía por Bertoldo y Settebello.

Portada de la edición italiana de Topolino

DEL PATO A PRATT

Tras algunos años de carrera, la Editorial Abril se convirtió en una empresa lo suficientemente sólida como para encarar la publicación de una costosa “revista Disney”. En 1944, salió el primer número de Pato Donald. Civita continuó en esta publicación con su idea de adaptar el personaje al gusto local, incluyendo episodios autóctonos del pato o permitiendo toques nativos en las traducciones de las historietas creadas por Carl Barks. Para entonces, la guerra estaba acabando y Civita pudo retomar el contacto con Italia. Rápidamente, advirtió como la posguerra había dejado un país destruido y guionistas y dibujantes constituían una mano de obra desempleada, que vagaba por la península haciendo caricaturas de soldados a cambio de cigarrillos. Argentina tenía en cambio un público próspero y numeroso.

Se necesitaba entonces un símbolo de la confraternidad ítalo argentina y Civita lo encontró en el escritor Emilio Salgari. La revista Salgari (enfocada en la historieta de aventuras) apareció en 1947, compuesta principalmente por material de autores italianos. El éxito de esta publicación hizo que César pensara en la importación del dibujante vivo, en lugar de hacerlo sólo con su producción. Pero algunas experiencias aisladas con artistas que iban y venían lo convencieron de que el experimento era sólo factible con la nueva generación. Contactó entonces a los jóvenes autores del llamado “Grupo de Venecia” nucleados en torno a la revista Asso di picche. Hugo Pratt, Ivo Pavone, Alberto Ongaro y Mario Faustinelli fueron embalados y traídos a la Argentina para dibujar historietas. Misterix -y la posterior Rayo rojo- devinieron laboratorios, y el trabajo de los muchachos conectó con una generación de nuevos autores argentinos como los guionistas Héctor Germán Oesterheld y Julio Almada o los dibujantes Francisco Solano López y Eugenio Zoppi.

No es el único terreno en el que César incursionó. La revista Más allá, primera dedicada a la ciencia ficción en Latinoamérica, tuvo como director -según algunas versiones- a Oesterheld, que también se encargó junto a Spivacow de la línea infantil de la editorial, con el celebrado Gatito, dibujado por Hugo Csesc. Pero la bomba HGO estalló realmente cuando Civita lo puso en contacto con el ascendente Hugo Pratt. Las creaciones del dúo modificaron el panorama local para siempre, y a la larga, el internacional, dado que la historieta europea actual sería bastante diferente sin los trece años que Hugo Pratt vivió en la Argentina. Sin embargo, del paso del guionista por la editorial se desprende otro dato significativo. Las joyas de la colaboración Oesterheld-Pratt no salieron en Abril sino en Frontera, la empresa en la que el guionista se embarcó buscando una libertad mayor que la permitida por el editor italiano. Algo parecido pasó con Spivacow, que siguió su camino para fundar Eudeba y luego el Centro Editor de América Latina. Los pichones de Civita avanzaban sobre terrenos donde el viejo César jamás se hubiese atrevido.

Portada de la edición argentina del libro de Steinberg

NINGÚN GARABATO

El dibujante argentino Oscar Zárate fue un testigo privilegiado de la época. A mediados de la década del 50, Civita había creado un sindicato para vender sus historietas a otros países, llamado Surameris. Zárate era por entonces el encargado de remontar páginas a otros formatos: “Al lado del escritorio de Civita, sobre la pared, había un dibujo muy grande. De acuerdo a mi estética de ese momento, que era la de Hugo Pratt, era un dibujo hecho por un chico. Lo tenía firmado: Steinberg. Me puso inquieto. Una, porque este hombre que admiro, Civita, tenía este dibujo. Yo no sabía que estaba publicado, no sabía que era Steinberg. Pensé que algo debía pasar; no podía ser un garabato. Lo que me pasó en Editorial Abril fue un poco así, en todo. Había artistas y poetas. Era un semillero.”

La idea del semillero viene muy bien para englobar la actividad de Civita. La paradoja Civita era la de un hombre de negocios más bien conservador, que, sin embargo, producía todo tipo de invenciones alocadas a su paso; algunas como continuación de su impulso inicial y otras incluso contradiciéndolo. Porque en la calesita de Civita iban montados Disney y Rubino, medio neorrealismo italiano, Steinberg, Pratt, Oesterheld y Spivacow. Suficiente como para marear a cualquiera.

Zárate consigna también, con algo de tristeza, como Civita terminó por abandonar la historieta para concentrarse en publicaciones periodísticas como Siete días o Panorama. En cualquier caso, la carrera de Abril como una empresa exclusivamente periodística ya es otra historia, una que llegó hasta la última dictadura militar, la misma en la que Oesterheld y sus cuatro hijas se convirtieron en desaparecidos, la misma en que buena parte de la producción de Spivacow se hizo humo, y cuyos prolegómenos convencieron a César de que la actividad editorial ya no era una empresa segura y que la Argentina tampoco. Civita vendió sus publicaciones y se fue, sólo para volver al país tras el regreso de la democracia.

Murió en 2005 en Buenos Aires. Pudo haber llegado a los 100, pero prefirió quedarse en 99. Así son los semilleros, nunca terminan del todo lo que empiezan. Prefieren dejar algo de espacio para el resto.