En el banco de madera duermen todas las dunas, y entre las dunas, el caer de tantas lunas alumbran los ojos quietos de John Reed. Ese nombre se parece poco al hombre que predicó en el desierto y se parece menos al de Juan Rojas que suelta el lienzo sobre el madero inclinado. Rojas ya no puede apretar la tela. La sed lo invade cuando llega al tercer escalón. Siente subir el agua por sus pulmones mientras empuja el banco hacia la casa. La luna oscurece sus manos, Durante un instante se ahoga y como aquella noche lejana en el estuario busca aferrarse al madero. El banco se torna pesado tal vez por el ripio bajo la ventana. Varias de las astillas lo lastiman a pesar de tener las manos cubiertas por la tela.
Vuelve a leer el nombre. Recuerda el sonido de esas palabras. Se dice que ya es el tiempo de intentar subir el banco hacia la casa. Rojas es de pocas palabras y nadie en el arrabal sabe que gasta sus días en las noches silenciosas del jardín. Vuelve a encontrar sus viejos ojos huidizos mirando más allá de la reja. Un segundo vahído lo empuja al leer el nombre escrito sobre la tela. Es la misma, piensa. El paso tambaleante mal sostenido en el segundo paso confirma el hallazgo al acercarse hasta la reja. La reja es simple, no tiene arabescos ni cruces. Desde el banco nota como el viento suave mueve un trapo en la puerta oxidada. Alguien se aleja gritando el nombre de John Reed por entre las sombras de la noche reciente.
Rojas respira profundo sentado bajo la ventana. Nota que el madero ha soltado una astilla después de tantos años. Ahora se da cuenta que al clavarlo para hacer el banco fue un acto impensado. Recién llegaba del desierto y al ver el jardín parecido al del cuadro, se puso a trabajar bajo la pequeña ventana al lado de los jazmines. Va acomodando el banco de aquí hacia allá hasta encontrar la posición que lo deje ver la sombra de la tierra tapando la luna.
Como siempre, el madero en el banco no pesa nada para él. No puede sin embargo alejarse más de unos metros del jardín sin que algo lo lastime. La última vez perdió un diente apenas dobló la esquina. Es el precio a pagar por permanecer hasta el fin. No se olvida que durante el viaje desde el desierto quiso tirar el madero por la borda del buque pesquero. Pero el mismo madero le indicó su destino al hacerse tan pesado, como pesaron todas las arenas del desierto. No recuerda de ese puerto más que el madero cayendo ante todos los barcos menos frente a uno. De la caravana solo recuerda que lo encontró abatido apenas horas después del paso de la nube oscura.
Los murmullos se alejan dejándolo solo ante las mantas abandonadas. Siguen los gritos y él no entiende el mensaje de los discípulos que lo secundan. Unas gotas espesas resbalan desde la antigua herida en la mano hacia el orificio en la madera. Sin embargo, no son más que el agua teñida por la sombra del eclipse que todos esperan. Se asusta. Suena el primer grito multiplicado por cada uno de todos los gritos. Bebe hasta saciar la sed suya y la de los fieles.
Un murmullo se mueve según el vaivén del vaso. Al ver teñirse el cielo levanta con mano de profeta el vaso apoyado en las nervaduras del madero. A su lado lo secundan quienes más creen en la palabra. Ellos señalan a los fieles que comienzan a llegar desde los cuatro extremos atraídos por los rumores que se prolongan desde las cuatro direcciones del mundo. Él está esperando en la cabeza del valle desde hace más de diez días. La fatiga lo intenta vencer, pero no se permite rendir. Lleva contados siete días de ayuno. Piensa en la sed que sufrirán sus fieles esperando los hechos de la profecía. Se prepara para ayunar junto a sus dos discípulos. Tratará de beber ante ellos solo cuando caigan las sombras. No sabe cual es el tiempo en el que se darán las cosas. Si su sed, frente a la sed de todos esperará la profecía. Sí podrá no satisfacer el odio de los detractores. De algo está seguro. Será en aquel desierto al inicio del valle.
Otros muchos se acercan y lo alaban al propagar la nueva palabra. Habla con la fluidez que supo perder al alejarse del madero. Decide entonces que el madero ya no deje de acompañarlo. Durante el sueño el madero recuperado le dicta cómo anunciar el eclipse que ningún astrónomo sabrá pronosticar. Regresa en busca del madero que dejó cerca de la abadía. De a poco fue perdiendo la fluidez en las palabras. Pasa horas callado. Entiende que clase de hombres difunden las calumnias de su ser como el más falso de todos los profetas. Sin embargo no sabe explicar la palabra. Ve un judas por cada quien le pregunta por la palabra. Por varios meses se pierde entre la marea de fieles que lo llevan alejándose del madero. El madero ha quedado en los sótanos húmedos de la casa contigua a la abadía. El mismo lo asentó sobre el piso de piedras luego de ser rechazado sin desdén por el abad. Este le argumenta la vejez del edificio para soportar la magnitud de los nuevos fieles de conducta imperativa y le sugiere regresar con sus palabras cantadas hacia las orillas del estuario.
Todo el cambio sucede en el estuario. Su hablar ahora es sin fisuras. Un vacío en la vida cotidiana amontona a quienes sienten necesidad del profeta. Los ojos de Reed han dejado de huir de persona en persona. La palabra lo aleja del miedo. Muchos se acercan para escuchar ese tono pegadizo de canción de puertos antiguos. Es el madero quien lo invita a recitar la palabra que en un principio le parece ajena. Todos los enfermos y necesitados lo demoran pidiendo su ayuda. En las orillas del estuario hablan de él y él teme ser reconocido por el anticuario. Va tocando sin querer las llagas de los habitantes de las callecitas aledañas al río como la tabla tocó varias veces su propia herida.
La mano apenas tiene una marca y sus pensamientos son más claros después de haber sido lavados por la fiebre. Todo se le ha hecho de colores opacos entre luces brillantes. Es la herida. Debe ser la herida cubierta de una masa negruzca formada como las nervaduras de la tabla. La resolana lo despierta aturdido junto al madero encallado en el barro del estuario. Siente tres golpes secos contra sus costillas. El agua penetra profundo en sus pulmones. La luz de la orilla se apaga en cada oleada. Sopla viento de repente y lo suelta del madero que hace de balsa. Decide ahora saltar del barco y flotar hasta la orilla donde lo espera el anticuario. Se despoja de esa tela molesta. Elige al más pequeño de los dos barcos que están por zarpar del puerto. Mira agitado la neblina flotando sobre la ciudad.
Si se detuviera a escuchar solo sentiría correr a las ratas por entre las calles oscuras. Más allá está la esquina antes del puerto que vio intercambiar tantas especias por barcos negreros. Le asombra con alegría la liviandad de su carga a pesar del tamaño, aunque también estorba su andar por entre los pasadizos formados por las casas de altos. Empieza a correr con el dolor de la astilla en la mano derecha. Salta. Mira y vacila por la altura y por el ruido que harán las chapas.
Deja el martillo, lo limpia con la tela olvidada al lado del banco. Al fin logra desclavar el madero. Cuánto ingenio piensa. Es sin dudas este porque parece más oxidado. Solo que en el extremo es cuadrado y no alcanza a hacer palanca en el clavo. Quiere estar seguro. Pregunta con un gesto pero el custodio a su lado solo repite el quejido. El custodio tira el jarro de agua que le ofrece Reed. Recorre los paisajes de los cuadros guardando el nombre de un arrabal en su memoria. Escancia del aguardiente que bebieron hasta hace media hora. Un poco mareado busca sentarse burlándose de las palabras raras en la tela que envuelve el banco. Siente un hilo de sangre corriendo por el dedo de la mano derecha y descarga otro golpe sobre el custodio. Mira la escena mientras el custodio que ahora parece un anciano dice con dificultad: John Reed, uno es los actos que realiza, más allá de las palabras que pueda decir. Verás con cual de los dos maderos me has golpeado, si ha sido con el madero de él, o con el de quien a su lado murió.