Lo primero que leí de José Pablo Feinmann fue un artículo en la revista Superhumor (uno de los proyectos paralelos de la revista Humor Registrado) que, si mal no recuerdo, se llamaba “Richard Widmark y el mal”. Era un análisis de la película El beso de la muerte de Henry Hathaway (1947) desde la filosofía hegeliana. Yo tenía unos 15 años, no había visto la película de Hathaway, no reconocía el nombre Richard Widmark, ni había leído a Hegel, pero el artículo me fascinó. Me gustaba cómo podía sacar conclusiones inteligentes a partir de una imagen cinematográfica, cómo podía explicar en pocas palabras un concepto filosófico, como para que un pibe quinceañero lo entendiera.

En ese momento me imaginé escribiendo en Humor artículos de esas características. Nunca llegué a publicar en la revista que dirigían Andrés Cascioli y Tomás Sanz, pero ese cruce entre cultura popular y pensamiento, entre las llamadas alta y baja cultura, fue lo que quise aplicar en la revista V de Vian en los años 90.

Todavía no había leído artículos políticos suyos porque recién comenzaba la apertura política y Feinmann prefería alimentar la reflexión desde fenómenos culturales, como su nota sobre una película de Jerry Lewis y la filosofía sartreana. Pero desde 1983 sus notas en Humor apuntaron a otros cruces: la apertura democrática, el papel de los partidos políticos, el vínculo con el pensamiento nacional histórico.

Al año siguiente, en pleno comienzo de la democracia, decidí hacer el curso de historia argentina que él dictaba en la librería Clásica y Moderna. Éramos un grupo de señores mayores (al menos eso me pareció en ese momento) y yo. En una ocasión, Feinmann trajo un libro de Marx y estaba emocionado, porque era la primera vez en muchos años que se animaba a salir con un libro de pensamiento marxista sin forrarlo. Recuerdo que contó que en los años '70, en cafés como La Paz de la avenida Corrientes, la gente se agarraba a trompadas discutiendo ideas políticas. Me pareció el colmo de la perfección: qué lindo sería --pensé-- agarrarse a piñas defendiendo lo que uno piensa. Creo que él ya no estaba de acuerdo con eso y yo, con los años, también crecí. Pero no dejé de sentir esa nostalgia por los tiempos que no viví, en los que Feinmann era un joven profesor de filosofía, fundador del Centro de Estudios del Pensamiento Latinoamericano en la UBA.

Una sola vez en ese curso me acerqué para decirle algo. Le quería avisar que no iba a estar en la clase siguiente porque me iba de viaje de egresados. Me pareció que me miraba extrañado. Tal vez no se había dado cuenta de que tenía un alumno de secundaria, o tal vez creía que no valía hacer el viaje de egresados y perderme su clase, algo que se me había pasado por la cabeza. Para bien de mi adolescencia y próxima juventud decidí no hacer el cambio e irme a Bariloche.

El primer libro que leí de Feinmann fue poco después del curso: Filosofía y Nación, un conjunto de ensayos sobre el pensamiento nacional, vinculados con momentos clave de la historia argentina. Con ese libro aprendí que “hay tantas interpretaciones de nuestro pasado histórico como proyectos políticos en vigencia coexisten en nuestro presente”. Una idea sencilla, clara e iluminadora. Así era siempre Feinmann cuando explicaba algo.

Entre los 16 y los 19 escribí una novela de 350 páginas que transcurría en dos tiempos. La historia principal iba de abril a octubre de 1983, la otra atravesaba a un par de amigos desde los años 60 a 1978. Uno tomaba el camino del hipismo y el otro la guerrilla. En esa historia había un episodio en el que un grupo de intelectuales se agarraba a trompadas en La Paz y un tal José Pablo intentaba separarlos. La novela mecanografiada, que debía ser mala, se perdió probablemente para siempre.

Esos años y los posteriores fueron de mucha lectura de literatura argentina, buscando mi propia voz narrativa. Con José Pablo Feinmann descubrí que se podía escribir policial negro sin caer en los estereotipos de la novela norteamericana. Leí primero Ni el tiro del final y después Últimos días de la víctima. Como los autores de su generación (Piglia, Soriano, Medina, Asís, Gandolfo), Feinmann había encontrado su forma de usar la lengua nacional de manera propia, nuestra, sin caer en los peligros del lenguaje de traducción o la búsqueda de un idioma neutro.

A mediados de los años 90, participé en los primeros números de Radar. Además de escribir algunos artículos, armaba gran parte de la página 2 del flamante suplemento cultural de Página/12. Era la época en la que los lectores participaban enviando faxes y había que ir a la redacción para entregar las notas, llevadas en disquete con el texto convertido en Word Perfect 5.1, el único que leía la computadora del diario. En esos tiempos me cruzaba seguido con Feinmann, que venía a entregar sus contratapas. Le causaba gracia algo que yo había escrito sobre él en la revista V de Vian: que había más profundidad de pensamiento en un ensayo de Filosofía y Nación que en toda la obra ensayística de Sabato.

Desde que Milei ganó las elecciones y seguramente por mucho tiempo más, me hago siempre una pregunta: ¿qué habría escrito José Pablo Feinmann sobre la realidad argentina de estos meses? ¿Con qué argumentos hubiera desarmado el endeble marco ideológico de los Caputo --el asesor y el ministro--, los Milei --él y ella--, los Macri --el viajero inepto y el inepto viajero--? ¿Qué pensaría sobre el papel de la oposición? ¿A qué conclusiones llegaría sobre la deriva del peronismo? Qué falta hace su claridad conceptual, su elocuencia, su mirada desde el lado de los que la están pasando muy mal.

En junio de 1981, cuando estábamos bajo la dictadura militar y era difícil vislumbrar la salida de ese régimen genocida, Feinmann publicó en la revista Medios y Comunicación un breve artículo titulado “De la desesperanza como principio del conocimiento”. Dice José Pablo:

“La desesperanza no es escepticismo. No es negación pura. No es vacío. La desesperanza no es inacción. A nadie autoriza a sumergirse en el amargo lamento de las causas perdidas. (…) Aparece en ciertos singulares momentos: cuando se siente que la historia no juega, necesariamente del lado de uno, que nada tiene que ver con el progreso indefinido, que tiene avances pero también dolorosos y hasta cruentos retrocesos; cuando no se ve el horizonte ni se sabe cómo inventarlo. (...) La desesperanza, como la duda, nace para morir, para transformarse en su contrario, para encontrar su otra cara, la de la esperanza, que no es sino la misma pero con todo el peso y la riqueza de la quiebra y la laboriosa experiencia”.

 

Podría haberlo escrito hoy, para una contratapa.