“Un día estaba leyendo en un café de Palermo. Adentro estábamos con aire acondicionado porque hacía un calor tremendo y afuera unos albañiles trabajaban a pleno sol. Entonces decidí tomar una foto de la situación, de aquel vidrio que separaba y que hacía de frontera entre quienes gozaban del acceso a bienes de consumo y aquellos que jamás accederían”, apunta el doctor Sergio Visacovsky, uno de los principales referentes que tiene el país en el estudio de la clase media. Lo que sucedió fue que aquel instante de iluminación, rapto creativo, tuvo la virtud de condensar buena parte de todas las explicaciones vigentes acerca de su objeto-sujeto de estudio.
Si bien el concepto de “clase” comienza a circular en el siglo XVIII, la terminología (de acuerdo a estudios ingleses y franceses) se consolida hacia 1820. Y aunque 200 años después aún no queda demasiado en claro cuál será la mejor manera de definir a la clase media, es posible estar seguros de algo: los discursos que se tejen cuando se apela a su entidad son utilizados por los sucesivos gobiernos para justificar la necesidad de políticas públicas orientadas al sector. De este modo, el lenguaje se hace carne, las palabras se materializan y producen efectos, porque como señala Visacovsky, en la actualidad, “hablar de la clase media es una manera de discutir la desigualdad”.
De este modo, los interrogantes se apiñan y hacen fila: en 2017, ¿es posible hablar de una sociedad de clases? ¿En base a qué criterios podría ser definida la clase media en Argentina? ¿Basta con contemplar los ingresos económicos o bien es necesario incorporar otras variables como las trayectorias socioeducativas, los espacios de sociabilidad, las posibilidades de progreso? Sergio Visacovsky responde y discute al respecto. Es doctor en Antropología Cultural por la Universidad de Utrecht, Países Bajos, graduado en Ciencias Antropológicas por la Universidad de Buenos Aires, y además se desempeña como investigador principal en el Conicet.
–¿Cómo fue cursar antropología durante la última etapa de la dictadura?
–Eran tiempos en que los estudiantes recibíamos una formación pobre, sesgada y obtusa. Por eso se dificultaba pensar en el desarrollo de una vocación cuando cursábamos una carrera en la cual ciertos autores y líneas de investigación estaban prohibidas. Existía una desconexión enorme con los grandes centros mundiales de pensamiento (EE.UU., Europa e incluso Brasil), tanto que tuve que esperar a graduarme para leer textos de Claude Lévi-Strauss. Será más tarde cuando la antropología comience a enriquecerse con la habilitación y la llegada de nuevas lecturas y escuelas de pensamiento. En aquel momento ya me interesaba por un tipo de investigación antropológica más ligada a los contextos urbanos, cercanos y cotidianos.
–¿Y cuándo llega su preocupación por el estudio de la clase media?
–Es una preocupación que emerge luego del doctorado, que surge entre la necesidad de encontrar una temática de investigación novedosa y mis intereses en localizar un recorte de objeto que se relacionara al contexto de la realidad argentina. Comencé a plantearme el estudio de la clase media interpelado por los cacerolazos, la violencia y la represión de diciembre de 2001. Lo primero que advertí es que si pretendía estudiar a la clase media como un “gran sujeto” que desarrollaba comportamientos, valores y formas de pensamiento identificables –y que respondía de una manera determinada frente a ciertas condiciones– tendría serios problemas de orden empírico.
–¿Cómo cuáles?
–Lo que ocurre es que tendemos a definir a la clase media únicamente a partir de indicadores cuantitativamente significativos, como los bienes de ingreso. A menudo, este abordaje es utilizado por organismos mundiales para medir el crecimiento económico o bien para calcular qué cantidad de personas de una nación se encuentra por debajo de la línea de pobreza. El problema, entonces, es su empleo acrítico en estudios históricos y sociológicos; existe una variabilidad muy alta de factores que quedan relegados al interior de una sola categoría que las comprende. De modo inevitable, siempre habrá una inadecuación entre la categoría y la heterogeneidad que busca representar.
–¿Cuál es la opción entonces?
–Asumir con seriedad que aquellos aspectos que en la definición corriente de clase media quedan inexplicados, en verdad son decisivos. Debemos evaluar por qué se comportan las personas bajo ciertas condiciones, por qué lo hacen como lo hacen, por qué piensan de un modo y no de otro, cómo construyen sus creencias, sus valoraciones, sus ideas.
–En este sentido, si la categoría de “clase media” es tan heterogénea y escurridiza, ¿por qué posee tanta vigencia?
–Pienso que aunque desde el punto de vista conceptual la clase media no define algo específico, posee una importancia significativa que la torna susceptible de ser estudiada. Es una noción utilizada por poblaciones enteras, que forma parte del sentido común y del mundo globalizado. Lo que resulta significativo –y en algún punto debemos tratar de entender– es su carácter social: una categoría que es apelada por determinados grupos sociales para identificarse y diferenciarse. Permite construir límites, tanto de manera explícita como de forma implícita porque muchas veces actuamos de modo inconsciente cuando establecemos fronteras. Desde aquí, el objetivo es pasar de un uso instrumental a otro capaz de desentrañar y exhibir en qué medida la apelación a la “clase media” produce acciones y transformaciones en las realidades palpables y materiales de los humanos.
–Se trata de acciones que las personas hacen en nombre de la clase media, pese a no comprender muy bien a qué refiere el concepto.
–Exacto. Por eso nos preocupamos por el modo en que la noción se construye en la historia y también por las maneras en que adquiere un lugar en el espacio público. Se trata de una construcción que no puede ser pensada solo como un precipitado inevitable del desarrollo del capitalismo, sino que en cada contexto nacional adquiere particularidades.
–Me cuesta comprender de qué manera hablar de “sociedad de clases” continúa siendo operativo en un contexto como el actual. Su conceptualización, otra vez, se vuelve inevitable.
–Hay dos maneras de pensar a las clases sociales: por un lado, como estructuras objetivas que condicionan las acciones de los seres humanos y, por otro, como discursos que configuran un modo de hablar sobre la desigualdad. Esta última conceptualización me resulta interesante porque invita a pensar a la clase media como una forma de lenguaje, como un modo de clasificar.
–Una forma de lenguaje que tiene su correlato en acciones concretas.
–Por supuesto. El problema contenido en esta última perspectiva es que no es posible desentenderse de las condiciones que favorecen ciertas formas de clasificación y no otras. Entonces, se torna necesario abrir el abanico, pues se podría suprimir el concepto de clase social pero no la desigualdad. En esta línea, el propósito es correr el eje de la clase social entendida a partir de una mirada universal y objetivista, hacia otro enfoque que rescate su existencia social y valore las peculiaridades de cada contexto como factores sustantivos. Es necesario analizar el modo en que el estado (o los estados de diversos países) a partir de sus políticas públicas, comprende su significado. Es el poder público que llena de contenidos ese espacio y que decide, en base a discursos y formas del lenguaje, acciones que regulan aspectos centrales de la vida social como el matrimonio, la descendencia y la circulación de bienes.
–Y en este marco, ¿qué es la movilidad social? ¿Qué vigencia tiene el concepto? En principio presupone que las poblaciones siempre apuntan al progreso.
–Cuando comencé con mis investigaciones me reunía de manera periódica con distintos grupos sociales que se identificaban como parte de la clase media y que, tras la crisis de 2001, se sentían defraudados. Manifestaban que “habían hecho todo bien”, que “habían cumplido con sus deberes ciudadanos” pero que en aquel momento “la pasaban mal” porque los gobiernos atendían y privilegiaban a “aquellos sectores que pretendían vivir del Estado” y lograr objetivos sin esfuerzo, porque eran “vagos” y “cabecitas negras”. Sus discursos permitían entrever con facilidad que su fracaso no tenía que ver con sus propias responsabilidades, porque sentían que habían hecho todo lo correcto y que habían procedido moralmente bien.
–El mérito.
–Exacto. Lo que ocurría era que esos grupos no lograban cumplir con el sueño de la movilidad social ascendente, que rememoraba a la vieja cultura del trabajo y el esfuerzo. Desde aquí, también es discutible la relación (casi) causal entre inmigración europea, movilidad social ascendente y clase media. Un relato de origen que se actualiza de manera constante y promueve una dimensión moral que tiende al estigma, porque a pesar de que forma parte del discurso tiene sus efectos. Sin ir más lejos, cuando Mauricio Macri apelaba durante la campaña a la “necesidad de volver a ser un país de clase media”, recurría de forma precisa a este tipo de sentidos.