La inflación, es sin duda, la principal demanda económica irresuelta en estos 40 años de democracia, que provocó distorsión en las señales de precios, inequidad distributiva y pérdida de poder adquisitivo. Entre 1971 y 1980, la inflación fue del 142 por ciento promedio anual. Entre 1981 y 1990, se registró una media anual del 805 por ciento. En los últimos dos períodos presidenciales, los precios subieron 271 por ciento con Macri y 893 por ciento con Alberto Fernández, hasta noviembre de 2023 incluido.

El aumento continuo y generalizado de precios destruye los mecanismos de incentivos a consumir, ahorrar, invertir y producir. En ese marco, los diversos gobiernos han ensayado políticas antagónicas entre sí, incluso dentro de una misma administración. De corte más ortodoxo, más heterodoxo, con mayor o menor nivel de intervenciones y/o regulaciones de los mercados, con marcos normativos diversos o con diferentes niveles de apertura comercial. Pero frente a ese estado de las cosas, creció una demanda de la sociedad por encontrar nuevos dirigentes y soluciones presuntamente innovadoras ante problemas históricos.

Preguntas

¿Se puede combatir exitosamente la inflación solo con correcciones macroeconómicas? ¿La reducción de la inflación, en detrimento de una fenomenal caída de salarios reales, actividad económica y destrucción de la densidad empresarial, es una solución deseable; es la única posible? ¿Un marco normativo adecuado con herramientas eficaces para regular e intervenir sobre los mercados alcanza para la desaceleración de precios? La respuesta es no.

Podríamos sintetizar que un programa antiinflacionario exitoso debe contemplar como mínimo 2 (dos) condiciones básicas: a) una macroeconomía saneada (ya definiremos qué significa para nosotros ese concepto), b) una presencia inteligente y fuerte del Estado en la regulación e intervención de los mercados con marcos normativos actualizados que proporcionen herramientas eficaces.

No funciona

Sobre el convencimiento de que la inflación es únicamente un fenómeno monetario, el gobierno adoptó un conjunto de medidas para “sanear la economía”. La línea conceptual es: 1) con recorte de gastos, no hay déficit; 2) sin déficit, no hay emisión y 3) sin emisión, no hay inflación. Ergo, solo la corrección macro alcanzaría para lograr combatir la inflación y las regulaciones e intervenciones son contraproducentes, pues las economías desreguladas aumentan la competencia.

Asumir que la inflación es solo un fenómeno monetario puede resultar tan grave como ignorar que los precios no tienen vinculación directa con el financiamiento del déficit. La emisión es sin dudas una de las causas de la inflación, pero no la única. Tampoco fue la más gravitante durante determinados períodos de gobierno.

En Argentina, el problema no es el déficit en sí mismo, sino algo incluso más preocupante: ¿quién está dispuesto a financiar el déficit crónico? Nadie. En ese marco, la emisión tiene una clara veta regresiva en el mediano plazo. El aumento de la base monetaria termina concentrado en unas 600 personas jurídicas y físicas, que con ese excedente de pesos van en búsqueda de acumular dólares en un contexto de escasez, presionando así por una enésima devaluación o por programas de blanqueo, tal como ocurrió durante la gestión de Macri. Con la brecha alta, pasa algo parecido. Un negocio redondo, pero para pocos.

En ese marco, la sanción del DNU 70/23 (que significó la derogación de la Ley de Abastecimiento, la del Observatorio de Precios y Disponibilidad de Insumos, Bienes y Servicios y la Ley De Góndolas; y la Ley de Tarjetas de Crédito), sumado a la Resolución 51/24 que derogó 59 normas, desarmó un sistema jurídico que apuntaba a monitorear la información del mercado para una mejor toma de decisiones de la política pública, a favorecer la regulación e intervención de los mercados, y a proteger los derechos del consumidor en una clara relación asimétrica con las empresas productoras de bienes o prestadoras de servicios. En otras palabras, ambas normas derrumbaron la columna vertebral normativa sobre la que se apoyaba la Secretaría de Comercio para su funcionamiento.

El combo de corrección macro y de desregulación normativa no funciona ahora ni funcionó anteriormente. Por esta razón, frente a los aumentos desmedidos de las últimas semanas, el gobierno decidió avanzar en dos direcciones: a) convencer a los supermercados de la inconveniencia de mantener promociones; y b) abrir las importaciones de alimentos como mecanismo para disciplinar precios a partir de una mayor competencia.

Ola importadora

Asumir que la apertura de importaciones derivará en una “mayor competencia real” frente a la producción local, sin analizar pormenorizadamente los mercados en los que se pretende intervenir, puede conducir a resultados aún peores. Las empresas de consumo masivo en Argentina operan como monopolios u oligopolios disfrazados de competencia, donde la compulsa de precio por apropiarse de ciertos segmentos de mercado no siempre ocurre, y consecuentemente tampoco sucede la desaceleración de precios. Ese razonamiento omite cuestiones particulares a analizar; a saber:

La apertura importadora en su gran mayoría proviene de empresas oligopólicas integradas verticalmente. Es necesario derribar el mito de que el ingreso de productos importados favorecerá la competencia (por la incorporación de nuevos jugadores) y consecuentemente disciplinará los precios.

En la realidad, lo que ocurre es que son los mismos jugadores (grandes productores o cadenas de comercialización) los que ingresan nuevos productos. A diferencia de lo que se informa, esto trae aparejado una mayor concentración de la producción, un salto significativo en las hojas de balance de las empresas beneficiadas a partir de una reducción de costos sin que eso se traduzca en precios más accesibles.

Ciertas cadenas de hipermercados que tienen integración vertical (léase, son compradoras y vendedoras al mismo tiempo) han hecho lobby para vender esta idea, cuyo resultado esperado (que reduzca la velocidad de crecimiento de los precios) no se cumple en la práctica. Es decir, tales importaciones se establecen al máximo precio que pueden en función de la disposición a comprar del consumidor. Por lo cual, terminan fijando precios similares a la producción local (o levemente inferiores) pero con costos más bajos; apropiándose así de una mayor ganancia sin generar un solo empleo adicional y destruyendo empleo actual.

Son empresas que ya operan en Argentina y que conocen perfectamente el mercado en el que intervienen. Ergo, costos más bajos no necesariamente se traducen en precios más accesibles. Incluso, en dólares las importaciones son más caras en Argentina que en cualquier otro lugar del mundo.

Pero ahí no se termina. Hay más: el gobierno estableció, a través del BCRA un mecanismo de asfixia financiera para las empresas productoras en favor de las importaciones. Veamos: si un supermercado, por ejemplo, compra productos terminados, BCRA paga al proveedor en 30 días; en tanto si la compra es de insumos para producir, la misma se cancela a los proveedores locales a 30, 60, 90 y 120 días. No se trata entonces sólo de asfixia financiera, sino de un orden de prioridad en el uso de las escasas divisas que colisiona con la defensa de la producción nacional.

Asimismo, para una justa comparación entre productos locales e importados deberíamos asumir condiciones productivas equivalentes (la UE tiene la política agrícola común que subsidia a la producción no sólo con fines productivos sino de arraigo territorial), financieras (en el caso de Brasil, la banca pública -BNDS- subsidia la expansión de sus productos más allá de sus fronteras, otorgando créditos a las exportaciones) y de disponibilidad de insumos para la producción (como son papel y cartón, plásticos, hojalata, envases flexibles, entre otros).

Los insumos de uso difundidos también se encuentran en algunos casos, en pocas empresas oferentes generando precios similares a los precios internacionales -en el mejor de los casos- o inclusive superiores. Estos factores resultan relevantes al momento de tomar medidas inmediatas que pretenden bajar rápidamente los precios.

Adicionalmente, existen otros factores que generarán mayor presión al alza de precios, como es el aumento de tarifas eléctricas en la zona de AMBA y el aumento en el precio de los combustibles que vienen modificándose en los últimos dos meses.

Por otra parte, el gobierno necesita de la acumulación de reservas en el BCRA para avanzar hacia la salida del cepo como posta previa para intentar cumplir con su principal anuncio de campaña: la dolarización. Si el gobierno apuesta a conseguir más divisas sin un freno total de la economía (que mantenga pisada las importaciones), requerirá de otra devaluación, tal como se lo exigen hoy los sectores agroexportadores para poder liquidar. De ocurrir, a pesar que la caída de la actividad reduce el pasaje completo de la devaluación a precios, los aumentos de costos crearán un nuevo fogonazo inflacionario.

Sería miope analizar el improbable éxito del gobierno frente a la inflación como un fenómeno aislado, sin contemplar simultáneamente la evolución que vienen registrando los ingresos reales, el empleo y el nivel de la actividad económica que hoy se usan como ilusorias anclas del aumento desmedido de precios.

Conclusión

La corrección macro es necesaria pero no suficiente. Los ejes de la corrección son la eliminación del déficit fiscal (vía reducción del gasto previsional y social y subsidios) y el cepo, pero las formas elegidas (motosierra y licuadora) tienen un costo social extremadamente excesivo que recae sobre los sectores más vulnerables, a diferencia de lo prometido en campaña. Utilizar tales anclas traerá resultados sociales más preocupantes en relación a los que existen hoy en día. Había alternativas: rediscutir exenciones tributarias a grandes empresas.

La desregulación no necesariamente favorece la competencia disciplinando precios sino que solo reduce la producción nacional, destruye empleo y cierra fábricas; o las transforma en importadoras. Una regulación descoordinada y boba, también.

Oferta y demanda de dólares: desde el inicio de gestión, el BCRA acumula divisas. Hay dos grandes razones: por un lado, el dólar blend (80-20) promueve la liquidación en cantidades importantes. Por el otro, el freno de la actividad económica (menos importaciones) y la licuación de ingresos (más desahorro) y en los plazos fijos (rinden menos que la inflación) reducen la demanda. Tanto por oferta como por demanda, se descomprime la presión sobre el tipo de cambio. Sin capacidad de ahorro, no hay pesos con qué comprar dólares.

El gobierno necesita continuar acumulando divisas. No obstante, la situación se complejiza en el corto plazo. Continuar por ese sendero, requiere de hacerse de las divisas de la cosecha gruesa, donde las cerealeras exigen un nuevo tipo de cambio real que restablezca las condiciones de origen (diciembre 2023, post devaluación). Un nuevo salto devaluatorio, aun de menor intensidad que el anterior, pone en riesgo el programa de desaceleración de precios del que se jacta.

¿Superávit comercial de corto plazo?: El actual saldo superavitario tiene una explicación: los importadores están cancelando el 25 por ciento de sus compras al exterior a 30 días, y su saldo restante a 60, 90 o 120 días. De allí la acumulación de reservas del BCRA de estos meses. Por ejemplo, en enero se exportó (medido en millones de dólares), por 5.398 y se cobró 4.104, mientras que se importó 4.601 y se pagó 734. Es decir, quedan por cobrar 1.169 y 3.521 por pagar, lo que da un rojo neto de 2.352 millones.

La paz de los cementerios: el presunto éxito de reducir la inflación y levantar el cepo es sensiblemente menor a los costos sobre la actividad económica, el empleo, y los salarios reales, jubilaciones y pensiones.

* Economista / Coordinador del Centro de Estudios Federales (CEFED). Docente Universitario en UNAJ.

** Economista. Diputado Nacional por Salta (UxP). Mg en Gestión Económica Financiera de Riesgos.