Alguien quema una casa, su casa, para purgar o compensar un dolor. Refulge en la pantalla del cine ese holocausto. Otro marcha hacia un combate absolutamente desigual, en el que resultará inmolado en una selva boliviana o en algún otro lugar del largo y ancho mundo. Sacrificios. Hacia atrás, la fundante lógica cristiana, el hijo de dios muerto en la cruz para redimir el pecado original. Pero también, el sacrificio que todas las religiones imaginaron y crearon, para ritualizar una ofrenda que, cuando contaba vidas humanas, resultaba más potente. En otras sociedades hubo altares de sacrificio y de algún modo, rituales ennoblecedores. En ésta, el sacrificio se viene convirtiendo en el expediente de una cotidianeidad rutinaria en la que mecanismos de un mercado librado a su presunta espontaneidad, realiza una y otra vez. Porque hay menos acto de sacrificio que producción sistemática de vidas desechables, seres arrojados, por miles, a la crisis o imposibilidad de reproducción de las propias condiciones de vida.
A la vez, la palabra sacrificio, con su halo de ennoblecimiento, se presenta en el habla cotidiana. Aparece como la otra cara de la moneda de la fiesta. Fiesta y sacrificio. Si antes hubo una, ahora es el tiempo del otro. Si tuvimos carnaval, ahora hay que atravesar la más larga cuaresma. Y frente al exceso pretérito, el tiempo del ayuno y la abstención. Estas ideas tienen una carga ineludible de religiosidad. Sacrificio para que un tiempo nuevo advenga, para pagar las culpas, para garantizar la salvación.
La idea de sacrificio también está en la organización de las trayectorias vitales: hoy no duermo para estudiar para el examen, me privo de salir hoy para trabajar mañana, no consumo tal o cual cosa para ahorrar. Algo se pospone o se retira, para que otra cosa acontezca. Cualquier vida contiene esos nudos de sacrificio, y la idea está en la misma lengua cotidiana: tuvo que hacer un sacrificio para estudiar, o se sacrificó siempre por lxs hijxs. Es, así, una palabra valorada, que sostiene una suerte de acuerdo, pero no supone, necesariamente, el holocausto de una existencia, sino la puesta en juego de una porción del tiempo, el disfrute, lo gozoso. Sacrificarse no deja de ser un acto ennoblecido. Y que también funda lazo, vida en común, acuerdos. Algo se posterga para que algo exista, y no necesariamente eso otro pertenece a nuestra vida personal. En esta versión laica, tiene algo de la imaginería de Benjamín Franklin sobre el tiempo y el ahorro: si hoy guardo un minuto, es como si ahorrara unos pesitos, sólo se trata de sumar a fin de mes el resultado de mi cuidado del tiempo --que es, finalmente, oro--. Claro, sacrifico para ello, disfrute y descanso, ocio y placer, vagancia y fiesta. El derroche, lo interdicto. La gratuidad vuelta superflua.
En una de las coberturas televisivas de una marcha contra el gobierno actual, un trabajador de la construcción muestra sus brazos ardidos por el sol. Dice: trabajo todo el día, muchas horas, para que mi hija vaya a la universidad. Y que pueda trabajar sentada en una oficina. La escena es conmovedora: pone su cuerpo laborioso en estado de sacrificio para que su hija no tenga que hacerlo y pueda acceder a un trabajo con derechos, permanencia, tranquilidad. Ahí hay una idea de sacrificio, que piensa la postergación del goce en función de la preservación y la mejoría intergeneracional, que su hija no padezca sus propias desdichas. El trabajador sabía y decía que para que eso ocurra había que defender las universidades públicas y poner en discusión el gobierno actual y sus criterios.
Recuerdo esa escena, porque este gobierno pone en juego otra idea de sacrificio. Que por un lado, continúa la imagen de que es necesario postergar la fiesta porque el momento anterior fue jolgorio y derroche, entonces queda ahora el tránsito por una austeridad sacrificial. Pero por otro lado, pone en escena la obscena diferencia entre las clases y sus consumos, para dejar sentado que el sacrificio no pertenece por igual a todxs, sino que se debe aceptar que algunxs deben realizarlo hasta el final --privándose de todo, incluso de la reproducción de sus vidas-- mientras otrxs podrán limitarse a aconsejar la inmolación. ¿O no hemos visto a millonarios decir que es necesario transitar un tiempo de dolorosa privación? El sacrificio, así, es siempre ajeno. Ni altar propician para ello, sólo unas calles sucias o unas celdas roñosas, o unos comedores cerrados y unos puestos de trabajo sin derechos o unas infancias condenadas a la laboriosidad desde el vamos.
Pero quizás en el pliegue que se forma entre la valoración general del sacrificio --que reaparece en ideas críticas contra los planes sociales o las jubilaciones por moratoria-- y esta apelación clasista a la privación ajena, se juegue algo de la legitimidad de este gobierno. O las creencias: estamos mal pero era necesario, la pasamos bien y debemos pagarlo, había consumo pero era una ilusión, se producían cosas pero con la nuestra. Todas esas frases provienen de esa corriente de entusiasmo sacrificial, que parte de reconocerse en un valor ennoblecedor, para justificar la violenta expropiación de los más poderosos. Pienso en ese obrero de la construcción que sabía que aunque él se sacrificara mucho y su hija se privara de sueño para estudiar, todo era posible si había una universidad pública. Un trabajador que comprendía, lúcidamente, que no hay sacrificio individual que valga para las clases laboriosas, sino hay una administración de los bienes comunes que los sostenga, preserve y ponga a disposición. Eso que llamamos Estado, encarnado no sólo en gobiernos sino en un conjunto de trabajadorxs que lo materializan.
Hoy, esxs trabajadorxs son convertidxs en objetos de maledicencia, convertidos en acusados --como lxs cientificxs o universitarixs-- que tienen que demostrar su laboriosidad y su eficacia. Se lo hace porque de algún modo el sacrificio general --todxs sujetos a la privación, a la postergación del goce-- necesita de cuerpos sacrificiales visibles. Ahí, los chivos expiatorios, los que en su cuerpo encarnan la monstruosidad de lo común festivo, el reino de los derechos. Al sacrificio general, ambivalente y complejo, al sacrificio convertido en apología en la boca de los millonarios, se lo sostiene, se lo vuelve aceptable, con la compensación del sacrificio directo de las personas privadas de sus trabajos. ¡No puedo pagar la luz, pero echan a los ñoquis!, se convirtió en el santo y seña de lxs sacrificadxs que encuentran su alivio en la desgracia mayor ajena. Y que no advierten lo más profundo que está en juego: esxs sacrificadxs lo son porque expresan no la torpeza o la liviandad del trabajo en las instituciones públicas, sino lo que prometen de preservación de lo común esas instituciones.