“Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no atendidas”, escribió una vez Santa Teresa de Ávila. Cuatro siglos después Oscar Wilde retomó la idea en una de esas ingeniosas diatribas a las que era afecto: “En este mundo hay solo dos clases de tragedias. Una, es no obtener lo que se desea y la otra, obtenerlo. La última es mucho peor”.
Esa desolada visión sobre la existencia fue también una de las obsesiones de la obra de Truman Capote (1924-1984) y el punto de partida de “Plegarias atendidas”, la novela en la cual el escritor estadounidense pensaba desenmascarar a la burguesía de su época a la manera de Proust en “En busca del tiempo perdido”.
A ese fin, bajo un tenue disfraz de ficción, Capote se decidió a airear trapos sucios de mujeres de la alta sociedad neoyorquina que le habían abierto las infranqueables puertas de sus mansiones, lo habían invitado a sus fiestas exclusivas, lo habían llevado de paseo en sus lujosos yates y habían confiado en él develándole sus intimidades porque lo consideraban su amigo.
Ellas llevaban los más afamados nombres de su época: Jacqueline Kennedy, tan célebre aun hoy que no necesita presentación; Babe Paley, editora de modas de la revista Vogue y esposa del presidente de la CBS William Pale; Slim Keith, esposa primero de Howard Hawks y luego del poderoso productor teatral Leland Hayward; Gloria Guiness, esposa del magnate Loel Guinness; Lee Radziwill, hermana y también competidora de Jackie Kennedy; Marella Agnelli, noble italiana casada con el heredero del imperio Fiat.
En las confidencias de aquellas a quienes apodaba sus “cisnes” Capote veía confirmada las hipótesis de Santa Teresa y de Wilde: quienes logran sus más altos sueños rara vez son felices y frecuentemente hay algo que convierte sus sueños en pesadillas. O, dirían los griegos, los dioses celosos terminan castigando cruelmente a aquellos a quienes aparentemente eran sus hijos dilectos.
El anticipo de “Plegarias atendidas” se publicó en el número de octubre de 1975 de la revista Esquire bajo el formato de un cuento titulado “La Coté Basque, 1965”. La develación de pasados sórdidos, asesinatos encubiertos, secretos de alcoba, infidelidades sexuales, envidias y bajezas y otros chismes bochornosos de estas féminas de la aristocracia neoyorquina produjo un escándalo sin precedentes en una época en la cual aún primaba -particularmente en esa clase social que constituía un reducto privilegiado- un pudoroso concepto de intimidad y el ancestral lema de “vicios privados y virtudes públicas”.
La reacción y la sensación de “los cisnes” de haber sido traicionadas por su amigo predilecto la resumió una portada de “New York Magazine” en donde un Truman caracterizado como un caniche irrumpía en una fiesta de etiqueta con sus afilados y voraces dientes bajo el título “Capote muerde las manos que le dan de comer”.
Tras la genial “Feud: Bette y Joan” (2017) -sobre la enemistad entre las divas Bette Davis y Joan Croawford- y tras una larga espera por parte de los fans de la serie, Ryan Murphy se mete de lleno en el affaire de Truman Capote y sus glamorosas amigas en la continuación de la saga de rivalidades antológicas del siglo XX: Feud: Capote vs The Swans.
Para ello cuenta nuevamente con un elenco de excepción: Tomas Hollander en la piel de Truman Capote; Naomí Wats interpreta a Babe Paley, la más adorada de las amigas del escritor; Diane Lane como Slim Keith; Calista Flockhart como Lee Radziwill y nada menos que Demi Moore en el papel de Anne Woodward.
Particularmente, la historia de Woodward es una de las que más dramáticamente ejemplifica el wildeano punto de partida de Capote: una corista de un club nocturno de Copacabana que, al casarse con un miembro de la élite, cree haber encontrado el cenit de sus aspiraciones, pero que al asesinar a su esposo -supuestamente confundiéndolo con un ladrón- termina despreciada por esa sociedad que la había recibido y tolerado. (En ese sentido no mejor le fue a Bill Woodward que creyó haberse casado con la mujer de sus fantasías y termina doce años después de conocerla con dos tiros en la cabeza).
Con el sólido guion de Jon Robin Baitz y diálogos afilados que suponen un verdadero tour de force entre los intérpretes, los ocho capítulos de esta segunda parte de “Feud” recorren el camino que va desde la cúspide de Capote hasta su abrupta caída. Porque, lejos de centrarse en las anécdotas bochornosas y los secretos inconfesables que el escritor sacó a la luz, la ficción opta por hacer una reflexión sobre la importancia de la amistad y el alto precio que se paga por las traiciones.
En efecto, el Capote de “Feud” no es el genio triunfal que escribió “A sangre fría”, sino un artista desasosegado, alcohólico y adicto que parece haber perdido su rumbo y también su inspiración tras la publicación de su obra más mentada. Murphy y Baitz siguen los pasos de biógrafos tales como Gerald Clarke que insisten en el hecho de que Capote nunca se recuperó del trauma de poner en palabras el horror de los crímenes de la familia Clutter y de sus asesinos Dick Hickock y Perry Smith (del que probablemente Capote se haya enamorado). Por eso, tras esas violentas muertes y de cumplir con creces las ansiadas ilusiones de fama, sobrevino la decadencia del escritor. Así, finalmente, Capote hizo carne en propia piel el lema de Santa Teresa. El intento de ahogado de querer hacer literatura con las confidencias de las mujeres a las que en el fondo amaba fue uno de esos síntomas.
En los primeros capítulos dirigidos por el gran Gus Van Sant, “Feud” logra una interesante radiografía de las clases privilegiadas al describir minuciosamente sus inmutables formas y sus anquilosados y fascinantes rituales. Asimismo, hay una especie de irónica denuncia de estos sectores. Aun cuando no se focaliza en sus mezquindades, queda claro lo que se esconde tras la frivolidad y que parece resumirse en el lema que Waldo Ansaldi le reservó a la oligarquía: “mano de hierro en guante de seda”.
Pero, es con el correr de los episodios donde la ficción va al nudo de la cuestión. En las contemporáneas e inescrupulosas épocas del “vale todo”, en tiempos en que el anonimato de las redes sociales parece dar impunidad para propagar discursos de odio o en eras en que, desde los llamados programas mediáticos -que abarcan tanto los chimenteros hasta el inefable “Gran hermano”- se hace ostentación del ventilar cuestiones tanto privadas como dolorosas, “Feud: Capote vs. The Swans” alcanza una inusual actualidad. Esta radica en que propone una poderosa reflexión sobre los límites de lo público y el arte, el valor de la palabra empeñada, la ética humana y la importancia de la amistad.
Babe Paley, el cisne preferido de Capote, se enteró de que estaba enferma de cáncer al mismo tiempo en que Truman volcaba las infidelidades de su acaudado marido en el papel. Terminó destrozada y sin poder acudir a quien había sido uno de sus consuelos por dos décadas. Capote justamente despreciado más pronto que tarde halló la muerte en soledad. Y, aunque en público solía vanagloriarse de que el artista no tiene límites y se defendía diciendo “¿Qué esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Es que la gente se pensaba que me tenían para entretenerlos?”, en la intimidad enfermiza y sumido en la autodestrucción, probablemente se lamentó de este hecho hasta el final de sus días.
Los ocho capítulos de "Feud 2: Capote vs. The Swans" estarán disponibles durante el mes de abril se estrenará en HBO Max.