En su libro El desacuerdo, Jacques Ranciére se refiere a la política como práctica que se ocupa no del consenso sino del diferendo. El desacuerdo no es la discusión que se origina en el desconocimiento de las palabras por los interlocutores ni por la imprecisión de las palabras utilizadas. Es, en cambio, el litigio que sobreviene cuando los interlocutores entienden frente a las mismas palabras cosas distintas, poniéndose en cuestión, incluso, la calidad del interlocutor mismo. El desacuerdo es señal de que la política no se disuelve en la comunicación. Es la emergencia de la división social en el lenguaje. Aquello que inevitablemente sucede cuando se rompe el orden natural de la dominación, por advenimiento de una parte de la sociedad que enuncia que la partición entre ricos y pobres compromete aquello que se comprende por comunidad, o bien la exhibe como “fundada sobre una distorsión”.
Acudo a este viejo libro de Ranciére para preguntar si la discusión oportunamente abierta por la comunidad universitaria no debería ser conscientemente asumida como parte de un desacuerdo político, más que como una falta transitoria de consenso sobre el lugar de los estudios superiores en el capitalismo argentino, en el contexto de un nuevo gobierno que tiene sus propias ideas al respecto.
Los argumentos en favor de la defensa de una universidad pública de acceso masivo y no arancelada resultan periódicamente atacados por gobiernos de inspiración declaradamente neoliberal, que pretenden adaptar las instituciones públicas a los requerimientos del mercado. Estos gobiernos han tratado de reducir el gasto público a como dé lugar y, de paso, han intentado erosionar el peso de lo que ven como una corporación de clases medias y un aparato burocrático que sirve de reproducción de fracciones enteras de la Unión Cívica Radical. En el caso del gobierno actual se agrega una denuncia insistente sobre las universidades como supuestos centros de adoctrinamiento izquierdistas, incapaces de cumplir el rol institucional que el nuevo gobierno pretende asignarles como instituciones correctamente adecuadas a las coordenadas de un mundo capitalista bajo inspiración de las “ideas de la Libertad”.
¿Cuáles son esos argumentos defensivos que las derechas en el poder ambicionan derrumbar? Que el acceso masivo garantiza un derecho al estudio y al conocimiento, y que la gratuidad -entendida como no arancelamiento- intenta compensar -de modo insuficiente- las desigualdades que provienen del ordenamiento socioeconómico del país. Existen, además, argumentos que intentan revertir la consistencia de los argumentos oficiales aclarando que el gasto público universitario debe ser considerado una inversión provechosa para el desarrollo del país y no un mero gasto improductivo, que los sectores medios que habitan los centros académicos hace tiempo que son capas empobrecidas y no sujetos privilegiados y que universidades como las del conurbano, insertas en territorios empobrecidos, son más bien instituciones de ascenso social de sectores populares alejados de la UBA, en las que estudia una primera generación de universitarios sostenidos por un gran esfuerzo de una familia trabajadora.
A estas razones podrían sumarse otras, como que el ahogo presupuestario de las universidades no supone una instancia de equidad y justicia alternativa, puesto que, al desfinanciar la oportunidad de instrucción y contacto con el estudio de millones de personas, en su mayoría de jóvenes, no se alienta ninguna otra oportunidad alternativa. No hay en los ataques a la universidad otra idea de acceso masivo al saber, sino una idea lineal de lo que significa adaptarse a las dinámicas de acumulación de capital, en términos de constitución de élites y de procedimientos de valorización por medio del saqueo.
Pero quisiera detenerme un momento en un argumento en particular, para examinar hasta qué punto nuestros modos de discutir estas cuestiones son en mayor o menor medida capaces de hacer surgir el desacuerdo de fondo, la división constitutiva que permite pensar políticamente el asunto. Me refiero al razonamiento según el cual el provecho que las empresas extraen de la calidad de los profesionales egresados de las universidades públicas demostraría de modo decisivo el valor de la contribución del entramado académico al capitalismo nacional. El valor aportado a la economía justificaría el cobro de impuestos para financiar la inversión pública. El mismo tipo de observación podría aplicarse incluso a la formación de la derecha argentina, cuyos cuadros fueron formados en buena medida en los claustros que hoy cuestionan. Es indudable el peso de la formación educativa pública en la conformación de las élites ajustadoras. Este tipo de formulaciones resulta notablemente eficaz para desautorizar el carácter falso del argumento del adoctrinamiento y, por lo mismo, sirve para darse cuenta de que el asunto en discusión es en el fondo muy otro: el estrangulamiento del presupuesto público para el aparato científico técnico, cultural y educativo que plantea el gobierno de Milei apunta a desmantelar funciones estatales ligadas a la reproducción de la sociedad en los términos que hemos conocido. El grupo en el poder no considera que el Estado haya jugado ni deba jugar un papel positivo en la regulación de la interacción entre lo público y lo privado, ni cree tampoco que sea función del Estado compatibilizar la reproducción del capital con la de la sociedad. Lo mínimo que se puede decir respecto de la querella entre quienes defienden las universidades públicas en términos de su valor para el desarrollo empresarial y de las propias élites y quienes las atacan precisamente por no creen que lo público pueda ni deba cumplir con ese papel -este es un serio problema- desplaza y subordina el que me parece que es el verdadero desacuerdo en torno a los modos del saber que una comunidad desea organizar para sí misma.
Parece bastante claro que la eficacia de la defensa de las Universidades Públicas no puede ser escindida de una fuerte orientación de estas últimas hacia el derecho comunitario al estudio, a la investigación y al acceso y producción de conocimientos. Se trata de un derecho fundado en el valor intrínseco de la cooperación social, sea o no reconocida como un valor por el capital. Hay, desde el punto de vista de la creación de riquezas sociales, un derecho popular -individual y colectivo- a estudiar. Se trata de un derecho de la comunidad a participar de conocimientos emancipados y de una necesidad de inventar mecanismos políticos para garantizar la efectividad de estos derechos, cosa que la Universidad desarrollista no plantea con claridad. La defensa de las Universidades Públicas es atravesada por un desacuerdo, creo, precisamente en torno a la noción de “derechos”. Puesto los derechos como tales carecen de arraigo material en su existencia si no se amparan en una fuerte e inspirada movilización de aquellos que puedan imaginar y explicar la universidad muy de otro modo. Otro modo, digo, de defender lo público -como lo ha explicado más de una vez Eduardo Rinesi- que supone una comprensión y una toma de partido por la importancia de fomentar estructuras populares de conocimiento y, al mismo tiempo, por hacer de la Universidad un pensamiento y una acción bien metida en los problemas de esas vidas populares, y comprometida con la reforma de las instituciones desigualitarias de nuestra sociedad. La defensa de las Universidades Públicas, entendida como sitio en torno al cual se plantea un verdadero desacuerdo, pone sobre el horizonte no sólo la exigencia de urgentes partidas financieras para su funcionamiento más elemental, sino también una discusión igualmente urgente -incluso para su propia reproducción institucional- sobre su sentido comunitario, ya que sin una fuerte politización -en una línea que bien podría ir de la mejor herencia de la Reforma a la marcha del próximo martes 23- que la espabile de sus perezosos imaginarios de la Torre de Marfil, de la isla de las clases medias, o de institución modernizada en función de la reproducción del capital, que la salven de una inercia será más fácil para un gobierno canallesco darle el empujón liquidacioncista hacia su extinción.