El libro Abolir la familia, un manifiesto por los cuidados y la liberación, editado por Traficante de sueños sigue dando que hablar o, mejor dicho, sugiriendo planes sociales y políticos donde Milei ni siquiera se recuerda porque los deseos inflamados hacen olvidar a esas derechas tan peligrosas como payasescas.

El libro empieza con largas disculpas en nombre de las familias felices, los Edipos bien puestos y las mentas de la familia como refugio, solaz y seguridad. Luego hace la crítica de la famosa frase de Tolstoi: ”Todas las familias felices se parecen unas a las otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera". Ya se que es un buen comienzo para Anna Karenina pero yo prefiero la frase de Paul Nizam: “para liberarse de una familia terrible hay que fundar otra familia”. Por lo menos es ambigua ¿A qué se refiere con otra familia? ¿A otra mujer? ¿compañeros? ¿camaradas? Sophie Lewis se opone a las relaciones de parentesco como exclusivas y dominantes en la estructura familiar y desde su posición de transfeminista, marxista deudora de maestras como Donna Haraway y Shulamit Firestone Abolir la familia no se ocupa de la sexualidad a menos que la considere ajena a la institución.

Los frutos del amor rojo

La maternidad fue motivos de debate en las organizaciones armadas de los años setenta. Para muchas compañeras, en nombre de los riesgos que se corrían, los niños debían ser la reserva para el tiempo de paz, para otros constituían un talismán para alcanzar el futuro y los testigos de la revolución efectiva. Pero para la mayoría la voluntad de tener hijos era, como casi siempre, el emergente de un deseo impermeable a la razón que , al cumplirse, adquiría diversas formas. A veces los niños constituían un cable a tierra en medio de la realidad cambiante que constituía vivir sin casa y lejos de los vínculos biológicos secundarios , en el interior de lo que se exigía como familia extendida, la revolucionaria. Otras, el vínculo con los hijos era el límite que se ponía a las exigencias de la lucha. Unas pocas militantes optaron por abortar sistemáticamente. Los niños de la guerrilla nacieron o fueron engendrados en un contextos en donde aún era insospechable que los adalides de la familia pudieran utilizar los sentimientos familiares como elementos de chantaje durante la prisión y tortura.

En julio de 1972 la revista carcelaria del PRT en la cárcel de Rawson, llamada La gaviota publicaba el documento Sobre moral proletarización firmado por Julio Parra. En él se acordaba con Engels en que la familia revolucionaria debía estar integrada por la pareja monogámica superior a las formas que le precedieron: la poligamia, la poliandria y matrimonios por grupos. El documento, tiene deslices machistas, contiene párrafos utópicos como el que exime de tareas militantes a las compañeras que acaban de parir, permitiéndoles descasar leyendo aunque no aclara que lecturas (¿por ejemplo este documento?)

Moral y proletarización no deja de plantear la abolición de la familia: “Debemos desterrar para siempre la idea de que la crianza de los hijos es 'una tarea de la madre', aún en sus aspectos prácticos más elementales. La crianza de los hijos es una tarea común de la pareja y no sólo de la pareja sino del conjunto de compañeros que comparten una casa, Esto es particularmente importante en los casos de hijos de compañeros de extracción no proletaria. Generalmente estos niños quedan en manos de abuelos o tíos y de esta manera todo lo que sus padres hayan avanzado en la lucha contra el individualismo burgués y pequeño burgués, lo perderá el niño, al volver a recibir en el hogar de sus abuelos o tíos la influencia de la hegemonía burguesa.
Confrontar con nuestros vecinos las prácticas y puntos de vista de ella, compartir con ellos la crianza de nuestros hijos y de los suyos, brindar una atención general a los problemas de los niños, sin establecer diferencias odiosas entre “hijos propios y ajenos”.

Los parientes de sangre, mostraron durante la dictadura una transformación cualitativa de su “extracción burguesa” y su politización hizo de los vínculos de sangre idénticos a los de la restitución simbólica. Por eso se puede discutir el relato de Firmenich que figura en El tren de la victoria de Cristina Zuker.

“Nosotros en el 83 estábamos viviendo con dos compañeros en Bolivia. Él era viudo de una compañera que había caído en la Contraofensiva. Él también había estado, y se había salvado. Bueno, se había quedado con la niña que era hija de ella y de otro compañero muerto. Él volvió a hacer pareja, y su nueva compañera la adoptó como hija propia. Como era muy chiquita no tenía memoria de sus padres. Un día decido tocarles el tema, y les digo: ‘Miren, vamos a volver a la realidad, esta chica necesita su documento’. Ellos estaban convencidos de ser los padres... 'Bueno, si los parientes les dan la patria potestad a ustedes, bárbaro, pero si no se la dan, aunque la hayan criado no se puede robar a una hija. Yo entiendo todo, es un drama humano si querés. Pero las cosas son como son’. ‘Estás secuestrando a una niña que no es tu hija, y puede venir la familia materna o paterna, los abuelos o los tíos legítimos, y reclamarla’. Para ellos era una tragedia, fue una discusión durísima, pero yo tenía que prepararlos. Era mediados del 83, iba a haber elecciones, se iniciaba la transición democrática y había que legalizar las cosas. Finalmente apareció una hermana de su mamá. Lo destacable es que cualquier compañero estaba dispuesto a ser padre o madre de un hijo cuyos padres habían sido muertos o secuestrados por la dictadura, con absoluta normalidad y con todo el amor.”

Existían documentos en la organización Montoneros donde los padres dejaban sentado, en el caso de morir, a qué compañeros adjudicaban la guarda de sus hijos. El sentido revolucionario era como en las teorías de Alexandra Kollontai: los hijos eran de todos.

Estas formas de herencia horizontal eran las que deseaban aquellas mujeres que el 24 de marzo figuraban en los carteles de la marcha en tanto ”las guerrilleras son nuestras compañeras”. Firmenich confunde el deseo de una herencia ”fraterna” con el robo y la apropiación de niños a manos de la dictadura. Abolir la familia propone sin proponerlo, la organización mixta de los vínculos de sangre transformados por la formación política y los no parentales en los cuidados amorosos, incluida la sociedad toda.

La versión capitalista

Al principio se trató de la pareja. De expandirla, o sea de acceder a la mujer de tu prójimo.

En el siglo XlX un teólogo radical, John Humphrey Noyes, fundó la comunidad de Oneida en el estado de Nueva York. Persuadido de que el amor colectivo a Dios era una invitación a la colectividad total, Noyes interpretaba la Biblia como un manual técnico para la organización de una orgía perpetua. Su utopía combinaba la aspiración a un edén sin fronteras con el más visionario espíritu comercial. Oneida consistía en una granja, una escuela y una mansión donde se trabajaba duro, al compás de un sudor que poco tenía que ver con el del éxtasis. Y lo que empezó como un conglomerado de pequeñas industrias domésticas (la fabricación de escobas con restos de maíz, sombreros de palma y barcos para cargar piedras calizas por el río Hudson) desembocó en una fábrica de cubiertos que en 1970, en manos de los descendientes de Noyes, valía cien millones de dólares.

Las mujeres que ingresaban a Oneida firmaban un contrato que indicaba: “Nosotras, que no nos pertenecemos a nosotras mismas de ninguna manera, sino que pertenecemos a Dios, y en segundo lugar al señor Noyes”.

Claro que pragmático y ya anciano, cuando dejó de tener erecciones y para escándalo de sus seguidores, Noyes declaró la castidad.

En los años 70 había dos mil grupos. La comunidad Sanderson, por ejemplo, formada por un matrimonio complejo de cuatro miembros intercambiables —los Williamson y los Bullaro—, admitía socios que por unas cuotas onerosas podían participar en experiencias de nudismo, masaje y amor libre. La revolución sexual de estos pioneros consistió fundamentalmente en la socialización de las mujeres, la humillación de los maridos por parte del líder y la explotación de los jóvenes por los viejos, que les extraían la plusvalía de placer en nombre de lo que Noyes había denominado el undécimo mandamiento: “Amémonos los unos a los otros no en pareja sino en masa”.

Menos que un final

 

Sophie Lewis es abolicionista de la familia, de la cárcel y de la policía. Pero aclara que abolición no es la desaparición de algo sino una transformación tan radical de ese algo que implica una larga transición. Que los laboratorios creativos inventores de esa transición se desarrollan en los fogones revolucionarios de feministas y disidencias, en las fuerzas creativas de los pobres para nuclearse y protestar, en los sin respuesta sobre quien es “mamá” o “papá” y que se miran entre sí porque no se les ocurre nada, mudos de futuro y amorosidad de par en par.