Tomada por la grave situación en la que la actual gestión del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) dejó a la industria del cine nacional, profundizando una crisis que arrastra las malas experiencias de varias administraciones previas, arrancó la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, el Bafici, encuentro que este año celebra sus bodas de plata. En sus primeras jornadas, dicha sección funcionó como una primera muestra de la variedad de propuestas, de intenciones y también de calidad, consiguiendo generar distintos diálogos entre los títulos.
Quizás el más evidente resulte el que se produce entre Ciclón fantasma, de Diana Cardini y Dejar Romero, de la dupla integrada por Alejandro Fernández Mouján y Hernán Khourian, ya que ambos comparten el formato documental, elemento común que favorece el juego de espejos. El primero retrata a un par de personajes que coinciden en su situación geográfica, la ciudad bonaerense de Luján, y en lo extravagante de sus oficios, unidos por un espíritu casi marginal que los sitúa al límite de la clase obrera.
Uno de ellos se dedica a crear y ambientar trenes fantasma y laberintos del terror en parques de diversiones, mientras que el otro recolecta huesos y piezas de valor histórico en la zona. Cardini los retrata sin distancia, metiéndose en sus vidas, pero sin intervenir en la acción más que para registrarla. Sus labores tienen mucho en común con la de cartoneros o botelleros, buscando material en la calle o en la rivera del río Luján. Aunque también es posible pensar al primero casi como un escenógrafo popular de teatro o de ópera y al segundo como un Indiana Jones de barrio, un arquéologo que pesca tuercas y tornillos en el río usando imanes en vez de anzuelos. Ciclón fantasma combina cuidadas postales del paisaje lujanense con escenas de la vida cotidiana de sus personajes, cuya lúdica precisión redunda en la creación de dos criaturas cinematográficas encantadoras.
El objetivo de Dejar romero tiene más que ver con el retrato social. Sus directores buscan dar cuenta de la labor de los psicólogos y terapeutas a cargo de la tarea de desmanicomializar a un grupo de pacientes que llevan años internados en el Hospital Melchor Romero. Se trata de una práctica instituida a partir de la ley de salud mental aprobada en 2010 y reglamentada tres años más tarde, que busca resolver los problemas de la institucionalización de personas con enfermedades mentales.
La película no propone una discusión entre quienes apoyan o critican la nueva ley o las prácticas que esta promueve, sino mostrar el proceso de los internados para adaptarse a una nueva vida, sin los límites de la institución psiquiátrica. Como complemento, el documental incluye la lectura de cartas escritas por otros pacientes en un pasado muy remoto (se trata de documentos de no menos de 50 años de antigüedad), que ilustran las limitaciones y abusos a los que se los sometía. A diferencia de Ciclón fantasma, Dejar Romero no busca embellecer ni dotar de romanticismo la realidad que registra, sino dar cuenta de ella a partir de un punto de vista que no deja espacios para dudas.
La Competencia Argentina de Bafici 25 propicia el reencuentro con el trabajo de cineastas que ya son clásicos de este festival anual. Uno es Marco Berger, quien con Los amantes astronautas suma no solo un paso más por el festival, sino otro título a una filmografía dedicada a tematizar “lo gay”. En esa búsqueda Berger se valió de diferentes géneros y formatos, de la comedia al drama pasando por el thriller y de la ficción al documental. Pero hay un elemento común que se repite en su producción: el romance. Su nueva película no es la excepción.
Como en otros trabajos, Berger toma al verano como escenario y a un grupo de amigos compartiendo el mismo espacio de vacaciones como protagonistas. La película marca un regreso a la comedia, que aborda con bienvenida naturalidad y ligereza, liberando a los personajes de conflictos, traumas y culpas. Los dos protagonistas generan empatía, entablando un vínculo que crece a partir de ese código de humor grosero y homoerótico que comparten la mayoría de los hombres (incluso los hétero), hoy amenazado por la corrección política. Eso, más el apropiado uso del molde de las comedias de enredos, convierte a Los amantes astronautas no solo en una de las películas más logradas del director.
Ópera prima de Matilde Tute Vissani, Nunca fui a Disney se desarrolla en el territorio de los llamados coming of age, películas de iniciación cuyos personajes enfrentan la pérdida de la inocencia. Un tópico al que Bafici le presta especial atención desde hace algunos años, a través de una sección que lleva por nombre "Hacerse grandes". Como en Los amantes astronautas, el escenario vuelve a ser estival y balneario, y los protagonistas un grupo de amigos, aunque bastante más jóvenes (y cándidos) que los de Berger.
El punto de vista elegido por Vissani es el de Lucía, una nena de 11 años en quién conviven los extremos del primer enamoramiento y del descubrimiento de los conflictos que atraviesan sus padres. A pesar de ciertas inconsistencias en el guion, que afectan la naturalidad de la puesta en escena o el montaje, Nunca fui a Disney ofrece algunos elementos valiosos. El más notorio: la capacidad para darle forma a esa mirada, en la que la combinación de sentimientos como el miedo o el deseo marcan la tónica del relato.