Casi sobre el final de la noche, cuando ya había escrito su propia épica en un estadio como el de Racing Club, que funciona como unidad de medida para eventos populares (hace mucho Los Redondos, hace poco La Renga), Wos se lanzó entonces a decir algo más que agradecimientos discretos. "Algo que atraviesa el disco, entre muchas otras cosas, es la necesidad de los rituales, de encontrarse", inició el rapero en mención a Descartable, el álbum que estaba presentando en el Cilindro de Avellaneda como arranque de una caravana que lo llevará por Irlanda, Inglaterra, Dinamarca, Alemania, España, Chile, México, Perú, Paraguay, Uruguay, Colombia y, ya a partir de la primavera, por el interior de Argentina.
"Desde lo más cotidiano hasta lo más loco, lo que uno considere; pero esos rituales propios que nos conectan para cada uno. Y en tiempos donde se pone densa la cosa, uno de los rituales que me dan ganas de vivir es este que estamos construyendo entre todos acá, que estamos haciendo esta noche. ¡Gracias por permitir la existencia de esta ceremonia!", concluyó antes de una ovación conmovedora.
Si bien Wos venía escalando en aforos deportivos de cada vez mayor capacidad (Argentinos Juniors y Estudiantes de La Plata en 2022, Morón y Quilmes en 2023), la puesta y apuesta en Racing rompe el techo y marca una nueva dimensión de la que probablemente no haya retorno: Valentín Oliva toma la cabecera de este fenómeno relativamente reciente de música urbana que se ancla en Argentina en tiempos de post pandemia y el reordenamiento de una cultura rock a la que él pertenece.
Y no es por una simple cuestión de números: la noche casi primaveral bajo la luna de Avellaneda marcó un hito en la sensibilidad ceremonial argenta, afecta a manifestaciones populares desde el 25 de mayo de 1810. Lo notable del caso es que incluso en épocas de atomizaciones y ritos más individuales (el consumo de plataformas, los juegos en red, las clases virtuales) hay algo que sigue latiendo y Wos logra llevarlo al plan analógico, al encuentro molecular, a la pulsión tribal.
Ya desde la tarde del sábado, el Puente Avellaneda comenzaba a minarse de vehículos y tránsito cargado, y para la tardecita el populoso distrito conurbano se llenaba de color y piberío en sus calles y en sus plazas. La célebre "previa" que la cultura rock le está legando a las nuevas generaciones demuestra que hay una transición social que va más allá de los géneros y de los estilos.
A sus 26 años, Wos va buscando su propia horma artística que definitivamente trasciende al rap y al freestyle en el que se crió mientras, al mismo tiempo, modela su propia madurez biológica con un entorno que lo contiene y que él mismo valora: la proclama sobre los rituales vino a colación de la presentación que hizo de su propia banda, un transatlántico musical que le permite a Valentín Oliva avanzar la marejada de estos tiempos turbulentos sin frivolidades ni contradicciones.
Cerca de las 22, todo análisis coyuntural quedó en segundo plano para darle lugar a un show potenciado por una monumental escenografía que remitía a una instalación industrial. Pico y pala para metaforizar la prepotencia del trabajo obrero, ni más ni menos que el que Wos lleva adelante con una estructura autogestiva y humana. Como si no quisiera perder de vista la artesanía de la música incluso cuando su convocatoria alcanza estándares propios del mainstream.
El inicio fue a la carga de Nuevas coordenadas, Descartable y 7/8, las tres canciones que abren su nuevo disco, el cual en lo sucesivo fue desplegado casi en su totalidad. Para entonces el estadio de Racing estaba colmado casi al tope, con alrededor de 40 mil espectadores, gentío encabezado aunque no dominado por público sub30: había desde nenes o nenas de cinco años hasta señores y señores que rozaban las cinco décadas.
Muchos padres acompañando a sus hijos, por supuesto, pero también boomers que se animaron a romper los prejuicios generacionales para acercarse a ver en vivo aquello de lo que se habla tanto. El triunfo de los pibardos por encima de cualquier descrédito, fenómeno que probablemente destaque a Wos por encima de otros congéneres que movilizan la misma atención masiva, aunque en el caso de ellos más específica de juventudes.
El primer gran impacto de la noche lo ofreció la aparición de CA7RIEL, quien tomó por asalto el escenario para compartir Niño gordo flaco con su Fender Telecaster al hombro. Auténtico momento de solos, guitarra y distorsión para seguir galvanizando ese puente con el rock en el que ambos se criaron. "¡Aguante Wos, la concha de tu madre!", alzó el invitado, quien además del dúo con Paco Amoroso lleva adelante Barro, un interesante experimento deudor del metal, y había sido violero de la primera encarnación de la banda de Wos, antes que el lugar lo tomara definitivamente el también productor Evlay.
Más adelante, Wos se lanzó a un entrevero entre beatboxing, feestyle y percusión, rescatado lo más primal de su formación artística entre las impros en El Quinto Escalón, su aprendizaje de batería y la crianza al calor musical de su papá, Alejandro Oliva, director de La Bomba de Tiempo.
La herencia rockera se manifestó también en la intervención en virtual de dos referentes con los que Wos grabó: Ricardo Mollo en Culpa (con la curiosidad de que, en simultáneo a su aparición en pantallas, Divididos estaba tocando en Obras) y el Indio Solari en Quemarás, inspirador éste último de un gran reconocimiento en el mismo estadio donde Los Redondos tocaron a fines del milenio pasado.
Luego, ya en carne y hueso, Dillom sorprendió a la mitad de Cabezas cromadas, canción a la que reportó en el disco Descartable, estableciendo otra cumbre generacional en el Cilindro, mientras Duki subía historias en su Instagram desde algún rincón del estadio. Los pibes están bien.
"Gracias por invitarme a tu mundo", alabó Natalia Lafourcade después de hacer lo suyo en La niebla, otros de los feats del álbum que se estaba presentando. Acaso una muestra de que Wos va camino a convertirse en un auténtico artista pop en el sentido más valioso y expansivo del término: romper las barreras para ampliar los horizontes. O, como postuló el Indio hace largas décadas como condición de audacia: saltar los decorados.
Natasha Iurcovich en bajo, Ivanna Rud en guitarras, Tomás Sainz en batería, Tiki Cantero en percusión, Fran Azorai en teclados y un trío de vientos componían la brigada de ataque escénico en un show que se prolongó por dos horas y media. Ya pisada la medianoche llegó una de las canciones del último disco más pedidas por el público, Melancolía. Y, sobre el final, el auténtico Ji ji ji de Wos: Canguro.
"Cuiden sus cosas, estén pillos", había sugerido Valentín, dejando una frase que podría entenderse también como un enunciado para ponerle el cuerpo al sórdido contexto social del que nadie estuvo ajeno. Por eso los numerosos y crecientes cantitos sobre "la patria no se vende" o "el que no salta votó a Milei", además del llamado a una colecta de alimentos no perecederos en la previa del concierto. Una muestra de que lo personal es político, pero también lo artístico y lo popular.