1. Un bar. Después de cuatro horas de caminata y cantos y saltos, nos sentamos por una cerveza en un tradicional bar de la Avenida de Mayo. Lleno. A cada rato se agitaba un canto común, referido a la universidad amada o al mal gobierno. Le preguntamos al mozo por la magnitud de la marcha y dijo: sólo comparable al festejo del mundial. Una causa argentina. Un núcleo de unidad. Una conmoción de las clases medias. Eso nos quedamos pensando. No porque hubiera banderas o camisetas, sino porque la universidad habita algo de la sensibilidad argentina, es un nudo en el que se hilan las imágenes de movilidad social, la idea de esfuerzo individual y familiar, con la apelación a un proyecto colectivo de nación, la comprensión del conocimiento como fuerza política y popular.
2. Las alturas. En nuestro imaginario común hay una foto de 1918. Estudiantes cordobeses en la terraza de la universidad, agitando aquello que fue nombrado como “La Reforma”. Ahí parieron el cogobierno democrático, el derecho a la educación laica y una profusa mitología. Ayer circuló un video de Resistencia (debo aclarar: ciudad, porque los nombres hoy disparan su significado por su potencia política): por la calle pasaba la movilización universitaria, obreros de la construcción interrumpen su trabajo en los altos del edificio donde estaban, para cantar, con la columna: “Universidad de los trabajadores y al que no le gusta, se jode, se jode”. En el medio, entre aquella escena y esta, estuvieron la declaración de la gratuidad universitaria bajo el gobierno de Perón, y la expansión del sistema de educación superior en las últimas décadas.
3. El cuidado. El gobierno quedó encerrado en un metro cuadrado de negación. No pudieron aplicar el protocolo represivo. Desbordada la ciudad de Buenos Aires, lxs manifestantes marchamos con alegría y mutuo reconocimiento. Subtes y trenes no daban abasto. Temblaban, cuentan quienes los tomaron, de tanto entusiasmo colectivo. El gobierno se puso a negar la importancia de la marcha. La ministra de (in)seguridad llegó a decir que sólo habían marchado unas 35 mil personas en la ex Capital Federal. Capaz que se tentó con decir 30 mil pero le pareció demasiado. Para eso está la vicepresidenta, recordando con sorna a Hebe. En las redes se le respondió: por supuesto que Hebe estaba, en los cientos de miles que ayer marchamos.
4. La negación. Pero si de negación hablamos, la mayúscula es la del presidente, que interpretó lo que ocurría con la idea mesiánica de asistir a un día de revelación. Pero no se entusiasmen: revelación no de la fuerza de la multitud, de los acuerdos sociales que se renuevan en la calle, sino de lo bien que está haciendo las cosas, que multiplica las “lágrimas de zurdos”. Le habla, cada vez más, a un pequeño núcleo de agitación militante. Pero no habría que regalarle la imagen hermosa de la locura, porque algo de sinrazón tendremos que tener para sostener el entusiasmo y la fuerza de la política que necesitamos. Contra la locura no se trataría de elegir la normalidad, sino otra desmesura: la de pensar vidas dignas de ser vividas para todxs, para cualquiera.
5. Conversaciones. Oídas al pasar y fuera de la movilización, en los días previos, entre laburantes, sostenían que el ajuste cae sobre jubiladxs y universidades. En un colectivo escuché: a la universidad le cortaron la luz. Había dolor en esa frase. Quizás porque la universidad nombra algo de futuro, la posibilidad de proyectar, de hacer, de forjar. De vivir. En Argentina la experiencia no es la de una institución de elites, o no es sólo eso.
6. Pasiones. Volver a una conversación pública apasionada, sensible, algo de eso se jugó en marchas y clases públicas. No la política como rosca, acuerdo, interna, aumento de salarios propios. ¿Podrá esa fuerza que surge de los ríos profundos de la vida universitaria --que es lo contrario al adoctrinamiento, sino el despertar de un modo de conjugar tensamente los saberes-- afectar una vida política desganada, tomada por las lógicas informáticas, reducida al escarnio o al cálculo, y que también está en las universidades?
7. Orgullo. En la marcha y en las redes había mucha insistencia en una historia: padres obreros y sin estudios formales, hijxs graduadxs universitarios. Hay fotos de familias con sus carteles indicando eso. El orgullo de haber llegado a la universidad. No como negación del origen ni borramiento de la experiencia laboriosa, sino como recuperación reparadora sobre los ancestros. Fue marcha del orgullo marrón, pero también del orgullo de las identidades que habitamos cual milhojas. En la columna mostri, que se reúne con el grito de alarma “La vida está en riesgo”, se multiplicaban disidencias y orgullos deseantes. Una joven llevaba un cartel: “primera generación travesti universitaria”. Orgullo, también, de campus hermosos, edificios acogedores, bibliotecas munidas, laboratorios en los que se puede hacer ciencia. Y no menor orgullo del país que invirtió en todo eso.
8. La risa. La marcha recuperó insolencia y humor. Una de las columnas, la de una hermosa y guerrera universidad, cantaba su “un minuto de silencio para Conan que está muerto”. Pero en cada una se inventaba el modo de parodiar y criticar. No fue una marcha del silencio y menos aún de la derrota. La columna de estudiantes de escuelas secundarias fulguraba como apertura del porvenir. Quizás los discursos no estuvieron a la altura de esa promesa y de ese deseo, que la calle ensoñaba y que permanecía después en los bares, las veredas, los trenes, las redes, los llamados. Necesitamos la insolencia y la insumisión.
9. Huellas. Dejo este escrito por acá como un recordatorio, como parte de las huellas que queremos preservar, pero también como llamado, como insistencia: ayer marchamos porque fuimos capaces de leer nuestras propias herencias, porque una mayoría social cree que para transformar no hay que destruir todo, porque encontramos en nuestro corazón el compromiso con preservar la vida. Pero todo puede desvanecerse si esa profunda inteligencia colectiva no se encuentra con una capacidad de promover una alternativa, no menos inteligente y no menos colectiva.