Dice Antonio Gramsci que “la historia enseña, pero no tiene alumnos”. Bien vale entonces preguntarse quién hace la Historia. Una respuesta es que a la historia la hacen los pueblos, ese acontecimiento por el cual, de vez en cuando, una comunidad hablante accede a un resorte íntimo, una suerte de diapasón en el cual ruge una fina y común sintonía que otorga consistencia y vitalidad a los pilares de una Nación. Desde este punto de vista, el martes el pueblo argentino hizo Historia. O, más precisamente --de acuerdo a la convocatoria que la hizo posible-- el millón y medio de personas que se movilizó a lo largo y ancho de este país, dio cátedra. Hizo saber que ese resorte íntimo tiene un nombre que se llama universidad pública, gratuita y de calidad. Un nombre que atraviesa todas las clases sociales y, salvo muy precisas excepciones, todos los credos políticos, incluidos muchos de los que votaron al actual presidente.

Banderas de todo tipo de institución y agrupamiento, universidades, colegios, centros culturales, barrios, clubes. Y los sindicatos. Gran emoción contemplar ese matrimonio entre obreros y estudiantes. De hecho, tras el enorme encuentro que ayer tomó lugar en el seno de la comunidad argentina, quedó claro que la mixtura entre trabajadores y estudiantes conforma una columna vertebral de todo movimiento que propicie inclusión, justicia, riqueza y paz social. “Universidad de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode, se jode”, tronaba desde la salida del subte hasta los primeros pasos que este escriba recorrió por la avenida Callao hasta donde se pudo. Porque ya a las 15 la multitud era tan enorme que solo se podía acceder a la Plaza del Congreso por las calles aledañas. Las imágenes de los drones son contundentes. Pero llegar a la Plaza de Mayo valió el esfuerzo. Un recorrido donde no faltaron los encuentros, las sonrisas, los abrazos. Ese amucharse sanador entre los cuerpos que habilita el privilegiado canal por donde la angustia afloja la garra en el pecho. La dulce y amorosa sensación de sentirse acompañado, de confirmar que somos muchos, muchísimos, los que salimos a enfrentar un ataque inédito, brutal, desquiciado e infame.

Lo cierto es que, si alguna duda había al respecto, ayer 23 de abril de 2024, quedó claro que la educación -para nombrarla de una vez- constituye un emblema que hace a lo más propio y entrañable de esta tierra. Un rasgo cuya emergencia no es sin la efectiva presencia de los cuerpos actualizados allí en el ágora. Cientos y cientos de miles de personas, por momentos apretados como en el subte a la hora pico, manifestando en paz, con una idea clara y un objetivo bien preciso. Una inmensa marea humana con la irrevocable, inquebrantable y arrasadora voluntad de hacerse oír, de dar testimonio acerca de un estilo al que no piensa renunciar de ninguna manera. Desde este punto de vista, la pasión por la educación se hace carne en el pueblo argentino. Es su Salud. Su Voz. Y su manera de atravesar la existencia. Los testimonios son conmovedores. Esa foto de un papá albañil, una mamá ama de casa y una hija profesional universitaria, allí los tres en plena marcha, compone el trazo grueso de nuestra identidad. La marca de un fundante deseo. El espesor narrativo donde pasado y futuro se hacen presentes en el instante eterno de un encuentro señero. Por algo, "Lo que has heredado de tus padres, adquiérelo para poseerlo"[1] rescata Freud del texto de Goethe. Una máxima que ayer cobró una inolvidable consistencia. Era conmovedor asistir al paisaje de cientos de miles de jóvenes estudiantes junto a otros tantos manifestantes ya maduros, docentes, padres y por qué no, estudiantes también.

Es que, en la marcha por la Universidad del martes 23 de abril 2024, las diferentes generaciones se dieron cita en el ámbito que por excelencia reúne uno de los rasgos más decisivos de la existencia humana: la transmisión. Ese cobijar, enseñar, cuidar, preparar, contar, y dotar a quien llega --ese por-venir-- de los recursos necesarios para enfrentar la dura y particular experiencia de vivir. De esta manera en la educación precipita el rasgo amoroso --ese Eros freudiano-- sin el cual una comunidad se desguaza en la violencia, el qué me importa y el sálvese quien pueda. Cuerpos presentes para rechazar la imposición de ser tratados como objetos. Cuerpos hablantes apostados codo a codo para hacer saber de una convicción dispuesta a dar pelea. A demostrar, desarrollar y desplegar, como en una clase, el axioma en torno al cual nos re-unimos. “Lucho por una educación que nos enseñe a pensar y no por una educación que nos enseñe a obedecer”, se leía en una de las tantas cartulinas sostenidas a pura garra y corazón.

Cada cartel que las personas (hombres, mujeres, jóvenes y no tan jóvenes) portaban, componía una lección, una pregunta, un tema a desarrollar, un capítulo a desplegar. La pregunta: “¿Por qué da tanto miedo educar a un pueblo?” bien podría resumir gran parte del trágico devenir de las sociedades humanas. Es que sembrar la ignorancia es la llave del dominador. Un video que me llegó hace pocas semanas dice: “te regalo una palabra: agnotología. La agnotología es la creación deliberada de ignorancia, es la producción deliberada de datos falsos para generar duda y confusión alrededor de un tema”. El gobierno de Javier Milei hace agnotología de manera permanente. Desde el presidente hasta cada uno de sus adláteres, la mentira, la difusión de datos falsos y las conclusiones cuya causa y consecuencia no coinciden ni un poco, ya conforman la característica principal de una gestión. Basta echar un vistazo a la presentación diaria del vocero presidencial para corroborar el dato: el cartel con el texto que rezaba: “la educación no es un Adorni” lo decía todo. Y sino, tomar nota de la cadena nacional grabada que el presidente de la Nación difundió en la víspera de la marcha con una sarta de mentiras tan larga como la nariz de Pinocho con la que este diario compuso su nota de tapa del martes 23. “The coward claimed he was a lion” (el cobarde bramaba que era un león) decía un cartel con el texto de una canción de Taylor Swift.

Javier Milei llama adoctrinamiento a todo núcleo argumental, método o sistema que no coincida con su disparatado credo. Esa suerte de libertad desanudada de la igualdad y la fraternidad por la cual los pilares de la convivencia civilizada se derrumban en un trasnochado individualismo. “Quiero salvar a la educación pública porque la educación pública me salvó” rezaba otro cartel cuyo enunciado sintetiza ese reconocimiento sin el cual la transmisión entre generaciones --eje de toda comunidad humana-- no se hace posible. A este escriba que, como pudo, transitó una temprana carrera docente en diferentes niveles, le tocó estremecerse por el abrazo de personas ya adultas que le decían: “Hola profe, soy...”, para luego desentrañar en ese rostro del Otro un pedazo de mi propia historia personal (¡Uy!)

Párrafo aparte merece ese cartel increíble que decía: “déjenme cursar, todavía no entendí a Lacan”. Gracias querido. Con ese cartel me recordaste que yo tampoco lo terminé de entender, porque si algo enseña Lacan es que todo saber está agujereado. Y que el psicoanálisis es la teoría de una práctica y no la práctica de una teoría. Siempre algo por aprender. Cada caso toda una investigación. Por eso mismo el acontecimiento Pueblo siempre enseña algo nuevo, hace la Historia, por más que la larga serie de gobiernos neoliberales intenten borrar el legado que conforma la transmisión entre generaciones. No saben. Ni quieren aprender.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Titular de la Universidad Nacional del Chaco Austral. (Primera generación de universitarios).

Nota:

[1] Sigmund Freud (1913[1912-1913]), “Totem y Tabú. El retorno del totemismo en la infancia”, en Obras Completas, A. E. Tomo 13, p. 159. [Goethe, Fausto, parte 1, escena1].