Tribuna cinéfila por derecho propio, el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, el Bafici, cierra este fin de semana una de sus ediciones más políticamente intensas de su ya pródiga historia. La situación que atraviesa el Instituto Nacional del Cine (INCAA), órgano que rige y ayuda a financiar la producción cinematográfica en el país, colocó al cine argentino al filo de un abismo, y las discusiones y debates al respecto se extendieron sobre la presentación de cada una de las películas programadas. Alguien dirá que la crisis empañó la celebración de las bodas de plata del festival, con la coyuntura robándole protagonismo al hecho artístico. La realidad es otra.
El cine argentino tuvo en el Bafici un espacio donde seguir respirando, pantallas para visibilizar su diversidad y jerarquía, y salas que se convirtieron en cenáculos donde los reclamos y voces se pudieron alzar para hacerse oír. Una cualidad que enaltece la labor del festival y permite que su 25° edición haya resultado memorable. Así y todo, no es suficiente.
El porvenir de la industria cinematográfica local tal como se la conoce está amenazado. Si la gestión actual del INCAA, a cargo del economista Carlos Pirovano, logra quitarle su autonomía, garantizada por ley, será difícil que haya películas nacionales para alimentar el catálogo 2025 del Bafici. Festivao que este año seleccionó 74 títulos, a los que consideró merecedores de ser incluidos en su programa. Si a ellos se le suman los más de 50 que hace seis meses programó el Festival de Mar del Plata, la pregunta surge sola: ¿cuántas cinematografías en el mundo pueden presumir de semejante nivel, en abundancia y calidad, como para producir 130 películas por año dignas de participar de dos de los festivales más importantes de América latina? Solo por eso, por mero instinto de supervivencia, es importante que, como institución, el Bafici reitere con claridad meridiana su preocupación por el futuro incierto del cine que lo nutre y le da sentido: el que se produce en la Argentina.
Prueba de esa calidad son otras cinco películas de la Competencia Argentina que pudieron verse en el festival. Pocos cineastas locales pueden presumir de una fertilidad al límite de la filmorragia como Matías Szulansky. En ocho años, este director ya suma once largos, el último de los cuales, Berta y Pablo, acaba de tener acá su estreno mundial. Casi un exponente vernáculo del llamado mumblecore, la película sigue a Caro, una jovencita introvertida que viaja a Buenos Aires desde Montevideo para tomar distancia de su novio, con la excusa de grabar unas canciones con una amiga con la que comparte un proyecto musical y pasar por la casa de su abuela, recién fallecida.
La película va detrás de la protagonista durante sus caminatas por la ciudad en plena ola de calor. A veces a través de planos distantes que dan cuenta de su deambular inquieto; otras, muy pegada a ella, con primerísimos planos que revelan una tribulación genuina. Cuando parece que el destino de Caro será hundirse en el letargo, un hallazgo entre los libros de su bobe le regalan un nuevo sentido a su viaje. Aun en su brevedad (solo 61 minutos), Berta y Pablo por momentos se percibe alargada de forma artificial a partir de secuencias algo reiterativas, como si se tratara de un mediometraje forzado a volverse largo. A pesar de ello, el cine de Szulansky muestra una gran evolución en el camino que va de Pendeja, payasa y gorda (2017), uno de sus primeros trabajos, hasta acá. Emotiva cuanto sensible, la película consigue imponerse a sus excesos haciendo de la ternura un oportuno vehículo narrativo.
Clásico no solo del Bafici, sino del cine argentino contemporáneo, Raúl Perrone volvió a ser parte de esta competencia del festival con la presentación de COMBO15. Quien no esté familiarizado con la obra del cineasta de Ituzaingó, barrio al oeste del conurbano bonaerense, encontrará aquí un trabajo representativo de lo que viene haciendo desde el estreno de P3ND3JO5, acá en el Bafici, pero en 2013. Un relato tan experimental en lo formal como en lo narrativo, que vuelve a tener a las calles de su pago chico como paisaje y a los jóvenes que deambulan sobre sus márgenes como protagonistas. Por su parte, los que conozcan a fondo la filmografía de este período reconocerán pronto las marcas de autoría y, con ellas, la repetición de un formato en el que Perrone ya probó moverse con comodidad. Tal vez demasiada, aunque eso no menoscaba los méritos de COMBO15. Entre ellos, la capacidad de manejar los planos de lo visual y lo sonoro como universos paralelos, que al cruzarse en el infinito de la sala logran alterar la noción de percepción.
Exponente de un formato con mucha tradición en el cine argentino reciente, Imprenteros ofrece uno de esos relatos que se nutren de la biografía familiar de sus directores para construir un retrato cinematográfico. Cine del yo, que en este caso se multiplica por tres: los hermanos Lorena, Sergio y Federico Vega, aunque será la hermana mayor quien lleve la voz narradora (además de dirigir la película junto a Gonzalo Zapico). Como dos espejos puestos uno frente al otro, Imprenteros tiende al infinito. Se trata de un documental sobre el proceso de creación de un libro, que a su vez busca replicar una obra de teatro, la cual está basada en la figura de su padre muerto, gráfico de oficio, a quién los unía una relación ambivalente de amor-odio (aunque la existencia misma de esta película representa un claro triunfo de uno sobre otro). Divertida, dinámica y emotiva, Imprenteros no solo pone de manifiesto el poder de los vínculos (“¿Qué es una familia?”, se pregunta en off Lorena al comienzo del documental), sino el del cine para hacer posible lo imposible, incluso la inmortalidad. Nacida y filmada durante la pandemia, la película también da cuenta del carácter positivo que dicha tragedia social tuvo para quienes, como los hermanos Vega, supieron ver en ella una oportunidad.
La Competencia Argentina se completó con los últimos dos títulos. Por un lado Corresponsal, de Emiliano Serra, un relato de ficción que aborda la última dictadura a partir de la figura de un periodista que colabora con el régimen. Un intento valioso no solo desde lo político sino como reto estético, realizando un interesante trabajo de arte para registrar una época. Labor para nada sencilla. Con un aire de familia en su atmósfera con La conversación (Francis F. Coppola, 1974), Corresponsal sale airosa del desafío, incluso con sus excesos y falencias. Por último, Barcos y catedrales, ópera prima de Nicolás Aráoz, una ficción ambientada en un pueblo en la provincia de Tucumán. En ella, el cineasta exhibe una mirada capaz tanto de coquetear con los géneros, como de jugar con un naturalismo poderoso cercano al documental. Un debut que lo muestra como un realizador a seguir con atención.