“¿Qué puede haber peor que golpear a un hijo, repudiarlo por maricón y dejar que se pierda en la noche con sus hermanos?”. El puñetazo de Juan Schuster a su hijo mayor Gabi, “un artista insobornable”, permanece en la memoria de sus hermanos, Fede y Eva, descendientes de uno de los seiscientos alemanes provenientes de Camerún que en 1916, durante la Primera Guerra Mundial, llegaron a la península ibérica y se instalaron, entre otros lugares, en Zaragoza. Esa pequeña comunidad alemana no pudo escapar al auge y la caída del nazismo. La novela sobre los Schuster, una familia que llegó a tener un importante negocio de alimentación, empieza y termina en el cementerio. En Los alemanes, Premio Alfaguara de Novela, el escritor español Sergio del Molino pone el dedo en las llagas de la culpa, el financiamiento de atrocidades que afecta a los hijos porque “el pasado se vuelve presente en cuanto lo tocas” y el desmoronamiento familiar.
Del Molino (Madrid, 1979), columnista del diario El País, hace muchos años que tenía en mente la historia de Los alemanes, novela que presentará este sábado a las 19 en la sala Adolfo Bioy Casares de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. El ensayo Soldados en el jardín de la paz (2009), una investigación en clave de reportaje periodístico, fue el primer acercamiento que tuvo sobre la colonia alemana instalada en Zaragoza el autor de La España vacía (2016), un texto sobre la despoblación y la idea de país; La hora violeta (2016), donde narra un año de la vida de su hijo Pablo, que fue diagnosticado con un raro tipo de leucemia; y La piel (2020), una autobiografía novelada sobre su relación con la psoriasis, entre otros libros.
“La desubicación es una condición bastante extendida entre las personas, pero no la exploramos; llama mucho más la atención el arraigo, la gente que está en su sitio y que sabe quién es y lo que quiere”, plantea Del Molino a Página/12. “Aunque se habla del síndrome del impostor, que es una cosa que detesto como nombre, es verdad que todos nos sentimos en algún momento descolocados. Yo me he sentido geográficamente desubicado; tengo una relación de amor-odio con mi país, como creo que le pasa a mucha gente. La incomodidad es una condición en mi vida y me interesa mucho explorarla”.
-Hay una escena fundante en “Los alemanes” que tiene que ver con la violencia paterna. Aunque tiene la cara rota y el alma también, Gabi sabe que no es fácil huir del padre, ¿no?
-Es imposible escapar del padre; siempre te va a perseguir de dónde eres, de dónde has venido. No tiene sentido negar quién eres, negar dónde has nacido, quiénes son tus familiares. Uno de los mantras del Mayo del 68, intentar hacer borrón y cuenta nueva (somos otra cosa, a partir de aquí inventamos un mundo nuevo), eso ha fracasado. Hay que ser consciente de dónde vienes y saber que esas deudas se conservan y que en algún momento alguien te va a hacer pagarlas.
-“Miramos hacia atrás porque adelante no hay nada. Trepamos por las ramas de los árboles genealógicos como única salida al callejón tapiado en que se ha convertido la cultura”, dice Fede en la novela. ¿Estás de acuerdo con este planteo?
-Soy un poquito menos escéptico y desencantado que Fede. Pero es verdad que hay muchos callejones tapiados y la obsesión de los alemanes por la genealogía probablemente revele un agotamiento.
-¿Qué otros callejones tapiados aparecen en el paisaje cultural?
-El problema es que perdimos la capacidad de imaginar el futuro. Las derechas más radicales ofrecen una pulsión revolucionaria que la izquierda ya no tiene; la izquierda se ha vuelto conservadora porque su discurso es conservar lo existente de una democracia que se considera en retroceso. Hemos perdido la capacidad de encontrar proyectos colectivos y no sabemos qué hacer con la cultura, no sabemos para qué necesitamos la literatura, para qué el arte. Todas las expresiones que nos explicaban y que constituían nuestro paisaje se han convertido en espacios autorreferenciales que no son capaces de interpelar a nadie. Si no tenemos el arte como vehículo de imaginación para poder compartir nuestras angustias y expresar qué es lo que queremos en el futuro, no tenemos sociedad vertebrada. Este es el callejón sin salida en el que se ha metido el arte en el siglo XXI, volviéndose muy solipsista y perdiendo la capacidad de conexión con el zeitgeist.
-¿Qué salida imaginás como escritor?
-Me parece que las obras literarias tienen que interpelar a la sociedad. Los alemanes es una obra que intenta ver qué nos preocupa y qué angustias compartimos. Todavía hay gente como yo que intentamos explorar ese territorio, pero cada vez somos menos y cada vez tenemos menos fuerza.
-Al final de la novela se cita lo que escribió Schubert en su diario: “Nadie comprende el dolor del otro, y nadie comprende la alegría del otro. Siempre pensamos ir hacia el otro, pero lo único que hacemos es pasar unos al lado de otros”. ¿Escribiste “Los alemanes” justamente para tratar de ir hacia el otro?
-Sí. La narrativa tiene por bandera la comprensión del otro de una forma que en la experiencia cotidiana no podemos alcanzar nunca. La literatura nos permite adentrarnos en territorios a los que no accederíamos; su principal razón de ser es poder comprender por qué el otro hace lo que hace, aunque tú no lo compartas. La literatura es un arma civilizatoria fundamental. Muchas veces nos hemos ido por los derroteros haciendo literatura con unos propósitos muy textuales, muy solipsistas, que en el fondo no son más que pasatiempos sofisticados, aunque suenen muy vanguardistas, que han dejado de revelar el misterio del otro. Toda literatura que esté disociada de la vida no merece la pena. La literatura relevante es la que funde literatura y vida.
-Por el modo en que trabajás las voces y la estructura de la novela podría pensarse que tiene la forma de una sinfonía. ¿Fue algo deliberado?
-Totalmente, la composición es puramente musical; está concebida de forma sinfónica. Me hubiera gustado ser músico, pero no tengo aptitudes. Me gustaría que la literatura llegara a transmitir una pequeña parte de lo que comunica la música, que llega directamente de forma orgánica.
-¿Por qué los personajes de la novela debaten sobre “la banalidad del mal”, de Hannah Arendt?
-La banalidad del mal se explica como si el que la ejerciera desconectara los recursos morales. En ningún momento ella compra el discurso de (Adolf) Eichmann: “yo era un funcionario y no tenía ninguna responsabilidad”. Hannah Arendt dice que Eichmann era un alto funcionario, un nazi convencido, y nadie llega a un puesto de esa responsabilidad sin estar profundamente comprometido con los ideales y los propósitos del Tercer Reich. La banalidad a la que se refiere Arendt es la decepción que provoca que ese señor tan poca cosa, que en otro contexto sería totalmente inofensivo y ridículo, sea capaz de provocar tanto mal. Que si va a destruir el mundo o va a desatar el infierno, que por lo menos tenga la apariencia de Drácula. Pero no es Drácula, es un señor gris como muchos de los que te encuentras a lo largo del día.