La búha necesita poner la temible ambigüedad del tiempo en espera y ahuyentar la codicia desde la rama más poderosa de un misterioso baobab. Diamela Eltit es la Sherezade chilena del lenguaje; escribe como si reinventara la lengua en cada frase, ficción tras ficción, como lo hace, una vez más, en la extraordinaria Falla humana (Seix Barral), que presentará en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires este domingo a las 16 horas en la sala Julio Cortázar.
Un grupo de familias va a ser desalojado de sus casas por una poderosa Compañía sin nombre, que busca crecer y romper las normativas vigentes de la expansión corporativa. El escenario del drama podría ser la cuadra de un barrio de Santiago de Chile, Buenos Aires, Bogotá o cualquier ciudad latinoamericana. Las pobladoras y pobladores tendrán como representante a “la vocera de la cuadra”, que intentará apostar por la organización y la resistencia ante un poder económico cuyo engranaje funciona por acumulación y devastación. La novela explora la violencia brutal del capitalismo y sus efectos en la vida cotidiana de un vecindario.
La escritora chilena tiene un nombre extraño que la ha obligado a múltiples contorsiones a lo largo de su vida. Si la llaman Daniela o Damiela, responde. Un profesor de la secundaria le dijo “Deidamia” y aunque experimentó un terromoto psíquico al escuchar esa errata ella igual se levantó de la silla y fue hasta la pizarra. En la novela fundacional chilena Martín Rivas, escrita por Alberto Blest Gana en el siglo XIX, la perra de la narración se llamaba Diamela. Mientras estudiaba la licenciatura en Literatura en la Universidad, en un seminario de novelas argentinas fundamentales leyó El inglés de los güesos, de Benito Lynch. La perra de la narración, para mayor asombro, también se llamaba Diamela. La madre, que no leyó ninguna de las dos novelas, eligió ese nombre por las flores de dos colores que tiene un arbusto.
Diamela (Santiago de Chile, 1947), autora de las novelas Lumpérica (1983), Vaca sagrada (1991), Los trabajadores de la muerte (1998), Jamás el fuego nunca (2007), Impuesto a la carne (2010) y Fuerzas especiales (2013), entre otras, estaba escribiendo muchos ensayos a pedido y tenía un texto, el borrador de lo que después sería Falla humana, al que sentía que le faltaba algo y que no podía definirlo. “Hasta que llegó volando la búha, sin que la llamara, porque verdaderamente no la llamé. Y me interesó por su cuerpo, por el hecho de que tenga tres párpados, que tenga esa visión extrema y que pueda mover la cabeza entera. Entonces pensé que era uno de los pájaros de la noche más atractivos y que podía mirar incluso lo que yo no podía ver de esta novela”, cuenta la escritora, que fue profesora visitante en distintas universidades de Berkeley, Columbia, Stanford, Virginia y Pittsburgh y que ganó el Premio Nacional de Literatura (2018), el Premio Carlos Fuentes (2021) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2021), entre otros.
“Todos los congregados del mundo están contentos ante la cercanía afectuosa entre cuerpo y oscuridad, tanto que sienten ganas de quedarse más tiempo sumergidos en la noche para experimentar una emoción que habían olvidado (…) Se trata de la euforia de reconocer la consolidación veloz de un acuerdo que se concretó sin la necesidad de acordar, porque los cuerpos convocados por la noche ya estaban de antemano decididos. Y por eso, ahora mismo, están esperando el momento propicio para encender la barricada, avivar su luz. Y cuidarla”, se afirma en las páginas finales de Falla humana.
-¿En qué sentido pensás la “falla humana” del título de la novela?
-Me ha impresionado la cuestión de la posesión del planeta, de la tierra como tierra poseída en el sentido simbólico. Para mí es muy impactante cómo le ponen precio a algunos territorios y devalúan a otros. Eso está en todas partes y no hay lugar que no lo tenga; es el mismo territorio, es la misma tierra, pero una tierra con valor y otra con un valor mínimo, y además se deja caer ese mínimo en una serie de factores culturales. El desalojo de este grupo lo veo en esa línea: este grupo estaba mal puesto en un territorio al que había podido acceder, pero sin embargo fue capturado por una economía que los devaluó a ellos. Entonces sigo pensando en la territorialización de las ciudades, que marca los cuerpos y les pone una carga cultural. La riqueza se desplaza y desocupa zonas para ocupar otras. En esto hay una falla humana; tenemos personas viviendo con muchas carencias, que tienen su pedacito de tierra, porque la tienen, pero viven con tremendas carencias; y hay gente que tiene a veces el mismo pedazo de tierra en otro lugar y vive en la opulencia más extrema.
-¿Hay algún modo de evitar o atenuar este extractivismo que arrasa los territorios y a las personas que los habitan?
-Estamos viviendo un sistema muy complejo que es el sistema neoliberal, además doblemente intensificado con las tecnologías. Estamos viviendo una especie de revolución tecnológica, que son formas de dominación porque la tecnología tiene dueño, y esas formas en definitiva apuntan a la separación de la comunidad, porque hay un "yo" frente a "nosotros", no necesariamente contra nosotros. El neoliberalismo avanzado está en vías de fracasar, ahora la pregunta sería ¿en cuánto tiempo? Puede ser un siglo; tú sabes que para nosotros cinco años es mucho, pero de pronto hay sistemas enteros que demoran siglos en modificarse. No digo que se acabe el neoliberalismo que es acumulativo, que es un mal de Diógenes porque busca acumular, acumular y acumular. El neoliberalismo no da para mucho más; es insensato y tenemos un avance tecnológico que hace que seamos sujetos dobles: somos virtuales y somos presenciales. Facebook es un sitio donde expresas básicamente tu “feliz tristeza”, por decirlo de alguna manera, y eso te da fuerza, ánimo, y tienes likes. Las nuevas tecnologías son lugares de exposición del yo, pero nada es tan simple, todo es muy complejo, todo se vende en la bolsa de valores, las empresas tecnológicas siguen echando gente y somos el insumo de TikTok. Entonces pienso que la gran tarea es restituir comunidad con las diferencias legítimas que podemos tener y que tengamos una mirada común sobre el hábitat porque es el hábitat lo que está deteriorado.
-La vocera de la cuadra es un personaje que tiene entusiasmo, pero la realidad se lo va dinamitando, ¿no?
-Quería pensar el tema comunitario; en la novela hay una organización y eso es lo que sostiene muchas veces lo precario, las organizaciones vecinales, comunitarias, porque nadie mejor que ellos conocen los problemas a los cuales se exponen. Entonces la cuadra está organizada. Lo que pasa es que el poder es muy asimétrico y van a perder la guerra, que es un decir porque no hay guerra. Pero tienen memoria. No hay que perder la memoria; ellos se van con sus recuerdos.
-La tercera parte de la novela, “La nueva caminata ¿hacia dónde?”, parece sugerir que es más importante el camino que el lugar adonde se llega. ¿Qué reflexión podrías hacer sobre este tópico?
-Por algún motivo volví a pensar en la utopía. Yo sé que hay muchas cosas distópicas en este mundo y está muy bien. Pero volví a echar de menos la cuestión de la utopía. Y recordé el juicio que le hicieron a Galileo Galilei por afirmar que la tierra gira alrededor del Sol cuando para la Iglesia el Sol giraba alrededor de la Tierra. Entonces ante los tribunales miente para salvarse y niega que la tierra gire alrededor del sol. Pero cuando sale dice “eppur si muove” (y sin embargo se mueve). El joven que logra salvar la cuadra un ratito y los personajes de la novela intentan que haya un giro planetario.
-¿Por qué te interesa pensar la utopía?
-¿Qué pasa si pensamos que realmente podemos cambiar el mundo? Porque el mundo somos nosotros, la historia de la lengua, la historia de la cultura, la historia de todo lo que existe, la historia de cada cuerpo; me interesó a buscar una utopía viable, comunitaria. Lo más importante es que nos acerquemos comunitariamente. Yo estudié Literatura, soy profesora de Literatura y he enseñado primero a estudiantes secundarios, después en la universidad; en cada curso en que estuve intenté formar pequeñas comunidades y veía a las chicas y chicos como una comunidad. Estuve dando clases de escritura creativa en la Universidad de Nueva York y también buscaba dialogar con los otros. Sé que la literatura es áspera y que hay una comunidad literaria, más allá de las diferencias. Como dice Pierre Bourdieu cuando habla de campo, en la literatura el campo tiene poder; hay dictámenes. Las peleas no son solamente personales sino que hay discusiones estéticas que son necesarias. Melanie Klein, que trabajó con el pensamiento freudiano, dijo algo bien interesante sobre la envidia. El momento más saludable es cuando conviertes la envidia en admiración. Yo pienso en comunidades entendiendo la diferencia; hay cosas que literariamente no comparto, pero si las discuto es porque reconozco que existen.
-A propósito de la comunidad, estás en Buenos Aires también por la muestra de Lotty Rosenfeld, con quien integraste el Colectivo de Acciones para el Arte. ¿Qué representó en tu vida las experiencias con C.A.D.A?
-Fue una experiencia que había que hacerla, era necesaria. Un día Lotty propuso hacer algo desde el arte frente al estado de cosas de la dictadura. La ciudad dictatorial era una ciudad que quien que no la ha vivido no la puede dimensionar porque cambió completamente su estructura, en el sentido que había estado de excepción, por lo tanto la ley estaba suspendida, lo que Giorgio Agamben llama el “poder soberano”; hubo toque de queda durante 17 años y no podían juntarse más de 10 personas en una casa; no podíamos reunirnos en un café. La noche se cerró en una oscuridad infranqueable. Y si bien había fiestas el problema es que te tenías que quedar hasta el otro día porque no podías volverte a tu casa. Eso fue muy asfixiante. Además, por otro lado, los muertos, los presos, los exiliados, eran personas de mi generación. Entonces vivimos una situación muy distinta y muy extrema para nosotros que en ese momento queríamos cambiar el mundo. Pero fue el mundo que nos cambió porque tuvimos que aprender a circular, aprender a decidir qué decías y a quién lo decías porque nos podían delatar. Como profesora, tenía que tener cuidado con las clases porque había muchas alumnas delatoras. Además, no quería salir al exilio, quería quedarme en Chile. Entonces en 1983, a diez años del golpe, cuando Lotty propuso intervenir la ciudad con algo chiquito porque ninguno quería terminar preso decidimos ir a la calle a pintar las paredes con “No +” (No más). La apuesta era que la gente iba a completar el sentido y pusieron “no más dictadura”, “no más muertes”, “no más crímenes” y después se sumarían otros No más, como No más AFP (jubilaciones privadas). Lo bonito fue que la ciudadanía se apropió del No más.
Diamela sonríe. Una chispa del vértigo juvenil se asoma por sus pupilas. La resistencia brilla como un pequeño gesto que a muchos les permitió sobrellevar la asfixia de vivir bajo la dictadura pinochetista. En 1979 fundó C.A.D.A junto a Lotty Rosenfeld, Juan Castillo, Fernando Balcells y Raúl Zurita. Este movimiento artístico fue un grupo que trabajó la ciudad como escenario público de intervención artística. “La dictadura no me hizo escritora porque yo ya leía y sabía que iba a escribir”, aclara y recuerda que salió a pintar, con el miedo arañándole los talones, las paredes de Ñuñoa, el barrio donde entonces vivía. Poco tiempo después empezaría a escribir su primera novela, Lumpérica, publicada en 1983 en Ediciones del Ornitorrinco. “Yo escribí con un censor al lado, en el sentido más simbólico del término, porque yo sabía que la novela iba a ser revisada por la oficina de censura”, cuenta y agrega que la novela transcurre en una plaza porque cuando regresaba apurada a su casa, antes de que empezara el toque de queda, pasaba por una plaza pública que estaba iluminada. ¿Para qué tienen todo prendido? Las plazas estaban iluminadas y vacías”. Cualquier libro que salía y que iba a una librería tenía que ser examinado por la censura. “Había una especie de ojo espía frente a lo que uno escribía. Mis dos primeras novelas pasaron por la oficina de censura, algo que hoy parece imposible", compara. "La vida bajo una dictadura como la que tuvimos nosotros es difícil comunicarla porque estaba en todas partes; en la oficina de censura, en la publicación, en cómo se hablaba. Yo pude publicar Lumpérica porque la producción narrativa en ese tiempo era muy baja; todos nuestros escritores más consolidados estaban exiliados. La editorial se arriesgó conmigo, un riesgo no menor, porque sacaron mil ejemplares y se demoraron como seis o siete años en venderlos”.
-¿Cómo podrías conectar a la joven Diamela que salía a pintar el “No +” y la búha de Falla humana?
-La búha es el pájaro de la noche; el haber vivido sin noche, el haberla perdido, me dejó marcas. La búha sabe de la oscuridad y es la que puede ver lo que otros no ven. Más allá del lado en que estés parado o del lugar social en el cual te refugias, la escritura siempre tiene una marca política.