“Mi papá era de origen armenio, mi madre de origen alemán. Algunos de mis abuelos alemanes habían sido militares, otros bioquímicos, entre ellos están los fundadores de la (empresa) Basf. El caso es que tenemos en la misma familia un ascendiente que es víctima del Genocidio Armenio, y por el otro lado algún victimario del Holocausto. Estamos en una conjugación bastante intensa, por decirlo así”.
Con esa esta frase incómoda, elocuente y reveladora como biografía, comienza su relato de vida el mutifacético Santiago Chotsourian: compositor, director, multipremiado y reconocido como ícono de la música clásica en el país, quien, sin embargo, decidió embarcarse en una vida contemplativa y de servicio a la par del padre Pepe Di Paola, hoy desde La Banda, en Santiago del Estero.
Comenzar por la génesis familiar, sus primeros pasos en la vida y las enseñanzas recibidas familiar y comunitariamente, resultan fundamentales para comprender las líneas que trazó, y sigue trazando, Chotsuorian. “En la familia de mi abuelo armenio, que se llamaba Nazareth, eran 17 hermanos y 15 murieron durante la deportación del Genocidio Armenio. Los que sobrevivieron se fueron como pudieron en barco a Grecia y llegaron a vivir en una villa miseria de aquel país. Su hogar quedaba alrededor de una fábrica de cerveza, así que mi abuelo vivió en un entorno muy vulnerable, muy villero, diría yo ahora”, comenta Santiago sobre su entrañable abuelo que luego recalará en Buenos Aires para comenzar la vida en tierras argentinas.
Si bien no recibió educación armenia tradicional, Santiago comenta que “tenía muy buen vínculo con mi abuelo Nazaret, él me regaló el primer libro de enseñanzas de la Iglesia Armenia”, cuestiones que a Santiago lo fueron marcando a lo largo de su vida.
La música, una temprana pasión
Su crecimiento y primeros aprendizajes fueron en el barrio San Isidro, provincia de Buenos Aires, con una infancia y adolescencia que, tal como él relata, “fue de mucha alegría, yendo a la escuela pública, tanto al jardín infantes, colegio primario y el Colegio Nacional en la secundaria; momentos con muchos amigos, deporte, y la práctica del catecismo”.
“En ese momento vivíamos el espíritu de los 70 del Concilio Vaticano II. Mi mamá ayudaba muchísimo a personas y familias que eran compañeros de nosotros en el catecismo. Por eso era bastante frecuente que llegara a casa gente y se quedaba a vivir unos días porque le dábamos ayuda”.
Al tiempo que transcurría esta vida familiar al servicio dentro del catecismo, Santiago y sus hermanos crecían en un entorno rodeado de estímulos culturales: “mis padres estudiaron Letras en la UBA, entonces teníamos un montón de libros, y por lo menos yo, quedaba siempre muy admirado del lenguaje que ellos tenían, la forma como hablaban, hacían frases largas. Los dos tenían un gran lenguaje, tocaban el piano, hablaban otros idiomas, la casa llena de cuadros curiosos e interesantes y a nosotros nos mandaban a aprender piano y hacer talleres de cerámica, entre otras cosas”.
“De adolescentes en el Colegio Nacional de San Isidro empezamos a formar una banda con algunos amigos”, remarca Santiago como un momento parteaguas en su vida. “Y enseguida nos fuimos a golpearle la puerta a los referentes de aquel momento. En nuestro barrio vivía Lito Vitale, por ejemplo, tenía un estudio de grabación y lo fui a ver a los 14 años. Empecé a tomar clases con él y después con su papá, Rubén, un maestro de música de aquellas generaciones”.
A los pocos años de haber cosechado estas experiencias y ya con múltiples conocimientos musicales, Santiago Chotsourian ingresó a la Facultad de Música en el porteño barrio de La Boca. “Ahí estudié composición, dirección orquestal y dirección coral”. Pero aquel camino recién comenzaba y le esperaba una vida llena de sorpresas, como él mismo lo relata: fue director de Radio Nacional Clásica, Radio Amadeus, Canal Arpegio de la Televisión Digital Abierta, Director Musical del Teatro Colón durante tres temporadas, y también director Nacional de Música y Danza, aparte de ganar y ser jurado de los premios Konex, “de alguna manera lo que voy viendo ahora es que todo eso tenía que ver con la vocación de servicio”.
Una vida contemplativa
“A Pepe ya lo había conocido antes de ser director del Teatro Colón porque en mis primeros años de recibido iba a la Villa 21 de Barracas a dar talleres de música, que justamente fueron interrumpidos cuando me nombraron director Musical del Colón”, comenta Santiago refiriéndose al reconocido cura villero Pepe Di Paola.
Aquellas experiencias que Santiago fue acumulando y sumando a su filosofía de vida, lo condujeron por un camino diferente al trazado hasta ese momento. “A los 45 años, ahora tengo 57, comencé a hacer una tesis de filosofía y en el contexto de esa tesis, mi directora me envió a conocer el Monasterio Trapense de Azul. A partir de ese primer retiro con los monjes trapenses encontré una puertita que se abrió”.
Resulta llamativo, según Santiago mismo enfatiza, “llegar a encontrar a la mitad de la vida una deriva en el camino que uno viene trayendo, y esto lo va convocando a una conversión donde la propia vocación es el camino, aquello por lo que uno se siente llamado, aquello hacia donde uno siente y sabe que su alegría, su plenitud, su esfuerzo, su tarea y su esperanza, van conducidas”.
Con esta convicción de nuevos caminos, el gran compositor se fue formando en una figura “bastante tradicional de la iglesia primitiva que era la vida de eremítica, un tipo de eremitismo en particular que es misionero. De hecho, y volviendo a los antepasados, en Armenia había sin duda eremitinos desde los primeros tiempos. El inventor del alfabeto armenio, Mashtots, lo era. Es una vida contemplativa que los trapenses cultivan pero en comunidad”.
Las primeras experiencias Chotsourian las realizó en la localidad de Tres Picos, en Bahía Blanca, luego en la isla Martín García, pasó otro tiempo en Nazareth, Israel, y luego se concretó una primera experiencia con su ya conocido padre Pepe en la Villa la Cárcova, en el partido bonaerense de José León Suárez, que según sus propias palabras, “fue muy reveladora”.
“Es un un barrio verdaderamente con muchas necesidades, la salita de salud funcionaba en la misma capilla del barrio. Yo ya había comenzado a estudiar enfermería como contenido importante para esta disposición de vida y se dio esa providencia, como decimos nosotros, de poder vivir en la capilla, porque el principio de los curas villeros es vivir en la villa, y yo que no soy cura, estando con Pepe, pude hacer esa experiencia”.
La vocación de servicio lo llevó a compartir el día a día desde las barriadas más populares, inclusive en momentos muy complejos para el país y el mundo. "Justo ahí fue la pandemia, entonces la vida quedó convertida como un espacio de clausura. Rápidamente nos organizamos y empezamos a cocinar para la gente del barrio, prestábamos servicio de salud, atendíamos a los que venían con síntomas de covid, articulamos las ambulancias y servicios, llevábamos la comida a los mayores 60 años todos los días. Al mismo tiempo mirábamos por la puerta que se entreabría de cada casita, para ver cómo estaban, cómo se sentían. Fueron casi tres años ahí en José León Suárez con Pepe”.
Rumbo a Santiago del estero
“Y hoy nos encontramos acá, en Santiago del Estero, estamos desde el día de la canonización de la Mama Antula empezando una parroquia nueva que es la parroquia de El Cruce, en el famoso Puente Carretero de La Banda, pero que abarca bastante territorio”.
Aquella deriva en su camino comenzaba a tener un peso muy fuerte, y con su sabiduría a cuestas, Santiago llegó con Pepe hasta el norte del país. “En el trabajo cotidiano con Pepe vamos abriendo los ojos a lo que se nos presenta en esta etapa, entonces puedo aprender mucho de cómo es justamente el encuentro con otras realidades, cómo nos encontramos con una vida territorial y social muy variada, porque la parroquia empieza en El Cruce, apenas cruzando el río Dulce donde hay un racimo de barrios muy necesitados, pero que es mucho más extensa”.
“El entorno y las características en algunos lugares es similar a lo que puede ser algún barrio popular del conurbano de Buenos Aires, pero es al mismo tiempo algo diferente. Pero además de este lugar más urbano la parroquia bordea el río Dulce y llega a la zona rural. Ahí son barrios y barrios y barrios durante kilómetros, entonces tenemos una zona rural bastante extensa donde hay pueblitos, algunos caseríos y otros lugares donde hay bastante población”, describe con precisión Chotsourian.
“Hay lugares muy pequeños con una fe que a uno lo derriba”, relata con emoción, “uno viene con tanta racionalidad, con tanto estudio y habiendo participado en tantas discusiones donde las cosas se van a territorio abstracto, y de pronto aquí descubre una fe inmediata, muy simple, muy pura y muy linda que va también con amistad, cariño y un sentimiento muy grande de unidad”.
El instrumento que acompaña a Santiago en cada paso por tierras santiagueñas es el acordeón, compañero de visitas, escuchas y celebraciones campo adentro. “Fue un descubrimiento haberme dado cuenta que el acordeón podía ser bueno para estas cosas, porque es portable y la vida misionera es portátil, uno tiene que estar liviano de equipaje para poder ir a los lugares. Y esto tiene que ver con la Iglesia en salida, que la Iglesia salga de los escritorios, de los lugares donde se piensan las cosas en abstracto para ir a las realidades concretas, ir al encuentro con las personas cantando, celebrando y ayudando en el servicio principalmente”.
Esta síntesis de vida, a la que cerca de los 60 años el otrora director musical del Teatro Colón va llegando, pareciera que conjuga y ata cabos con sus lineas biográficas. “Los armenios tenemos un síntoma, dirían los psicoanalistas, y en ese síntoma está también la combustión de los deseos, y el síntoma es lo que nos pasó: el genocidio, esa matanza atroz y traumática. Entonces ese síntoma los armenios en general lo ponemos en actividad, lo activamos en expresiones artísticas o en expresiones productivas, somos de hacer muchas cosas porque tenemos ese síntoma que es como un motorcito”.
En la vida religiosa a eso se le llama compunción, que es ese dolor, esa pérdida o esa herida que nos ha tocado y que nos mueve a una respuesta. Entonces la compunción muchas veces en la Iglesia se dice que es como un don, una gracia, que no quiere decir que haya que buscar, por supuesto, pero está. Entonces uno va conociendo esa compunción y comienza a revertirlo, ponerlo en valor, hacerlo fluir hacia algo positivo, hacia un servicio, hacia un hecho creativo, hacia una celebración que es algo totalmente gratuito. Me parece que en eso siento que estoy siendo muy fiel a mi condición de armenio”.
Santiago ya no dirige grandes orquestas, coros o medios audiovisuales de alcance nacional, tampoco sabremos si lo volverá hacer, sin embargo, hoy su vida resulta plena y se convierte en una parábola de lo que puede ser y hacer un ser humano explorando múltiples facetas, en este caso poniéndose al servicio de los más necesitados habiendo estado en los más altos estrados de lo que una carrera profesional y artística puede dar.
“El otro día hicimos un festival en el polideportivo de un pueblo rural que se llama Los Quiroga. Ahí se armó un corito muy lindo de niños y eran como 50 con sus padres y sus madres. Y para mí estar un tiempo con ellos, dirigir con el acordeón ese pequeño gran concierto que fue para ellos una alegría muy grande, es gratificante, y por supuesto que no es el Coro de los Niños cantores de Viena, ni del Teatro Colón, pero para mí constituye una alegría muy grande. Me es muy preferible antes que el desempeño artístico como tal, ir descubriendo claramente que mi vocación pasa por este otro lado”.
El camino de Santiago continúa cotidiano junto al padre Pepe en los tierrales del campo santiagueño y la periurbanidad que comprende la localidad de La Banda. Hoy su vida es de escucha, acompañamiento y servicio junto al acordeón pegado al pecho, para que gracias a él se pueda celebrar, alegrar, compartir y transmitir saberes cosechados durante largos años de carrera artística.
Algo parece haber sintetizado en su vida, al menos así lo expresa Santiago Chotsourian demostrando que las derivas en los caminos pueden ser múltiples e inesperadas, que las trayectorias son flexibles y no unívocas, y que la generosidad y entrega hacia los otros, inclusive en momentos de individualismo y yoísmo exacerbado, es posible, deseable, y siempre vale la pena intentarlo.