El viejo Mario tenía su kiosco de diarios y revistas en el fin del mundo. Y éste, de la mano de sus hijos Marito y Guillermo, aún perdura.
Mi madre recuerda que, allá por la década del 70, Mario no tenía un puesto formal y vendía diarios que acomodaba sobre un caballete, haciéndoles peso con una piedra para que no se vuelen. A las revistas las colgaba de una soga, sobre los muros de la antigua Yerbatera Martin, que ocupaba toda la manzana comprendida por las calles Mendoza, Colón, avenida Libertad y Ayacucho. El viento que subía por la calle desde el río debe de haber sido un martirio para el viejo Mario.
Yo, por el contrario, tengo el recuerdo del puesto en su tradicional caseta metálica, en la vereda de enfrente donde aún hoy se encuentra. La chapa estaba pintada en un tono verde agua, y con letras ornamentadas al estilo del antiguo filete porteño, se anunciaba como el Kiosco de diarios y revistas de Mario, repartos a domicilio.
Probablemente el canillita pensara que la enorme yerbatera, con su incesante movimiento de operarios a todas horas, era un lugar promisorio para el puesto. Y también estaba El Palomar -dos enormes monobloques cooperativos-, y los edificios de avenida Libertad. Un puesto de diarios ubicado en el corazón de ese triángulo era una mina de oro. Pero el triángulo se quedó sin una de sus puntas muy pronto: cuando yo nací, en 1982, la Yerbatera Martin, que le había dado el nombre al barrio, era ya un recuerdo. Sus instalaciones estaban siendo demolidas, y sólo perduraron los muros perimetrales. Prácticamente me crié escuchando historias de algo que jamás vi más que en fotos (el enorme cartel de Yerba mate La Hoja sobre la avenida), e incluso los vecinos más viejos recordaban que había sobrevivido a un incendio, hacía ya muchos años, y que el barrio se había llenado de olor a mate cocido.
El primer recuerdo que yo tengo de ese predio es bien entrado en los '80, cuando un privado hizo prosperar una especie de club con canchas de tenis, estacionamiento y restaurante. Mi padre recordaba con amargura que, cierta noche, el gobernador Vernet le festejó allí el cumpleaños a su hija, y que el barrio no durmió por los ruidos molestos.
En la vereda de enfrente, por calle Mendoza, una constructora del banco provincial levantaba dos torres y ya mucha gente empezaba a pagar en sacrificadas cuotas sus futuros hogares. Los comerciantes del barrio, sospecho, habrán visto con buenos ojos aquella repentina actividad.
Para finales de esa década, los edificios quedaron abandonados, dos esqueletos adelgazados por la hiperinflación; el club de la otrora yerbatera, con sus elegantes canchas de tenis y su quincho, cerró casi al mismo tiempo. El puesto de Mario quedó como un rey gobernando un privado reino de desolación. Mendoza al 200 era la nada misma, un lugar donde la única referencia posible era el kiosco de revistas. Era una cuadra que, incluso y a pesar de sonar exagerado para los tiempos que hoy vivimos, recomendaban no transitar de a pie por la noche.
El kiosco prosperó a pesar de estar en una cuadra donde literalmente no había nada, ostentando aún una buena ubicación para los vecinos que vivían en las torres sobre la avenida, o en el bucólico pasaje Cajaraville. Era una época donde en todos los hogares se compraba el diario. En mi caso, el kiosco de Mario era un surtidor inagotable de revistas de historietas. Le compraba Patoruzú o Lupín, poco después todas las de superhéroes, años más tarde Skorpio y algunas veces Nippur Magnum. Pasaba por el kiosco todos los días, cuando iba al colegio, y espiaba el sector de las historietas. Una nueva portada en el exhibidor significaba enloquecer a mi madre para que me de dinero.
Por la tarde, jugábamos con mis amigos en el predio de la antigua yerbatera. Había una topadora que había ayudado en la demolición del club, aparentemente abandonada también: le arrojábamos piedras, tratando de hacer puntería en los vidrios de la cabina. El enorme pozo de tierra parecía un escenario de Mad Max, y era todo nuestro. Recuerdo un atardecer en el que encendimos un fuego, compramos unos paquetes de hamburguesas, y las asamos allí mismo, pinchadas en tenedores que alguien trajo de su casa. Desde la vereda de enfrente nos observaba la pareja de esqueletos altos, rodeados por grúas oxidadas, a medio desmontar.
Creo haberme preguntado, por aquellos días y a pesar de mi corta edad, de donde provenía el supuesto origen aristocrático de barrio Martin (o "Martén", como se burló cierta persona una vez), ya que su corazón estaba absolutamente podrido.
Para finales de los años 90's, el viejo Mario se jubiló y ya no volví a ver a ese gran señor proveedor de viñetas, a cargo quedaron sus dos hijos y seguí comprándoles a ellos, no sólo historietas sino también el diario y, a veces, National Geographics, que ahora se editaba en español y me encantaba. Guardaba el material en mi carpeta de joven estudiante y seguía mi camino. A veces sacaba a pasear al perro y les preguntaba cómo andaba la venta, y todo andaba bien porque la era del internet recién estaba comenzando y la gente aún tenía por costumbre comprar y hacer acopio de papel impreso.
Pocos años después, cierto día el kiosco amaneció cerrado, con un cartel que rezaba DUELO. Ahí supimos que el viejo Mario había fallecido.
Recuerdo comentarle el hecho a mi padre, y que éste opinara que el oficio de canillita conlleva una vida de mierda, con terribles madrugones, sólo cuatro francos al año (día del trabajador, día del canillita, navidad y año nuevo), frío mortal en invierno, reparto en bicicleta bajo lluvia, calores asesinos en veranos donde el sol te corta con su bisturí candente, en fin, algo de razón pudo haber tenido aunque no sé si tanta porque los hijos de Mario ya son tipos grandes y siguen ahí, firmes. Quizá haya algo de orgullo, de tradición, o quizá no lo vean tan malo. Quién sabe.
Por iniciativa privada, los esqueletos provinciales fueron adquiridos por un inversionista, después de años de abandono, y las torres quedaron flamantes. Debajo abrió un gran supermercado y al menos puede decirse que, en la vereda del kiosco, la cuadra se ha inyectado un poco de vida.
Por lo contrario, en la yerbatera todo sigue igual. Se dijo que Coto iba a abrir un gran supermercado ya que la cuadra le pertenecía, después se dijo que el municipio quería adquirirla para hacer una continuación del parque y olvidarse finalmente de ese enorme agujero, después se habló de torres al estilo de La Aqualina, con un gran paseo de compras en la planta baja. En fin, se habló mucho y se habló de más pero el pozo sigue allí, invencible e insólito, un pozo de miles de dólares por metro cuadrado, un pozo de vacío legal, un pozo que lleva siendo pozo más de treinta años.
La última vez que visité a mi madre en su casa, me asomé por la ventana para recordar su aspecto y me asusté: estaba más excavado que nunca, y en el fondo crecía mucha vegetación: parecía un paisaje extraterrestre. Me recordé de niño vagando por ese territorio, y sentí un ligero estremecimiento.
En la vereda de enfrente, el kiosco de Mario es un tótem desafiante. A veces me pregunto qué será de él cuando Marito y Guillermo se sientan vencidos por el frío y el sol, el viento y la lluvia. Dudo mucho que sus hijos -hijos también de la era de internet- quieran dedicarse a vender papel impreso.
Quizá el kiosco deba morir cuando el pozo deje de ser pozo y sea algo (parque, edificios, tiendas), cumpliendo así una suerte de equilibrio vital.