Treinta y cinco años tiene Juan Rayo en el momento en que agoniza una noche de octubre de 1996, en medio del campo, bajo la lluvia: desde ahí rebobina Horacio Convertini la historia de La exactitud del dolor, una novela negra que compone fragmentariamente, con saltos atrás y adelante en el tiempo, la parábola de ascenso y caída de un muchacho llegado a la Capital desde un pueblito bonaerense, un ex campeón de los medianos consagrado en Las Vegas y despachurrado luego por las dinámicas clásicas del negocio del boxeo. Averiado y todo, lo que le queda es buscar una redención, y entonces vuelve al Glorias de Pompeya, a ver si el Rengo Zafe, su viejo entrenador, le perdona una traición, se entusiasma con la épica de un retorno. Así es que la novela despliega también la historia de este veterano, resentido a fuerza de frustraciones, con la expectativa de juntar un mango para operarse la cadera y el tenue entusiasmo de retomar una senda más luminosa con el mejor pupilo que tuvo en su vida.

“Zafe contó la plata, billete por billete, con el índice derecho mojado en saliva y la mirada atenta al error o al embuste –escribe Convertini–. A Rayo le hubiera gustado que embolsara el fajo directamente a ciegas, como un gesto de confianza en su palabra. Pero en el fondo lo entendía. El boxeo, la vida misma quizás, es como un campo minado: cada paso puede ser el fin, y la inocencia se pierde pronto. El único antídoto contra la astucia de los tahúres es creer que en todo ser humano, como parte de su esencia, existe el latir de la trampa”. Para costearse los entrenamientos el ex campeón acepta de mala gana dar una exhibición en su pueblo y allí lo esperan los fantasmas, la novia de la adolescencia que se casó con el ex compañerito acomodado que evolucionó a ladero del intendente, poderoso, el que lo utiliza para el espectáculo del centenario de Villa Luppi. El latir de la trampa campea entre la galería de personajes que va retratando Convertini: el mánager colombiano de la crema del box, el periodista influyente que gestiona habilitaciones, un narco pesado, madamas y prostitutas, un matungo inocentón, la dueña de una pensión que tuvo que endurecerse.

UNA CUESTIÓN PERSONAL

“Mi relación con el boxeo se remonta a la infancia: en mi casa, los dos deportes que dominaban las conversaciones de los varones eran el boxeo y el fútbol”, dice Convertini, que nació en 1961 en Buenos Aires, que lleva más de cuarenta años trabajando como periodista y dirige ahora la revista Viva, que publicó su primera novela cuando tenía cuarenta y cinco y se convirtió, desde entonces, en un autor prolífico que trajina el género negro, con libros como La soledad del mal, premiado en la Semana Negra de Gijón, o Los que están afuera, cuentos con los que ganó el Premio Municipal. Ha publicado novelas para chicos y adolescentes, ha adaptado sus propias novelas para guiones: el de Lo que sea, cuando sea, por caso, que puede verse en la plataforma Star+. En otro de sus libros, Los que duermen afuera, buena parte de los argentinos se han convertido en zombies y lo que subsiste “a salvo” es una franja en el sur del país y Nueva Pompeya, su viejo barrio, ahora amurallado y sitiado por “los bichos”; sus personajes llevan apellidos de ex jugadores de San Lorenzo, el club del que es hincha Convertini.

“Tengo muy presente cuando un boxeador argentino peleaba en Japón o Filipinas a las siete de la mañana, estar pendientes, todos reunidos ante el televisor para ver a Nicolino Locche, o a Víctor Echegaray –recuerda Convertini–. Y además el boxeo estaba muy enraizado en Nueva Pompeya. La panadera de a la vuelta de casa estaba casada con Jorge Fernández, un campeón argentino mediano muy bueno, que peleó con Monzón. Alfredo Prada, el gran rival de Gatica, vivía a unas cuadras; y de hecho Gatica vino a casarse a la iglesia de Pompeya para provocarlo, porque Prada era el boxeador del barrio, así que mi papá contaba que él y otros muchachos habían ido a hacer batifondo en el casamiento, para molestarlo. Muy cerquita, en un inquilinato, vivía Ramón Mirabal, le decían el Cordobés: había clasificado a unos Panamericanos y tenía un gran estilo, sobre todo basado en esquivar; eso sí, si lo despeinabas durante la pelea el tipo se calentaba y te ganaba por nocaut. Pasaba por casa y saludaba muy amablemente, yo tendría diez años y él unos veinte, me parecía un héroe, uno quería ser como ese flaco que sabía qué hacer con los puños. También Horacio Accavallo tenía varios negocios en la avenida Sáenz, y había combatido varias veces en Unidos de Pompeya durante su época amateur. Todo esto compone una especie de mitología de la que yo me nutrí de chico, me gusta desde siempre el boxeo. Desde luego, nunca lo practiqué: nunca me dio el físico ni el coraje para hacerlo. Todos los viernes iba al Unidos de Pompeya, y muchas de mis conversaciones adolescentes y juveniles giraban en torno al boxeo”.

Convertini cuenta que el origen de La exactitud del dolor fue un guión para cine llamado Diez rounds, que escribió en 2002; por inexperiencia y por la aridez del mundo audiovisual, apunta, no encontró su cauce hacia la pantalla. “Pero la historia quedó y me gustaba, así que la desmonté para construir la novela –dice–. Recién en la tercera versión encontré un tono que me gustó y también di con la forma, al incorporar al punto de vista del boxeador, el del Rengo Zafe, ese trabajo alterno entre los dos losers”. Para componer físicamente al entrenador se inspiró en un viejo maestro que veía de chico en Unidos de Pompeya: “Siempre me fascinó la idea de alguien que enseñe boxeo siendo rengo –dice–. Si consideramos que para enseñar tuvo que haber combatido, podemos pensar que si bien un defecto de ese tipo implica una desventaja, en determinados lances también puede encerrar una trampa para quien lo desafíe, algún arma desconocida para cazar incautos. Zafe aprende las artimañas que le permiten manejarse por los circuitos oscuros y casi clandestinos en donde el boxeo también respira”.

Del boxeador español Luis Rayo (campeón de los livianos antes que Justo Suárez) surgió el apellido de su protagonista; su impronta encarna, dice Convertini, “al típico boxeador argentino de los 70 y los 80, no extraordinariamente técnico pero sí aguerrido, de ir al frente. Yo era fanático de Horacio Saldaño, La pantera tucumana, y hay algo de él en Juan Rayo. Me acuerdo como si fuera hoy de escuchar los sábados a la noche las peleas relatadas por Osvaldo Caffarelli y Horacio García Blanco en Radio Rivadavia, unas peleas brutales de Saldaño en el Luna Park que me hubiera gustado ver en vivo. No sé si se me agiganta el recuerdo por la nostalgia, pero eran relatos extraordinarios, cargados de literatura popular”.

El boxeo está en algunos de los cuentos que escribió. En “La visita” reversiona “Torito”, de Cortázar. “Me tomé ese atrevimiento –dice–. Cortázar le pone voz a la agonía de Justo Suárez mientras languidece por tuberculosis en un hospital y añora a la mujer que lo abandonó, Pilar Bravo; yo cuento desde el punto de vista de la mujer, que no es una malvada que lo abandona cuando las fuerzas del héroe merman, sino que ha sido víctima del machismo y los golpes del marido”. En “Uru”, otro de sus relatos, trabaja la figura de los boxeadores de su barrio y recupera a otro mito de su infancia, Omar Martínez, el uruguayo que le aguantó diez rounds de pie a Archie Moore en el Luna Park, y esto entreverando la resistencia que signaba el peronismo proscrito con la resistencia arriba del ring.

“Me gustan particularmente los 90 como escenario de las novelas negras –dice Convertini–. Es la última década analógica, y cuando necesitás que tus personajes estén desconectados eso es posible; algo que hoy es inconcebible, porque con un golpe de Google en un minuto las cosas se verifican, de modo que cualquiera puede ser un detective eficaz. Aunque yo escribo novelas policiales donde no hay detectives: los enigmas están en la condición existencial de los personajes. Hoy toda la vida es para afuera, y a mí me gusta la idea de contar historias donde todavía la vida era para adentro, donde había posibilidades de sostener un misterio, donde la mentira todavía tenía una densidad mucho más fuerte que la de hoy”.

Convertini dice que los 90 le sirvieron, también, para homenajear a Cuarteles de invierno, de Osvaldo Soriano (Colonia Vela aparece mencionada de refilón). “La dictadura tenía un ejercicio muy claro de la autoridad en los militares, un poder durísimo fácilmente asociable al uniforme –explica–. En los 90 el poder está diluido en el ejercicio democrático, donde tenés en primer plano la pizza con champán, la 4 x 4, los comienzos del marketing de la política. Cuando Rayo vuelve a su pueblo se encuentra con la misma pobreza que padeció cuando era chico, los mismos problemas con las inundaciones. La diferencia está en que ahora el poder lo ejerce el que era su mejor amigo de la infancia, alguien que hace marketing y vende humo para provecho personal”.

Es que en los 90 se da también “la primera gran entronización del éxito”, dice Convertini, el éxito asociado a lo económico, a lo que debe ser exhibido, el viaje a Miami, el dinero como prueba. “No me gusta ni me interesa escribir novelas sobre los temas ‘necesarios y urgentes’; quizás mi oficio periodístico me hace pensar que estaría escribiendo lo mismo que en el diario. Por eso busco temas e historias alejadas de la discusión pública coyuntural. Por eso escribo de boxeo, cuando está siendo discutido como deporte violento y no está en su apogeo; tampoco está en su apogeo escribir novela negra, pero es lo que me gusta hacer. A veces el trabajo de un escritor está definido por dos líneas: las medidas de sus posibilidades y lo que desea escribir. Yo tenía ganas de escribir mi novela de boxeo, con estos personajes armados con recortes de personajes que conocí en mi infancia, que se juegan su última carta”. Como en otras de sus novelas, el dinero aparece en primer plano, tallando el sentir y el hacer de sus personajes: “Es que la gran mayoría de ellos han vivido al borde de la supervivencia –dice–. Y cuando vos estás con el agua al cuello la guita es el salvavidas, posibilidad de salir de eso. Y te jugás por la guita. ‘Por la plata baila el mono’, dicen todos, y algo de eso hay. Es lo que va a determinar muchas veces la traición y la lealtad. Están los sueños en algunos casos, pero en todos está siempre el dinero detrás”.