Desde hace unos años, se registra en el contexto cultural argentino un fenómeno estético y editorial que incluye la aparición de obras reunidas de poetas. Una propuesta diferente a la de las obras completas, en las que la muerte real de los autores supondría una especie de clausura y cuya función es la de recopilar de manera casi siempre póstuma escritos que estaban desperdigados en libros inconseguibles o en papeles sin editar. La Antología personal (Libros del Zorzal) de Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945), que recopila trece poemarios desde 1966 hasta 2023, es una muestra de cómo los propios poetas pueden intervenir en el rediseño de su obra que pretende ofrecerse reunida, despertando nuevas experiencias de lectura.
El lanzamiento de esta compilación de todos sus libros resulta fundamental en, al menos, dos sentidos: por un lado, invita a transitar la evolución y diversidad de su propia producción y en ese proceso identificar temas recurrentes, obsesiones, y las técnicas y estilos que caracterizan su ars poética. Por otro lado, esta antología funciona también como revelación epocal en la medida en que su poesía opera como cuerpo prismático para conocer la historia literaria y cultural de la Argentina de un tramo largo del siglo XX. Es así como su producción poética entabla diálogos y disidencias tanto con las corrientes estéticas contemporáneas como con los contratos culturales, las nuevas conquistas y las preocupaciones constantes de la sociedad.
La antología también puede leerse como una apuesta personal del poeta por fundar un comienzo para su obra reunida, que lleva adelante precisamente mediante una combinatoria de diferentes formas de empezar una obra. Este gesto de Oteriño que él mismo define como una “mezcla de severa exégesis e impensada poética” y como “cumplimiento de la lección rilkeana de alcanzar la voz propia”, se vuelve patente en la selección de un poema de su primer libro para iniciar su obra, al que, en un movimiento audaz, ubica en el afuera de texto, en el umbral, en ese epígrafe dentro del prólogo por el que necesariamente debemos pasar para llegar al interior de la casa poética. Y no porque sí, esos versos son una súplica para conjurar cualquier final: “Quisiera que este viento no terminara nunca / y que nunca nada tuviera fin; / que el amor fuera un río que no cesa, / y yo me internara en él / como los peces que creen nadar en la corriente / y son llevados por el agua”.
Si todo escritor es ante todo un buen lector, el recorrido por esta antología no deja dudas de cómo sus composiciones de la primera época estaban absolutamente ligadas a lecturas y fervores de juventud. Casi como si el propio poeta utilizara un lenguaje prestado o un estilo sacado de otro sistema de sentidos, pero el autor explica con claridad que más que resultar de un afuera lejano esa lengua poética estaba aún en el borde y necesitaba tiempo para ingresar al propio universo poético. En sus palabras, aclara que “sería más justo decir que se trataba de un lenguaje todavía no interiorizado”.
Queda demostrado en este libro que el poeta, con el paso de los años, cree haber aprendido que la escritura de poesía se configura a partir de un paisaje propio -conjunto de imágenes, vislumbres y alusiones a los que el poema hace referencia- y de un lenguaje propio -modos, ritmos y musicalidad que lo articulan-, en los que la espontaneidad de la intuición se enlaza con la experiencia.
Oteriño considera que cada poema es un episodio verbal que crea y recrea lo que constituye el motivo principal de su cometido: manifestar, explicar, poner en acto un registro más vivo de la realidad del yo y el mundo en sus múltiples coincidencias y en sus no pocas divergencias.
La tarea de crear una antología personal implica una cuidadosa selección de los poemas, lo que requiere una reflexión profunda sobre la propia obra y la visión estética del autor. En el caso de Oteriño, esta tarea se vuelve aún más compleja debido al componente autobiográfico de su obra, que exige una reevaluación de su experiencia personal a través de la ficción.
Su primer libro, Altas lluvias (1966), escrito en sus veinte años, trata sobre las sensaciones que pudiera despertar cualquier horizonte insospechado. Diez años después, aparece Campo visual (1976), donde ya se percibe una conciencia más clara sobre la poesía en su materialidad y una reflexión sobre la función social de la poesía. A los treinta años se muda de la ciudad de La Plata a Mar del Plata, y este cambio incidió, como asegura el propio Oteriño, en la experiencia de escribir poesía a la que concibe ahora “como un modo de ser, interpretar y dilucidar”. Su libro Campo visual toma el título de un cartel hospitalario y reúne poemas que dan cuenta del viraje de su estética hacia tendencias de distanciamiento objetivo, justo cuando se vio estimulado por la lectura de T.S. Eliot. Convencido de que no existe un catálogo de temas poéticos, esta nueva etapa artística sustenta sus bases en la afirmación de que la realidad en su totalidad es propicia para el poema y que todo el diccionario está a disposición del poeta.
Sus libros más recientes, por ejemplo Y el mundo está ahí (2019) y Lo que puedes hacer con el fuego (2023), muestran que, a pesar del camino recorrido los interrogantes de sus primeros años siguen vigentes y han quedado a la espera de mayor exploración y escritura. Estos escritos revitalizan toda perplejidad posible ante el mundo que aún queda en el telón de fondo de sus 79 años. Esta antología deja ver una isotopía poética particular que obra como remedo de una vida de desplazamientos físicos, exilios interiores, la melancolía por los lugares abandonados. Si bien a lo largo de su obra, la infancia aparece como reparo y reducto de instancias paradisíacas a las que se quiere volver una y otra vez, se activa también una memoria compensatoria que conforta mediante la construcción de una creencia: los hombres nunca terminan de irse de los espacios (vitales, poéticos) preferidos. “Así entendido”, explica el poeta, “el modo de creación de la poesía es la recreación. Decir lo no dicho a partir de las palabras familiares de lo dicho, con sus silencios y sobreentendidos. Insisto en que la buena poesía siempre dice lo inexpresado, y esa es su luz y su verdad. No más de lo mismo, sino ‘lo otro’ de lo mismo. Lo oculto, lo callado, lo indecible. La novedad y la sorpresa, tanto como la mirada singular de un ser fascinado por la perplejidad de lo real, son sus constantes”.
De esta forma, Oteriño considera que la poesía es una vía de conocimiento que adopta las formas del canto, del pensar y del contar, a veces dando preponderancia a una de ellas y, en otras ocasiones, haciendo de los tres elementos una unidad. En ese modo de conocer que resulta de la poesía, son los detalles y no la generalización, los que evidencian la naturaleza de la criatura humana. Tanto es así que la persona genérica se convierte en criatura individual, el sentimiento conceptual adquiere estatura humana, el dolor se hace palpable, la alegría colma, y la memoria se convierte en un horizonte revelador.
RESISTENCIA PACÍFICA
Toda la poesía de Oteriño dialoga además con sus ensayos, es más, la creación de una antología personal es una relectura de los propios textos, lo que implica una toma de distancia entre el autor y sus obras, para así poder evaluar con objetividad los poemas, casi como si pertenecieran a otro. En ese proceso de borramiento o entrega de la identidad es donde el poeta se despega del ensayista. Esta operación implica un doble movimiento: por un lado, alejar el texto para evaluarlo de manera crítica, y por otro, reapropiárselo desde una nueva perspectiva que busca diferentes objetivos a los de la escritura original.
En los libros Una conversación infinita (2016) y Continuidad de la poesía (2020), Oteriño da lugar al quehacer poético. Se interesa en profundizar en la materialidad de la poesía y se ocupa de hacer una puesta en común con las convicciones de colegas sobre la vitalidad y trascendencia del lenguaje poético. La capacidad de la poesía se pone en práctica “mediante sus recursos formales (la metáfora, el hipérbaton, el paralelismo, la unión de los opuestos, las variantes en la composición del poema)” y así “tiene la virtud de ensanchar la percepción de lo real, proporcionando un conocimiento inédito de lo que teníamos frente a los ojos”, señala el poeta, y agrega: “porque, a su lado, en un movimiento de signo contrario impulsado por la finalidad comunicativa, la lengua tiende a cerrarse sobre sí misma, reduciéndose a un número acotado, convencional, de significados. Y eso la vuelve meramente práctica, acorralada por un número reducido de frases hechas que sólo satisfacen aquella finalidad social. Contra esa convencionalidad lucha la poesía, acaso la única disciplina que puede sacar peras del olmo. No otra —entiendo— es la tarea del escritor: darle voz a lo que no tiene voz”.
En un segundo momento, el poeta devenido ensayista intenta despertar interés en el lector menos iniciado sobre las claves y el universo de símbolos que acompañan al poema: “He visto, con demasiada asiduidad, el papel ligero, pasatista, excluyentemente celebratorio, que en ciertos ámbitos se le da a la poesía. Sabemos que, inclusive desde la prédica escolar, se ha tendido a considerarla sólo desde su perfil hímnico, como si fuera una habilidad o una retórica, sin ver en ella el poder revelador y de conocimiento alternativo que apareja”, explica el escritor.
Oteriño considera que la poesía instituye una zona de pacífica resistencia, como si dijera “puede ser de otro modo”. Con su variedad expresiva, sus cambios estilísticos, sus fugas de lo real y concreto, la poesía ha demostrado ser, en efecto, un ámbito propicio donde moverse con libertad: “Cuando hablo de su capacidad para refrescar la lengua, me refiero a su potencia para penetrar más hondo y más libremente en la construcción de significados”, explica.
EL HACEDOR, LOS HACEDORES
El ejercicio de la poesía es la mejor defensa contra el pensamiento único y la arrolladora cultura de masas, ya que la poesía no miente, fuera de que, contradiciendo el dictum platónico, pueda crear provechosas ficciones. Oteriño explica: “Escribo poesía, desde los quince años y lo hago a fin de dilucidar y de explicarme, de dar cuerpo verbal y compartir lo que veo, siento, pienso, descubro, intuyo. Desde un costado más sensual -haciendo mías las palabras de Dylan Thomas-, escribo porque me gustan las palabras como signos, sentidos y sonidos. La realidad sólo se transparenta de manera fragmentaria, en movimiento, siempre en despedida, y los poetas tenemos el anhelo de captar esos instantes y de darles cabida en el lenguaje. La escritura de poesía no es un acto inocente, aunque sus contenidos puedan serlo. Es una práctica de la conciencia alerta, que en determinado momento recibe el mandato de conferirle cuerpo verbal a la intuición”, concluye.
Entre sus lecturas preferidas, Oteriño reconoce a Raúl Gustavo Aguirre, el fundador del movimiento “Poesía Buenos Aires”, sobre todo por el material reflexivo sobre las características de la poesía contemporánea; a Alberto Girri (y sus traducciones de los poetas norteamericanos del siglo XX), quien realizó una tarea similar, aunque principalmente desde el extremo de la génesis y construcción del poema. También menciona una larga lista de poetas que revisita y que han sido de gran interés para él, como Kavafis, Paul Valéry, Saint-John Perse, Antonio Machado, Giuseppe Ungaretti, Robert Frost, Eugenio Montale, René Char. Antes, siendo muy joven, Oteriño leyó con atención la poesía española de la generación del 27 (Pedro Salinas, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre) y, casi contemporáneamente, la poesía neorromántica argentina del 40 (Ricardo E. Molinari, César Fernández Moreno, Juan Rodolfo Wilcock). Bajo su influencia, aparecen los primeros poemas, ejercitado en un verso de formato clásico, portador del paisaje natural de su entorno, y, al mismo tiempo, en la práctica del verso libre, que luego terminó por primar. También se interesó por la producción de las vanguardias europeas que llegaron tardíamente a la Argentina. Así, tomó nota del surrealismo como la gran experiencia revitalizadora y más tarde, con el oído puesto en las voces de la calle, se acercó al coloquialismo urbano que se gestaba en estas latitudes. Y siempre leyó a Borges. Su presencia lo marcó de forma determinante: “Borges publicó El hacedor en 1960 y su miscelánea de musicalidad y pensamiento fue contagiosa, en el mejor de los sentidos”, señala. Esto abrió la poesía argentina a un cosmopolitismo del que estaba privada. Oteriño cree que estas influencias lo inclinaron hacia una poesía que, antes que cantar, tendiera a reelaborar la experiencia vital desde una cierta autonomía. Esto es, una poesía de carácter exploratorio, entendida como introspección y conocimiento.
La Antología personal de Oteriño, que contiene 162 poemas, es una obra que destaca por su amplitud, profundidad y por formar un universo de lectura, en el que se presta especial atención a los autores contemporáneos en tanto la experiencia poética siempre es colectiva, plural y múltiple. Pero a la vez es un libro que pone en valor al lector como el verdadero hacedor del poema, como la figura que construye sentidos y hace texto con el mismo texto que va leyendo. Es evidente que esta propuesta de Oteriño revitaliza formulaciones sobre la importancia del lector activo en la experiencia de construcción de significados y estatuye una relación singular y sensible entre el autor y su audiencia.
En esta zona que abre la antología aparecen, raspando la superficie del palimpsesto, Enrique Molina y Roberto Juárroz, esos poetas que han trascendido tan luego por su libertad creativa, esa que, a nivel formal, hace del colorido de las imágenes un posible sostén para el verso y que, al nivel semántico, hace pie en la lucubración del pensamiento.
Esta obra reunida hoy pone al alcance de los lectores la posibilidad de conocer la obra entera de Rafael Oteriño, organizada según el ritmo “personal” del proceso de compilación de la propia producción, y es además un libro donde poder encontrar una síntesis reflexiva de las estéticas de una generación, la de Oteriño, que se hace oír allá por los difíciles años 70, cuando se decía que callar era, muchas veces, más saludable y menos peligroso que hacer a la palabra hablar.