Extrapolando conceptos de Jacques Derrida vertidos en “Políticas de la amistad” al erotismo lésbico se puede afirmar que hay un pacto fundante en toda relación de amor entre mujeres: de entre dos amantes, una de ellas morirá primero y la otra deberá recordarla y conservar su legado. Más allá de los deseos ancestrales de morir antes que la amada o después (para que la otra no tenga que sufrir el inmenso dolor de la pérdida) o de morir juntas cual Julieta y Julieta, las relaciones amorosas se estructuran por la posibilidad de que una de ellas vea morir a la otra.
Eso está presente desde el primer saludo, el primer intercambio de miradas o la primera cópula. El duelo está adelantado, está siempre allí, antes de que irrumpa la muerte. Se expresa en los llamados deseos póstumos que preanuncian obligaciones anticipadas para lxs supervivientes y que suelen comenzar con la frase: “si me muero antes que vos…”
Así, frecuentemente la sobreviviente no solo debe guardar duelo, sino que también le cupa el deber de disponer de los restos de la amada tal como ella hubiera querido y mantener viva su memoria. Pero, para Derrida, hay una responsabilidad extra: cargar el mundo de la compañera muerta como si ella continuara viva, hacer perdurar ese mundo singular y único que ha muerto.
“León”, el drama LGTB de Andi Nachón y Papu Curotto parece tomar algunas de estas prerrogativas derridianas. El punto de partida de la ficción es la imprevista y prematura muerte de Barbi (Antonella Saldicco). Frente a este hecho, Julia (Carla Crespo), la amante sobreviviente, se encuentra tan consternada que, no solo no puede dar rienda suelta a su dolor, sino que apenas puede balbucear los títulos de las responsabilidades que se le vienen encima: “León, las cenizas, Deborah”.
León es el hijo biológico de Barbi que ambas criaron juntas, pero Gonzalo, el padre ausente que vive en Córdoba está dispuesto a hacerse cargo de un adolescente al que apenas conoce. Por decisión unilateral, las cenizas de Barbi las conserva Deborah (Susana Pampín), la despótica madre de Barbi, que también quiere la tenencia de León. A su vez, Deborah es también la dueña del local donde Julia y Barbi montaron un restaurante que más que un negocio es la concreción de un sueño compartido.
En el medio de un duelo que casi no tiene tiempo de transitar, Julia deberá enfrentar esos desafíos y otras vicisitudes a las que la confronta el fin del mundo con su compañera de vida. Pero a su vez, obligan a la protagonista a caminar el delgado borde que separa sus sueños personales de los compartidos con Barbi y, al mismo tiempo, conservar el legado de Barbi, dejar vivo su universo sin traicionarse a sí misma. Eso dará lugar a una reconfiguración de las relaciones familiares y a la aparición de nuevas e inesperadas formas de afecto como las que surgen entre ella y Deborah. Estas afectividades -que suponen un verdadero tour de force interpretativo entre las actrices Crespo y Pampín- tienen reminiscencias y constituyen una versión contemporánea de la relación entre Rut y Noemí, la más bella de las historias de amor entre mujeres narradas en la Biblia.
Uno de los méritos de la ficción es que no se regodea en el dolor de la protagonista, sino que éste se expresa luminosamente a partir de una narración no lineal en donde se superpone el presente con recuerdos cotidianos y/o sensuales entre Julia y Barbi. Eso permite dar cuenta de la imprescindible e inescindible presencia de los muertos en las vidas. Pero, además permite dar lugar a una siempre necesaria y audaz visibilidad del erotismo lésbico en una cinematografía local algo reticente a mostrar las pasiones entre mujeres o en que las imágenes de la voluptuosidad femenina han sido invisibilizadas o postergadas.
En un cine vernáculo en el cual frecuentemente cuando se abordan los conflictos de las relaciones (entre madre-hija; suegra-nuera; mujer-ex de la amante), peca de excesos y se sobrecarga de palabras, “León” da paso a lo que hace la belleza de la cinematografía. Esto es imágenes o escenas significativas, uso de metáforas y elipsis, detalles y gestos sutiles y diálogos precisos y breves que dan cuenta de las intensidades, los sentimientos nunca lineales y las pugnas presentes en los vínculos humanos sin necesidad de explicitarlos o tornarlos literales.
Para ello el filme cuenta con un escenario propicio: el universo gastronómico, un mundo de singulares y deliciosos olores, sabores y colores y que frecuentemente implica formar comunidad, compartir placeres o y la hospitalidad hiperbólica y la generosidad que supone preparar alimentos elaborados para seres queridos, pero también para extraños.
El dúo Nachón-Curotto ha plasmado una película intimista, honesta y aparentemente pequeña, pero que aborda con profundidad grandes temas: el duelo, las reconfiguraciones de sí mismo y de los lazos con los otros tras las pérdidas de los seres amados, la importancia de los rituales de las despedidas y los adioses, los sueños postergados o aquellos otros sueños que, como todas las cosas bellas, parecen desvanecerse al primer contacto con la realidad.
Y, sobre todo, como el propio guionista y director lo definen han creado un drama explícitamente LGTB. Porque con trazos delicados y perspicaces “León” pone en escena la discriminación lésbica, la persistente violencia de género, la indefensión legal de algunas maternidades y la necesaria visibilidad del erotismo y la pasión entre mujeres.
“León” de Andi Nachón y Papu Curotto se estrenó el 25 de abril en cines. Con Carla Crespo, Susana Pampín, Antonella Saldicco, Lorenzo Crespo, Esteban Masturini, Agustín Rittano y Ezequiel Tronconi.