Toda cultura gira alrededor de un centro magnético que le da consistencia, un centro gravitatorio que evita la dispersión y la fuga de quienes la constituyen. Ese centro, en nuestra cultura, es el narcisismo. En la filosofía del budismo zen, se propone que el hombre sea un espejo del mundo, que refleje todas las cosas. Personas u objetos, animales, naturaleza. Al observar una montaña, ser la propia montaña. Al observar un río, ser el propio río, al observar a otra persona, ser esa otra persona. 

Pero desde la concepción del mundo a través de la que observamos nuestro entorno, hacemos lo contrario: buscamos en nuestro afuera un espejo que refleje nuestra imagen. Es así como buscamos en los amigos, o en una pareja, un igual a nosotros, que comparta nuestras ideas, nuestras prácticas, nuestras hábitos. 

Buscamos leer escritores con los cuales sentirnos identificados. Así nos enamoramos del mundo, como Narciso lo hizo mirando su imagen en el agua. Incluso hemos creado un Dios a nuestra imagen y semejanza, que a la vez nos creó a nosotros también a su imagen y semejanza: narcisista él también.

El narcisismo se ha extendido por nuestro cuerpo de manera imperial. Si cerramos los ojos, y dejamos pasar los pensamientos como nubes, vigilándolos -como pretende el budismo zen- nos daremos cuenta que no podemos dejarla en blanco, que un pensamiento se sucede al otro, y todos quieren echar raíces en nuestra psiquis, siendo la mayoría de ellos narcisistas, aunque vengan solapados de altruismo. ¿Cómo llegar a las raíces del narcisismo? 

La idea del nirvana puede servirnos. Se trata de volver al estado anterior a los dualismos. Para eso hay que atravesar el mundo de abstracciones, conceptualizaciones, convenciones sociales que no permiten ver ese mundo en permanente trasformación, que subsiste detrás de las categorías que intentan fijarlo. El yo debe abrirse al Gran Vacío. Debe fundirse con el mundo. Una psiquis que no diferencia el sujeto cognoscente del objeto conocido. Se trata de un estado de comunión con el mundo. De un despertar.

Para ello el yo debe liberarse, no solo de las convenciones, sino incluso de sí mismo. Debe dejar de aferrase a las ideas, debe dejar de intentar apegarse a sus representaciones. Debe perder el miedo, el terror que le provoca dejar de ser él mismo, perder su identidad. Debe dejar de intentar aprehender el mundo, comprenderlo. Debe abrirse al otro y a lo otro. Debe dejar de buscar lo que no tiene, eso sin lo cual cree no poder vivir. Porque al yo no le falta nada, por el contrario, le sobra. 

Hay ideas que están demás, cientos de pensamientos que piensan a otros pensamientos -solipsismos del yo- significantes que remiten a otros significantes repitiéndose hasta el infinito. Al yo, lejos de agregarle algo, hay que sustraerle las ideas que cubren a otras ideas, develar, para descubrir esos pensamientos que tienen un lazo directo con las cosas o fenómenos del mundo externo. Allí está el lazo que nos une a la vida. El resplandor de las ideas que descubrimos por primera vez siendo niños. 

El budismo zen nos lleva a esos tiempos de asombro vital. “Ta”, decíamos, señalando un objeto. Y el objeto aparecía tal como era antes de las clasificaciones que lo inmovilizarán, lo taparán. Se trata de descubrir a aquel niño salvaje que todavía no estaba domesticado por el lenguaje.

El estado de mayor sabiduría y bienestar, el nirvana, está dentro nuestro. Forma parte de la naturaleza humana. Sólo tenemos que conectar con él.

Hay ciertas diferencias entre los maestros del budismo zen. Hay quienes dicen que al nirvana se llega a través de una larga práctica de meditación -el Zazen-, es decir, siguiendo una especie de método, de manera progresiva. Pero hay también otros maestros que dicen que no se trata de aferrarse a un método, y que además el nirvana sería como un relámpago, que nos atraviesa de manera espontánea, cuando no lo buscamos. 

Suelen decir estos maestros que a él se puede llegar por diferentes caminos. La meditación puede ser uno de ellos, pero también puede llegarse a través de una disciplina artística, como el pintor que observa el mundo y se zambulle en él para pintarlo. Puede pasar con un escritor, puede ocurrir a través de la danza.

Para llegar al nirvana hay que lograr una apertura sensorial, aunque los sentidos, una vez que se llega, dejan de cumplir su función, porque accedemos al mundo que no se presenta como imágenes, ya no hay dualidad entre las cosas y los seres, ya no hay un sujeto que percibe el mundo como objeto. Se borran los límites entre las cosas, las figuras -se llega a lo indiferenciado- y la vista ya no nos sirve demasiado.

La mente debe alcanzar el estado de indiferenciación que existía antes del advenimiento del mundo de las formas, de los objetos, de las ideas. Ese mundo es el fondo sin fondo de lo real. No contiene nada, no representa nada. Es la gran vacuidad, en la que todo puede caber.

Uno podría pensar que estas prácticas serían sencillas, porque se trata de dejar de hacer. Por el contrario, es sumamente complejo llegar al nirvana. ¿Cómo lograr soltar las riendas de la vida? ¿Cómo lograr algo sin buscarlo? 

Suele ocurrir que cuando intentamos resolver un problema lo estamos en realidad creando. No se pueden bloquear los bloqueos porque al intentarlo agregamos otro nudo que sujetará al yo. 

En la búsqueda del nirvana el yo nos tenderá las peores trampas. Buda, mientras meditaba, intentaba identificar las ideas que eran ilusiones. Pero muchas veces no lo podía lograr porque Maya -la ilusión- le tendía trampas para engañarlo. Aparecía disfrazada, para poder tener asidero en él. 

En algunos casos apareció disfrazada de Buda. Es lo que nos puede ocurrir en nuestra cultura, cuando intentamos llegar al nirvana. El yo se travestirá, nos tenderá todo tipo de trampas. Puede por momentos disfrazarse de otro, puede bombardearnos con todo tipo de deseos que nos atan al mundo exterior.

Así como no se puede luchar con el narcisismo combatiéndolo de frente, tampoco se puede buscar el nirvana. Al nirvana hay que dejarle el lugar, preparar o abonar el terreno para que se instale, para que atraviese nuestro cuerpo, como un soplo de viento, capaz de llevarse al narcicismo, para revitalizar nuestro cuerpo, uniéndolo nuevamente a la vida. Sólo la potencia del éxtasis puede combatir a las fuerzas enfermizas que nos constituyen.

 

 

 

 

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