Sabíamos que en sólo las calles no iba a poder enfrentarse de manera excluyente la defensa de un proyecto identitario de país. A la marcha del martes 23, nosotros, los emergentes de la educación pública, de la universidad pública, vendría la necesaria presencia del Poder Legislativo al que mirábamos desde la Plaza de Mayo, siguiendo la continuidad en perspectiva hacia el Congreso. En ese mismo diseño a la europea, muy francés, conectando la Plaza de Mayo inaugural con el Congreso de la Nación a través de la Avenida de Mayo, curiosamente se encuentra un ideario que perteneció a los liberales y al racionalismo imperante desde el iluminismo en adelante. ¿Cuán lejos han quedado incluso estas bases históricas que la propia derecha conservadora había decidido no discutir? Esta nueva casta transnacional, entreguista y vergonzante, no hace más que llenarse de nombres pomposos en los que aparece la palabra libertad, coalición, federal, avanza. Y hasta el más vernáculo grito, entre gaucho y porteño: carajo. Me pregunto si ese adminículo ubicado en los antiguos barcos para otear el horizonte desde el mástil mayor de las naves oceánicas nos permita encontrar algún horizonte que no sea otro que el de ver cómo finalmente se entrega soberanía, empresa, desarrollo industrial. Investigación, educación transversal para todos aquellos que quieran habitar el suelo argentino. Igualdad de oportunidades que se esfuman en las volutas del cigarro de algún burócrata de turno.
Más allá del trato particular que se le dé a esta pomposamente llamada, y falazmente llamada, ley “bases”, no deja de abochornarnos a los ciudadanos argentinos que los propios poderes constituidos a partir del voto popular y ciudadano sean aquellos que nos arrojan al borde del abismo, como músicas que ni siquiera emulan al flautista de Hamelin, ni siquiera hay música aquí, ni siquiera hay embeleso para llevarnos al borde del abismo infernal. Me pregunto qué podemos hacer ante semejante dilema estructural. ¿Volver a las calles? Por supuesto, volver a las luchas tan criticadas, las luchas políticas, volver a resistir. Pero ¿es que solamente se puede escribir la historia de este país sobre los cadáveres y sobre nuestro padecimiento sistemático? ¿Cuánto puede soportar un humano la desazón de ver cómo cada pilar en el que ha puesto el deseo y el trabajo de una vida es pulverizado y arrasado? Por una parte, esto excede el malestar en la cultura y se transforma en un inmenso escenario en el cual se trata de eso que se puso de moda en llamar guerras blandas, pero que la subjetividad padece en el plano de lo catastrófico. Allí no hay blandura alguna, no hay muelle para el alma, no hay sosiego. Esto inaugura no sólo desaliento y frustración, sino peores expectativas de vida psíquica estructurales.
Me pregunto qué ha pasado con un modo de resistencia popular espontánea, que aconteció no sólo al comienzo del siglo XX con la llegada de los inmigrantes europeos “apestados” de anarquismo y socialismo, que fueron perseguidos por la ley Cané, la Ley de Residencia, como son ahora estigmatizados, perseguidos y atacados simbólicamente los pueblos originarios, nuestro “crisol de razas”, la imponente oleada de inmigración multirracial y multicultural de los últimos veinticinco años, de este país hecho de inmigración que llega ahora desde África, Oriente y los otros países de Sudamérica, comunidades fuertes y también magníficas como lo fue la europea que traía los oficios entre 1870 y 1950. El problema es que la figura del apestado, del estigmatizado, del residual, del perdedor radical, no es el devenido del típico pensamiento antiperonista, proviene de antes de ese hito histórico, es una insignia de un país que considera que Patria y Argentina son un privilegio de unos pocos. A partir de allí es esperable e inevitable que temblemos cada vez que se grite Argentina en las calles o en las canchas y que cada vez que se dice Patria pensemos también en las botas castrenses, inevitablemente. Por estos días un amigo me propone la expresión “matria” para continuar y considerar que también así nos ampara la lengua materna, como algo más intangible, amoroso y perdurable, estético y proliferante en el tiempo.
Mientras tanto, una vez más, las minorías supremacistas, “blancas y de ojos celestes”, como dijo el que ocupa circunstancialmente el sillón de Rivadavia, caucásicas, se yerguen y no por cuestiones raciales, sino por cuestiones de proyecto nacional o mejor decir transnacional. ¿Tendremos nación en continuidad, alguna vez, tendremos mito fundacional, tendremos nuestra propia novela familiar, que ya tenemos?¿O nos daremos una vuelta más por “el país de no me acuerdo”? Pienso en el material que llega en un relato en sesión, una de estas noches próximas y difíciles, de uno de mis pacientes. Es un sueño sobre estanterías que se desmoronan, plagadas de libros, que lo asfixian hasta matarlo. Se cae la estantería. Es lo actual de la estantería que se viene abajo, de los libros que cambian su sentido y se vuelven, al modo kleiniano, “retaliación”, objetos de persecución y no de emancipación. Es, por otra parte, el último empujón de uno de esos padres de las sombras, lo siniestro familiar señalado por Freud que, en vez de promover aplasta y mata. ¿Creemos verdaderamente que esta entrega de soberanía, proyecto, política, espacios públicos, producción de saberes y contenidos sedimentados trabajosamente durante décadas y generaciones no va a tener consecuencias en la subjetividad, en la intimidad de nuestras vidas?Se nos cae la estantería y nos va a aplastar sin que podamos hacer lectura de esos libros en los que están las claves de nuestra verdadera, auténtica libertad. ¿Y qué es la libertad sino la capacidad de escucharnos, construir redes, iluminar por un momento, a partir de allí, una posición que es la de la producción de saberes y también la de la transformación de la posición del sujeto respecto de sus lazos con la realidad?
Si este país ha promovido algo en mi vida, ha sido esa profunda transformación de mi realidad y de mis relaciones con el mundo, y he querido que esa profunda transformación multiplicara en los miles de pacientes y las decenas de instituciones que han pasado por mi vida y por las que también pasé, son también los más de mil niños que recibí en mi consultorio o en los consultorios institucionales y hospitalarios, que hoy son mujeres y hombres que, por suerte, podrán y tendrán que continuar más allá de mi existencia finita.
Al fin de cuentas, esas son las instituciones públicas. Aquí, esta misma, esta existencia regresando de la experiencia de la Universidad de Buenos Aires sigue respirando. Por mí, para mí y para otros. Porque entre esos otros me vuelvo otra cosa, otra cosa y más que un simple sujeto del inconsciente de la metapsicología psicoanalítica, o la persona física que habita el territorio de esta nación. Me vuelvo una voz que es propia y también es anónima, y también es clamor. Y que, como cuando recibí de otros ese testimonio, oportunamente, dará testimonio para otros. Hasta que pueda, hasta que podamos. Pero ¡cómo duele!
Jean Allouch habló hace años de “La erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca”. Experiencia que le permite pensar duelos problemáticos a partir de la propia muerte de su hijo pequeño. Por momentos, pienso que estamos atravesando ese mismo horror, el de un sufrimiento que no puede nombrarse porque nos arrebata los fundamentos mismos de la vida, que necesariamente tendría que advenirnos para sobrevivirnos. Mientras tanto, no quiero más niños muertos en mi país, ni duelos patológicos que nos arrojen a esa instancia señalada por Alouch como “psicosis alucinatoria de deseo”. El anhelo sin objeto es el quedar arrojados violentamente fuera de la realidad sin poder dar amor, sin la oblatividad propia del lazo social, aquella auténtica promesa que proviene de saber que hay congéneres y hay otros en las próximas generaciones.
Mientras tanto, en oscuros pasillos de la intriga y la burocracia que remedarían las obras de Kafka, entre El Castillo y El Proceso, pienso que bases ya tenemos, que no son las que allí se debaten. Haremos entonces lo propio e identitario para procurarnos nuestras continuidades. Pero para que eso ocurra, tenemos que asegurarnos de cuidar y promover la existencia y la continuidad de esas próximas generaciones. Y no arrojarlos a la condena y a la muerte cierta. Ante lo irreparable, habremos de hacerlos respirar continuidades.
Cristian Rodríguez es psicoanalista.