El “santo patrón del Brooklyn literario”, que escribió tantas palabras “como sangre en una hoja de papel”, murió el martes a los 77 años por el cáncer de pulmón que le habían diagnosticado hacía poco más de un año. Paul Auster, el celebrado escritor estadounidense, autor de La Trilogía de Nueva York, habitó en los últimos meses un territorio que su pareja, la escritora Siri Hustvedt, bautizó como “Cancerland”. En abril se publicó en Argentina su última novela, Baumgartner (Seix Barral), protagonizada por un profesor de filosofía de más de setenta años que llora la pérdida de su mujer, en la que despliega alguna de las obsesiones que caracterizan su literatura: los recuerdos como armas de doble filo que salvan y dañan; los personajes a la intemperie, radicalmente solos; el juego con el azar y las contingencias como motores de la narrativa y la relación entre padres e hijos.

Un crimen familiar silenciado

Auster nació el 3 de febrero de 1947 en Newark, Nueva Jersey, de donde era oriundo otro de los grandes escritores estadounidenses, Philip Roth. A los nueve años tuvo una escena mítica de iniciación con la escritura. Un sábado a la mañana estaba caminando por una plaza y de repente quiso escribir un poema. Entonces fue a comprar un block de hojas, se sentó y empezó a garabatear un poema acerca de la primavera. Probablemente haya sido “el peor poema que alguien escribió”, pero siempre recordó la sensación que tuvo de estar conectado con las cosas que lo rodeaban de un modo que nunca antes había sentido. Un año después también escribía sus primeros cuentos. El adolescente respiraba y leía a Albert Camus, André Gide y los grandes novelistas rusos. En su imaginación hubo dos obras que le generaron un gran impacto: Cándido, de Voltaire, y Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski.

En 1968 participó de las manifestaciones y sentadas en la Universidad de Columbia mientras escribía críticas cinematográficas y literarias para ganarse la vida, traducía poemas y dejaba inconclusa una novela. Ese año puso el cuerpo una semana entera en las sentadas que terminaron con él en la cárcel. Estuvo preso sólo una noche. “Siempre me interesó la política. No sé cómo llegué a ser lo que soy ahora. Mis padres no leían libros, ninguno fue a la universidad ni tenía interés por la política”, recordaba el escritor. En la Universidad de Columbia, donde estudió Literatura Comparada, conoció a Lydia Davis, cuentista y traductora con la que se casó y con la que tuvo a su hijo Daniel.

En 2022, a los 44 años, el hijo de Auster murió por una sobredosis, semanas después de haber sido acusado por el homicidio involuntario de su hija Ruby, que tan solo tenía 10 meses de vida. El escritor estuvo marcado por otras tragedias traumáticas, como reveló explícitamente en Un país bañado en sangre (Seix Barral), un ensayo en el que critica la relación de Estados Unidos con la violencia y las armas. “Esto fue lo que ocurrió: el 23 de enero de 1919, dos después del final de la Primera Guerra Mundial, mi abuela disparó y mató a mi abuelo”. El tema ya estaba presente en La invención de la soledad (1982), en la que reflexiona sobre su vocación literaria y el complejo vínculo con su padre (la pequeña herencia que le dejó le permitió escribir esa novela) y termina descubriendo un crimen familiar que había sido silenciado: una de sus abuelas había asesinado a su marido violento.

Tsunami austeriano

Poco después de cumplir los 24 años, rumbeó hacia París, donde conoció a Samuel Beckett, escritor al que admiraba y con quien mantuvo una correspondencia. Beckett le dio permiso para usar sus traducciones al joven escritor estadounidense que armó una gran antología, The Random House Book Of Twentieth Century French Poetry, un tomo bilingüe de poesía francesa del siglo XX. En los 80 conoció a Siri Hustvedt, con quien se casó y tuvo a su hija Sophie, en 1987. En esos años le fue dando forma a lo que luego se conocería como La Trilogía de Nueva York, integrada por Ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986), tres libros unidos por una misma ciudad y por un modo de apelar al género policial desde cierta irreverencia o giro filosófico en su manera de barajar distintas tradiciones que van de Dostoievski a Beckett y de Camus a Dashiell Hammett. En la primera novela de la trilogía narra la historia de Daniel Quinn, escritor de novelas policiales convertido en detective privado por un error telefónico. Alguien lo llama a su casa una noche preguntando por el detective Paul Auster y Quinn asume esa identidad y acepta investigar el caso que le propone. No es un detalle menor la coincidencia de las iniciales de Daniel Quinn con Don Quijote, de Cervantes, novela de la que Auster era ferviente admirador.

El tsunami narrativo austeriano fue creciendo con El país de las últimas cosas (1987), una distopía sobre cómo la búsqueda de la muerte se impone a la vida con clínicas de eutanasia y clubes para el asesinato; y El palacio de la luna (1989), una de sus mujeres novelas en las que alterna y combina la orfandad de Fogg (apellido que viene del personaje de La vuelta al mundo en 80 días de Jules Verne) y la fuga al oeste del pintor Effing, a principios del siglo XX. Otra década prolífica, en varios frentes, se dio en los años 90 con la publicación de La música del azar (1990), una road movie sobre la vida errante, el desarraigo, los destinos entrelazados y el azar. Después continuaría con Leviatán (1992), título que alude a la biografía de Benjamin Sachs, a quien le estalla una bomba en la mano y vuela en mil pedazos, que escribirá Peter Aaron, y Mr. Vertigo (1994), en la que hay otro huérfano como protagonista y una especie de realismo mágico a la americana en una novela que transcurre en el sur de Estados Unidos, desde los años veinte hasta la dura posguerra.

La vida interior del guionista y director de cine

La fascinación por el cine comenzó en su juventud y se extendió a su narrativa. Era frecuente encontrar referencias a películas de Yasuhiro Ozu (Cuentos de Tokio), de Vittorio de Sica (Ladrón de bicicletas) y de Sayajit Ray (El mundo de Apu). La primera novela adaptada al cine fue La música del azar, para la cual Auster escribió el guion con Philip Haas, el director de este film protagonizado por James Spader y Mandy Patinkin, con cameo del propio escritor. Junto a Wayne Wang codirigió Smoke (Premio Especial del Jurado en el Festival de Berlín en 1995) y Blue in the Face, dos películas de culto que presentaban a personajes solitarios que compartían sus recuerdos en una tabaquería regenteada por Auggie, interpretado por Harvey Keitel, por la que desfilaron el músico Lou Reed y el director Jim Jarmusch. Tres años después, Auster escribió y dirigió su primera película, Lulu on the bridge, otra vez con Keitel como protagonista en el rol de un veterano saxofonista que se enamora de una joven actriz, papel que encarnó Mira Sorvino. En 2007 se animó a escribir y dirigir una vez más una película que acabaría convirtiéndose en novela: La vida interior de Martin Frost.

La enfermedad de la escritura, diagnosticada por él mismo, se tradujo en una prolífica obra, tan inmensa como dispar. No había día en que no estuviera encerrado en su estudio de Park Slope, el barrio donde vivía, luchando oración tras oración, en una puja muchas veces a tientas con esa hoja de papel donde vertía “palabras como sangre”. En 1999 publicó Tombuctú, novela narrada por un perro. En El libro de las ilusiones (2002) retoma a Zimmer, un personaje secundario de El Palacio de la luna, un escritor y profesor de literatura que recupera las ganas de vivir a partir de Héctor Mann, uno de los últimos cómicos del cine mudo, nacido en Argentina, un país que visitó en tres oportunidades desde 2002. Brooklyn Follies (2005) es un retrato sentimental del barrio que se convirtió en su lugar en el mundo a partir de la historia de Nathan Glass, un hombre abandonado por su esposa que vuelve a Brooklyn en busca de un lugar donde morir tranquilo. Viajes por el Scriptorium (2006) es un ajuste de cuentas con su propio universo literario en el que un puñado de personajes se sienten agraviados y reclaman justicia. Entonces creyó que no volvería escribir otra novela. Su propia obra lo desmintió en poco tiempo cuando publicó Un hombre en la oscuridad (2008) y luego Invisible (2009) para cerrar la década con Sunset Park (2010), ambientada durante la crisis financiera del 2008.

El Premio Nobel de Literatura siempre le fue esquivo, como ha sucedido con tantos magníficos escritores. En 2006 ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por haber creado “un universo literario en torno del azar y la búsqueda de la identidad, donde realidad y fantasía invaden los espacios cotidianos del hombre”. Su obra, que está traducida a más de cuarenta idiomas, será publicada próximamente en una edición definitiva por The Library of America, lo que implicará que Auster unirá su nombre al de los mayores escritores norteamericanos de todos los tiempos como Henry James o Mark Twain, noticia que recibió recientemente con enorme emoción.

En la última década sumó textos más autobiográficos como Diario de invierno (2012) e Informe del interior (2013) o la correspondencia que intercambió con J.M. Coetzee, el Premio Nobel de Literatura sudafricano, reunida en Aquí y ahora, que presentaron en una lectura conjunta en la Feria del Libro de Buenos Aires. En 2017 lanzó la torrencial, 4321 (Seix Barral), una novela de casi mil páginas que podría totalizar las experiencias humanas a través de cuatro variaciones existenciales, cuatro vidas potenciales que tendrá el protagonista, Archie Ferguson, sutilmente conectadas por el tejido de la literatura y la escritura. “Todos los escritores roban algo de sus propias vidas. Hay algunas cosas reales, verdaderas, que utilizo. Pero la cuestión es que cuando tomás algo de la vida real y lo ponés en una obra de ficción, se vuelve ficción”, decía Auster en una entrevista con Página/12 en 2018, durante su última visita al país, cuando participó de la Feria del Libro y presentó 4321.

La llama inmortal

El “cero a la izquierda” tuvo una intensa vida breve. Stephen Crane (1871-1900) fue un escritor tan radical para su tiempo que Auster afirmaba que se lo puede considerar el primer modernista norteamericano, “el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita”. Antes de morir a los 28 años por una tuberculosis, escribió artículos, novelas, relatos y poesía; trabajó como corresponsal durante la guerra hispano norteamericana en Cuba y defendió los derechos de los más desfavorecidos en tiempos de conflictos laborales y sociales. Se enfrentó a la policía de Nueva York, sobrevivió a un naufragio y fue amigo de Joseph Conrad. Hubo una época en que La roja insignia del valor, su novela sobre la Guerra Civil protagonizada por Henry Fleming, un joven de 16 años (llevada al cine por John Huston), era lectura obligada para casi todos los estudiantes de Estados Unidos. Sacar a Crane de las sombras del olvido fue el principal propósito de Auster en La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral, 2021), más de mil páginas de una biografía que se lee como un western literario.

“En vida, Crane fue muy famoso y el éxito que tuvo La roja insignia del valor lo convirtió en una celebridad nacional. Los únicos dos autores jóvenes que capturaron al país de forma arrasadora fueron Francis Scott Fitzgerald y Crane. No creo que Crane sea una figura marginal, pero ha sido abandonado. Yo quiero regresarlo al centro del escenario porque merece estar en el panteón de los grandes autores de Estados Unidos”, admitía el escritor. “Crane pasó mucho por el rechazo y la dificultad para publicar y persistir; ahí me siento cercano a él, en ser testarudo y hacerlo sin importar cuántas veces me digan no”, comparó el autor de El libro de las ilusiones. ¿Quién era Paul Auster a los 28 años, la edad en que murió Crane? “Me acababa de casar, había publicado dos libros de poesía, había traducido poesía, había escrito ensayos literarios y había acumulado mil hojas con prosas que nunca me habían causado ninguna satisfacción. Si me hubiera muerto a los 28 años, habría desaparecido completamente, habría sido como una piedrita que se hunde en el fondo del lago”.

Toda la tristeza del mundo cabe en la muerte de Auster, una voz que supo iluminar las profundas cicatrices de la existencia humana.

El sueño de visitar la Argentina

Caminaba ayudado por un bastón. Resultaba extaño que ese hombre, que parecía un gigante invencible, tuviera su movilidad disminuida por un coágulo que se le había formado en una de sus piernas. Tuvo tanta “mala suerte” que eso sucedió en su viaje soñado, su primera visita a Buenos Aires en 2002, para participar de la Feria del Libro. “Lamento no poder caminar muy bien y recorrer la ciudad como quisiera, pero pienso tener los ojos bien abiertos”, bromeó el autor de la La Trilogía de Nueva York en una conferencia de prensa.

 

Hubo que esperar más de una década hasta que en 2014 regresó para recibir el título Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) y también participó de la Feria del Libro junto a su amigo J.M.Coetzee. La primera entrevista con esta cronista fue en el Campus Migueletes entre el humo del tabaco que Auster reconocía que era un placer que no quería abandonar, aunque lo intentaba. De pronto vuelve el recuerdo de su sonrisa esquinada, oblicuamente melancólica, iluminada por una mirada felina. La última entrevista (sin saber que lo sería) fue en 2018 cuando publicó la monumental 4321. Las manos de Auster jugaban con un cigarillo electrónico negro, una especie de pequeña lapicera que lograba ahuyentar el fantasma de la nicotina. En tiempos de pandemia, cuando todavía muchas actividades se realizan virtualmente, cerró en 2021 junto a Siri Hustvedt el Festival Internacional de Literatura Filba. La pareja de escritores, que siempre manifestaron su rechazo hacia el expresidente Donald Trump, advirtieron entonces que “la democracia pende de un hilo”.